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Los últimos días de Adolfo Couve

Por Roberto Careaga C.
Publicado en La Tercera, 8 de Junio de 2013

 

 


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Ese año no quiso volver a dar clases. Tras décadas como profesor de pintura en la Universidad de Chile, Adolfo Couve dijo al teléfono que no regresaría a la escuela. No podía. Había sido un verano duro. El peor de todos. La depresión que siempre lo acechó, en esas vacaciones lo arrinconó como nunca. Después de muchas reescrituras, había terminado la novela Cuando pienso en mi falta de cabeza y estaba seguro que era su réquiem. También estaba seguro que sería olvidado. La noche del 10 de marzo de 1998 se enteró de que había un plan familiar para internarlo. Horas después se suicidó. “Yo me muero por el arte”, había dicho poco antes.

Bicho raro entre los artistas chilenos, Couve fue un dogmático escritor realista y un influyente pintor seducido por la mancha. Fue también un intenso obsesionado con la belleza que, agotado del ruido de la ciudad, se instaló en Cartagena a mediados de los 70. Apenas se asomaba por Santiago para dar clases. Separado, padre de una hija, el autor de La lección de pintura vivió acosado por una depresión que a fines de los 90 no le dejó salida. Lentamente, se aisló del mundo. En sus últimos días, su única compañía era su perro, el Moro, y por supuesto, Carlos Ormeño. “No te olvides, Carlitos -le dijo antes de quitarse la vida-, yo muero por el arte”.

Parte de la vida íntima de Couve y fuente de leyendas, Carlos vivió junto al artista desde los 10 años y lo acompañó hasta el momento de su muerte. Fue su hijo, también fue su amante. “Con Adolfo tuvimos una relación muy especial. Yo era la única persona en quien confiaba. Con el tiempo se creó una dependencia terrible que nos llevó a aislarnos del mundo”, dice Carlos a La Tercera, a 15 años de la partida del escritor.

En las próximas semanas, Editorial Tajamar publicará una nueva versión de sus obras completas, que incluirá sus textos sobre arte (editados en 2005 por la UDP) y sus 11 concisas novelas publicadas entre 1965 y 1998: el testimonio de una rigurosa apuesta estética que a ratos, como cree el argentino César Aira, rozó la perfección.

Hoy de 40 años, Ormeño cuenta que Couve prácticamente lo crió. “Yo andaba por la calle, porque era un niño pobre, no tenía nada”, recuerda. El autor lo vio desde su departamento en Miraflores, en el centro de Santiago, y luego se hicieron amigos. Al poco tiempo, lo llevó a vivir con él, a su casa en Cartagena, con permiso de su madre. Su padre había muerto tras el gobierno militar. “Fui su hijo adoptivo de mentira. El siempre me pedía que fuera su hijo legal, pero yo no quise cambiarme el apellido de mi papá. Ese fue un dolor grande para Adolfo”, dice Carlos, que desde chico leyó novelas de Balzac o Capote que le pasaba Couve.

Primero con profesores particulares (“Adolfo no quería que me separara de su lado, creía que me podía pasar algo”) y luego en el colegio, Carlos Ormeño terminó su educación y estudió Arte en la U. de Chile, con Couve entre sus profesores. En ese tránsito, la relación cambió. “Sí, tuvimos una relación de pareja. Más que eso: él era un todo para mí. Era mi papá, mi amigo, mi maestro, mi pareja. Yo también para él era todo”, dice. “Pero quiero dejar en claro que no hubo abuso, no hubo pederastia. Yo quise estar con él. Nadie me obligó, me podría haber ido”, agrega.

Carlos Ormeño jamás se fue. Llevaba las riendas de la casa de Cartagena y seguía a diario la rutina impuesta por Couve: levantarse a las nueve de la mañana, desayunar, salir a caminar con el Moro, almorzar, dormir una siesta. Luego, cada uno a su taller. Adentro, Couve daba una batalla por la perfección. No con la pintura: la había dejado y retomado, le salía tan fácil que, según Carlos, “la odiaba”. La escritura le fascinaba por su dificultad. “Vivía su escritura a concho, se enfermaba. Pasaba toda la noche, siete, ocho horas escribiendo y cuando no le gustaba lo quemaba: ‘Esto no vale nada’. Tenía que llegar a un punto de perfección. Síntesis, síntesis”, dice Ormeño.

Después de La comedia del arte (1995), una novela sobre el callejón sin salida de la pintura tradicional en clave de sátira, Couve continuó con una segunda parte, Cuando pienso en mi falta de cabeza. Fue una guerra de corrección, que terminó en un manuscrito de menos de 50 páginas. Paralelamente, la depresión lo arrinconaba. “Esa fue la novela que lo mató”, dice Carlos. “Era su epílogo. El mismo lo decía: ‘Mi réquiem es esta novela’”, agrega.

En esos días, la paranoia de Couve se disparó: creía que su comida estaba envenenada y Carlos Ormeño debía probarla antes que él. Casi no dormía. No se medicaba, apenas llamaba por teléfono a un primo psiquiatra. No tenía dudas del valor de su obra literaria, pero sospechaba que lo olvidarían: “Nunca más se van a acordar de mí, a la gente como nosotros nos olvidan fácilmente”, le dijo a Carlos, que explica su temor así: “Después de su muerte se iba a saber que era homosexual, aunque siempre se supo, pero nunca se dijo. Para él eso era terrible. Odiaba ser homosexual”.

Alrededor de dos semanas después de terminar Cuando pienso…, Couve se colgó en el baño de su casa, al amanecer. “Ya no hay nada de mí acá”, le había dicho a Carlos Ormeño, quien había conseguido más de una vez detener sus intentos de suicidio.

Cuenta que después de la muerte de Couve le entregó a la familia del escritor todo lo que éste le dejó y se fue a vivir a Buenos Aires. Estuvo allá casi 10 años. Hoy vive en Santiago y trabaja para el Parque del Recuerdo, escribe y reescribe una novela y no es raro que le lleguen propuestas para contar su historia con Couve: le dijo que no a Raúl Ruiz. Le dijo que sí a la fotógrafa Paz Errázuriz y a la periodista Claudia Donoso, a quienes considera familia, y juntos hicieron un video que retrata su regreso a Cartagena. Carlos también cree que el olvido está cayendo sobre Couve: “Aunque es lindo que se olviden de él, porque así queda para mí nomás”, dice.



 

 

 

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Los últimos días de Adolfo Couve.
Por Roberto Careaga C.
Publicado en La Tercera, 8 de Junio de 2013