A 31 años del
Golpe de Pinochet
Yuxtaposiciones
Por Ariel Dorfman
*
Página12.com.ar.
11 septiembre 2004
Eran tres cuadras las que separaban aquellas dos intersecciones en
la capital norteamericana, tres cuadras entre el Du Pont Circle y
el Sheridan Circle que yo solía caminar a menudo en mis tiempos
de exilio en Washington. De los dos Círculos, era
el Sheridan Circle el que tenía mayor resonancia para mí
en esa década de los ochenta, el que me llenaba de tristeza
y rabia. Había sido ahí, en ese exacto Círculo,
a pocos pasos de la embajada chilena, que la policía secreta
de Pinochet había asesinado, el 21 de septiembre de 1976, a
Orlando Letelier, el ex ministro de Salvador Allende, y yo, como otros
desterrados, pasaba por ese sitio frecuentemente, tanto para conmemorar
al compañero muerto como para prometerme a mí mismo
que algún día íbamos a juzgar al dictador que
lo había mandado matar.
En cuanto al Du Pont Circle –nombrado por el almirante Samuel Francis
Du Pont, héroe de la guerra civil norteamericana y fundador
de su primera Academia Naval–, no tenía ni una reverberación
pinochetista para mí. Solía devorarme ahí un
sandwich al mediodía, gozando de la melodía de las aguas
de su fuente central mientras contemplaba cómo iban cruzando
por la vecindad una abigarrada muestra de habitantes de Washington:
representantes de la bohemia intelectual, algunos músicos ambulantes,
diversos hombres y mujeres sin casa, y también una retahíla
de diplomáticos, ya que en esa zona se congregaban, y es así
hasta el día de hoy, todo tipo de legaciones y consulados extranjeros.
Tal vez por eso se había instalado en un ángulo solemne
de ese Du Pont Circle el Banco Riggs, que servía preferentemente
a los funcionarios de la Embassy Row. No le daba, de verdad, importancia
alguna a ese banco en aquel tiempo ni menos se me ocurrió que
vendría un día en que el Riggs iba a ser el insólito
instrumento para que el general Pinochet tuviera por fin que enfrentar
a la Justicia.
Es lo que acaba de pasar. Una pesquisa del Senado norteamericano ha
descubierto que el ex dictador –y su esposa flamígera, Lucía
Hiriart– tenía cuentas secretas (de hasta ocho millones de
dólares) en el Banco Riggs, lo que ha llevado a una serie de
investigaciones de las finanzas de Pinochet, tanto en los Estados
Unidos como en Chile. Hasta ahora el general chileno ha logrado escapar
de las consecuencias de sus violaciones de los derechos humanos –aduciendo
una incapacidad mental para ser sometido a juicio–, pero este escándalo
es el que convenció a los jueces de la Corte Suprema de Chile
que había que procesarlo por su participación en la
Operación Condor, la estrategia terrorista con que se coordinaron
los servicios de inteligencia del Cono Sur en los años setenta.
Y no cabe duda de que tampoco le va a ser fácil a Pinochet
deshacerse de que el magistrado que investiga sus finanzas en una
causa paralela indague cómo un hombre con el modesto sueldo
de un comandante en jefe y que juró que dejaría su cargo
pobre pero honrado terminó acumulando tantos millones. Pinochet
no podrá eludir una explicación acerca de por qué
decidió esconder esos millones, tal como lo hacen los traficantes
de armas y drogas, tal como lo hacen, precisamente, los terroristas.
El terrorismo. De las muchas ironías que luce este nuevo affaire
Pinochet, es la conexión con el terrorismo lo que más
me llama la atención. Pensemos en que las malandanzas y malabarismos
monetarios de un general que tomó el poder un once de septiembre
de 1973, sólo se conocen ahora debido a que 28 matemáticos
años más tarde sobrevino otro once de septiembre, debido
a que los atentados del 2001 llevaron al Congreso norteamericano a
legislar con severidad sobre el lavado del dinero en los bancos de
su nación y a escudriñar las cuentas escondidas de toda
una caterva de ilícitos que hasta ese momento podían
obrar con sorprendente impunidad. Qué burla le juega la historia
a Pinochet: la muerte de tres mil norteamericanos en un ataque terrorista
fundamentalista islámico, en el que él nada tiene que
ver, pone en la mira de la Justicia y los senadores norteamericanos
a un hombre que a su vez sembró el terror en su propia capital
y mató y torturó a mucho más que tres mil compatriotas
suyos. El hombre que, además, exportó ese terror a las
calles de Washington. Puesto que, hasta la ofensiva criminal de las
huestes de Bin Laden contra las Torres Gemelas y el Pentágono,
sólo había existido antes en la historia norteamericana
una agresión terrorista contra su suelo: el que armó
Pinochet en el Sheridan Circle en 1976. Ese Círculo tan próximo
al Banco Riggs, esas tres cuadras por las que pasaban cada día
los burócratas que depositaban en ese banco los fondos del
general, que blanqueaban esos fondos, que ocultaban el origen de esos
fondos. ¿O no sabían ellos acaso, nunca se preguntaron
qué relación había entre ese dinero colosal del
dictador de Chile y la bomba que explotó a pocas cuadras de
distancia, nunca vieron cómo año tras año los
amigos de Orlando Letelier y su familia colocaban flores en el Sheridan
Circle, acaso nunca hicieron la conexión?
Pero hay, en efecto, una conexión entre los desmanes bancarios
que se perpetraron en el Banco Riggs del Du Pont Circle y la muerte
que acosó a Letelier y una acompañante norteamericana,
Ronnie Moffitt, en el Sheridan Circle. Es una conexión sutil,
quizá metafórica, pero de todas maneras, significativa.
No se trata tan sólo de la idea fehaciente, pero excesivamente
simplista y obvia, de que el mismo poder que le permite a un dictador
asesinar a mansalva le permite también robar cuantos millones
puede y quiera: el poder absoluto corrompe... etcétera... Más
interesante, a mi parecer, es el tema del ocultamiento como la estrategia
crucial de un dictadorzuelo como Pinochet, o por darle un término
más contemporáneo y sugerente: el lavado.
La eficacia de la dominación que ejerce el general en Chile
–como los horrores que llevaron a cabo tantos otros tiranos durante
el siglo XX, desde Stalin y Hitler hasta Saddam Hussein y Somoza–
se edifica en el principio de que, junto con atormentar en algún
miserable sótano o lejano campo de concentración los
cuerpos indefensos de sus ciudadanos, es imprescindible negar públicamente
toda responsabilidad. Esta imagen inmaculada del hombre fuerte es
crucial para su supervivencia –y alcanza, en los miles de desaparecidos
chilenos, su culminación contemporánea–. Al no haber
siquiera un cuerpo que exhibir o entregar a la familia, se logra cosechar
los frutos de un terror absoluto a la vez que se rechaza todo intento
por investigar los orígenes de aquel terror ni menos a sus
autores. Mientras más sangre se ha derramado, más obligatorio
es lavar incesantemente a la luz del día las manos culpables.
Pero ahí está la sangre, ahí está el dolor,
ahí está la traición, como lo sabía la
mujer de Macbeth con sus manos falsamente limpias y pristinas que
enjugaba una y otra vez –una mala conciencia que no parecen exhibir
los mediocres déspotas de nuestro tiempo a los que, por cierto,
les falta un Shakespeare y la redención de sus palabras–.
Y ese mismo principio del lavado perpetuo de las manos públicas
de los violadores habituales de nuestra humanidad es el que rige también
el destino del dinero que los represores suelen atesorar secretamente.
Para disfrutar de esa fortuna –como del poder que lo facilita–, es
fundamental que nunca se conozca de dónde proviene aquel dinero.
Pero hay más: el lavado del dinero requiere, igual que el lavado
que acompaña a la tortura que, bajo las órdenes del
criminal, se despliegue un vasto ejército de acólitos
y ayudantes, tan adeptos en ocultar una vesanía aterradora
como un dólar mal habido.
Para que esta investigación en torno del patrimonio malsano
del general Pinochet de veras tenga un efecto importante, es imperioso
que las miradas se dirijan no sólo al criminal que robó
los caudales públicos sino más esencialmente a todo
el aparato a su servicio que sistemáticamente encubrió
la verdad de lo sucedido, es perentorio que se busquen medios para
que no le sea posible a un abusador de los derechos humanos acaparar
en forma furtiva sus haberes. Si el resultado de este escándalo
ayuda a que por fin haya transparencia en los manejos bancarios –sea
de un terrorista como Pinochet o de los terroristas que trabajan para
Al Qaida o de los criminales de cualquier otra organización
internacional–, habremos dado un paso trascendental para controlar
el mundo en que vivimos.
Ojalá que esa iluminación feroz de las oscuras maniobras
que disimulan tantos ilegítimos asuntos financieros en nuestro
planeta sea acompañada por una tentativa paralela por proscribir
la tortura, ojalá nos podamos dar cuenta de la relación
profunda que debe existir entre ambas acciones a favor de la especie
humana.
Así lo entiendo yo, por lo menos. La próxima vez que
viaje a Washington, voy a volver a recorrer las tres cuadras que separan
a los dos Círculos y en esa ocasión futura no podré
ignorar la proximidad, no sólo geográfica, de ambos
lugares, y meditaré, sin duda, sobre el hecho, tal vez no tan
asombroso, de que la mano que abrió una cuenta en un banco
en una calle de Washington es la misma mano que, años antes,
había mandado matar a Orlando Letelier en otra calle tan cercana,
me diré que la lucha por la justicia y la lucha por la transparencia
es, al fin de cuentas, la misma lucha impostergable.
* El último
libro del escritor chileno Ariel Dorfman es Memorias del Desierto.