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Adolfo Couve
El picadero, Santiago, Universitaria, 1974
Por María Carolina Geel
El Mercurio (Santiago, Chile) 15 de Julio de 1979
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Dice Martín Cerda en un excelente prólogo a El Picadero, de Adolfo Couve (Editorial Universitaria), libro que no habíamos tenido oportunidad de comentar, que aquél "no es un nostálgico".
Contrariamente, creemos que sí lo es, y no sólo en éste sino en todos los libros que le conocemos. Hasta osamos decir que la descripción misma que Cerda hace de la nostalgia en dicho prólogo y que relaciona con los personajes de esta novela, confirma más que discrepa con nuestro aserto.
Pueden los recuerdos, en literatura, estar muy finamente tramados con la imaginación creadora del escritor que evoca, sin por ello atenuarse su esencia, creación que en los casos de escritores cumbres los extienden y enriquecen al más alto grado literario: el poder de comunicar hasta envolver al lector en la atmósfera del tiempo perdido.
Las más grandes novelas que relatan total o parcialmente un pasado alcanzan un clímax en aquellos pasajes en que surge la nostalgia, que es una especie de pesantez anímica dulce o anhelosa, que posee y sugestiona fuertemente al que escribe, si este mismo es artista. ¿Puede darse trozo más nostálgico que aquel de la magdalena y la taza de té, de Marcel Proust? Hay en él una re-sensación de cierto gozo físico, de contentamiento de vivir en el hogar bien protegido por los adultos y las viejas parientas. Y es así que de una minúscula escena irradian páginas y páginas de emociones y sucesos de un tiempo redivivo que, sin embargo, no volverá jamás.
Desde la primera frase, esta novela impone su calidad. Y ello ocurre, precisamente, a causa de lo simple de sus términos, simplismo que, por paradójico misterio, impone también un giro condicionado aristocrático:
"Aún recuerdo cómo mi padre trazó el picadero".
Estricto contenido, forma clásica, austero acento nostálgico. E inmediata presentación de dos personajes centrales. En la página 18 leemos: "cuando una relación va a ser duradera, el encuentro toma los visos de una fatalidad y uno no se resiste porque sabe que a esa persona la ha conocido en el futuro" (nótese la curiosa y sucinta expresión del conocimiento intuitivo). Tal relación iba a ser con una dama de abolengos: Blanca Diana de Sousa. Este nombre, desde nuestra primera lectura de los originales de esta obra, despertó, aunque lejanos, varios ecos. Blanca Vergara, señora y dueña que fue de la famosa quinta de Viña del Mar y cuya tragedia se transparenta en el tema de esta novela; Diana: la majestuosa, solemne abuela de pura raza, del duque de Bomarzo; Diana de Poitier, la bellísima favorita de Enrique II; Diana, solterísima hija de Júpiter...
Pero esta Blanca Diana es una bella mujer desventurada. Solitaria, descrita a ratos en toda su validez de persona; a ratos enigmática, lejana, silenciosa como aquella Ligeia de Edgar Poe.
¿Cómo logra Couve estos matices? Pregunta ociosa. Los escritores nacidos no logran, saben simplemente. Queremos decir, saben cuando han realizado eso que saben... Labor de largo proceso, de autoexigencia, aunque siempre regida por ese saber intuitivo.
Uno más, otro menos, todos hemos dicho que el estilo de Couve arranca de una concepción neoclásica. Reflexionando sobre esta novela pensamos que esa clasificación se debe en parte, no poca, a las opiniones del propio Couve, conocedor a fondo de las artes plásticas donde el neoclasicismo se manifestó con mayor notoriedad; y luego está su declarada admiración por Flaubert (con perdón de opiniones más autorizadas y para decir verdad, siempre hemos tenido a Flaubert por realista con indiscutibles rasgos románticos)
Querríamos observar que el asunto del clasicismo y, por ende, del neoclasicismo no es del todo claro. En algunos estudios se dice que el primero es puro arte y ninguna otra cosa (?) y que el segundo comenzó a fines del siglo XVIII hasta comienzos del XX, con lo que viene a resultar paralelo al romanticismo... En verdad, estas divisiones que deprimen un tanto el espíritu ¿tienen utilidad en el desarrollo del arte y del artista? Pareciera que no, y la única que de cierto se ve es como elemento importante e integrante de la historia del arte.
En una charla con Alone llegamos ambos a la conclusión de que todo arte, desde que existe como expresión del sentimiento de lo bello, tiene un fundamento inamovible: el romanticismo. Porque en estricta consideración, éste existió mucho antes de ser bautizado con tal nombre. El primer romántico fue Homero... y lo fueron los más lejanos poetas chinos.
Y las novelas que conocemos de Adolfo Couve -él no se sorprenda- entran raudas en el romanticismo. Ahora, nos parece que lo que podría estimarse a la manera neoclásica sería la limpidez de la forma, buscada por él con tesón, con un amor literario severo, y una máxima claridad del lenguaje. Y lo curioso es que estos predicamentos se mantienen aun en los raros casos en que cede a la presión que toda época ejerce en los artistas como, por ejemplo, cuando cambia bruscamente a la primera persona, o sea, del joven equitador enamorado, al igualmente joven hijo de Blanca Diana, saltos que han venido usándose desde la aparición del nouveau roman y su jefe Robbe Grillet. Pero hay que notar también que la fusión de imágenes entre ambos jóvenes está dada en los comienzos del relato. Un leve soplo de Edipo los toca.
El hijo de Blanca Diana se llama Angelino. Su entrada a un colegio de régimen militar (esto sólo en el nombre, ya que ahí la libertad para desmandarse es muy ancha) está descrita, aquí sí, a la manera decimonona francesa; detalle minucioso del carácter, catadura y categoría de un alumno de apellido Contardo. El cual alumno, joven harto basto y brutal, se enamora de ese modo impreciso que suele afectar a la adolescencia, del hijo de Blanca Diana. Reconozcamos que esta descripción recuerda directamente a Flaubert y a Balzac. Y decimos que este trozo es el más débil literariamente del libro, por cuanto el halo artístico tan característico de este escritor, allí parece que retrocede, que cede el paso a una influencia como deliberada.
Contiene esta narración una escena sorpresiva. El joven equitador, exasperado, derriba de un envión la puerta del dormitorio de Blanca Diana. Esta se encuentra en mitad del cuarto, con su largo camisón de noche, el cabello suelto. El lector poco avisado puede creer que, al fin, va a consumarse el amor total, pero no logrará saberlo. Con un giro oblicuo, el autor le da otra dirección con bastante sutileza, pues concentra la atención sobre el relato que Blanca le hace de la terrible tragedia que ha marcado su vida.
Hemos querido destacar un pequeño libro cercano a la perfección.