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A LOS CIEN AÑOS DE SU NACIMIENTO
Sartre en la distancia
Por Ariel Dorfman
Página12.com, Buenos Aires, 12 Marzo 2005
Estaba exiliado en Amsterdam aquella primavera de
1980 -era una noche de abril, para ser más exacto- cuando recibí la
noticia de que Jean Paul Sartre había muerto. No tuve ni una
duda: a los dos días me encontré a bordo de un tren con mi mujer
Angélica rumbo a París y a unos funerales que iban a ser, tenían que
ser, prodigiosos.
Durante mi tardía adolescencia en Chile, y
a lo largo de los años que me tardó madurar como adulto, Sartre había
sido mi guía intelectual y político. Sus categorías de salauds, mauvaise
foi, autenticidad, el infierno son los otros; la manera en que había
escrutado las opciones morales de hombres y mujeres bajo la ocupación
nazi de Francia; su rechazo a los valores burgueses; la humanidad
revelándose en lo que él denominó la situación límite, todo eso había
terminado constituyendo una zona indispensable de mi vocabulario habitual,
el sombrío alfabeto con que la elite de mi generación en el mundo entero
había aprendido a definir la libertad y lo enajenante. Más tarde, su
tórrido amorío con el Tercer Mundo y Cuba, su prólogo a Los condenados
de la tierra de Fanon, su presidencia del Tribunal Russell acompañarían
mi propia búsqueda de cambios tajantes en la sociedad latinoamericana.
Para qué mencionar cómo sus novelas y, más que nada, sus obras teatrales
-¡la insolencia con que se apropiaba de los clásicos, haciendo con
ellos lo que le daba la gana!- influyeron en mi gestación artística y la
de tantos otros escritores de mi edad en Argentina, Perú, México. De hecho,
mi primer texto de crítica literaria, a la edad de veintitrés años, fue una
reseña de "Les Mots" en la revista chilena Ercilla.
Es verdad que me había ido distanciando de sus posiciones políticas
más extremas y maoístas a principios de los ’70, tal vez porque me hallé
envuelto y comprometido (esa palabra sartreana) en el difícil día a día
de la revolución chilena, esa lección de realismo que fueron los tres
años de Salvador Allende y la más dura prueba de la represión que siguió
a nuestro intento fallido de avanzar al socialismo utilizando medios
pacíficos. A pesar de ello, cuando la primera etapa de mi destierro me
llevó en 1974 a París, uno de los sueños que abrigaba era conocer
personalmente a mi héroe literario. Y, sin embargo, cuando amigos
franceses que solidarizaban con la causa chilena me ofrecieron ir a
visitarlo, me negué. No una, sino varias veces. Jamás llegué siquiera
a estrecharle la mano.
Fue por una razón, digamos, lingüística. Se me hacía intolerable hablarle
en mi francés torpe y quebrantado al hombre que había contribuido tan
decisivamente a mi capacidad de analizar el mundo con un dejo de
sofisticación y un remedo de elegancia. De hecho, unos meses después
de mi arribo a París, un amigo (estoy casi seguro de que fue Jean Pierre
Faye) me introdujo a Michel Foucault -otro de mis ídolos intelectuales-
y en esa ocasión se me había trabado la lengua vergonzosamente, incapaz
de articular ni una de las frases que recorrían mi cerebro atónito
de ideas. No deseaba yo repetir aquella experiencia tartamudeante con
Sartre. Durante lustros había llevado a cabo un diálogo con el grandísimo
Jean Paul, calladamente dirigiéndome a él en el secreto santuario de
mi mente, y era preferible que así quedara la relación, ahorrarme una
mortificación segura. Algún día -me mentí a mí mismo-
mi francés habrá mejorado como para llevar a cabo un encuentro verdadero
con Sartre.
Y he aquí que se había muerto.
Y nosotros cruzando el Norte de Europa para hacernos presentes en el
Cementerio de Montparnasse.
Estaba preparado para que, apenas me juntara con la muchedumbre, mi
corazón se desbordara de lágrimas. Al mejor estilo latinoamericano.
Pero en esa lacónica multitud faltaba todo tipo de fervor: ni uno de
aquellos bohemios de toda laya y color parecía dispuesto a participar en
los ardientes ritos funerarios como se los entendía en los países que
Sartre había defendido con tanta energía. Ni un grito tropical, ni una
lágrima vietnamita, y nada, por cierto, que se aproximara a un alarido
de furia argelina en ese ejército galo solitario y casi irónico. Una que
otra mirada mareada y seca y lejana, algunos aprendices del
existencialismo vagabundeando entre las sepulturas como si se les hubiera
perdido la brújula o los tímpanos o no supieran con quién discutir.
Como si se estuviesen despidiendo de un libro más que de un hombre.
Unicamente la cara ensimismada de Simone de Beauvoir -la divisé por
un instante por la ventanilla del carro fúnebre- traducía la consternación
de un amor perdido. Sartre la había dejado sola, como ella lo profetizó y
temió en "El segundo sexo". Sartre no estaba allá para confortarla.
Tal vez sea injusto asombrarse ante tal merma de vehemencia y fogosidad.
¿Por qué habían los franceses de reaccionar como lo hacíamos nosotros
cuando les decimos adiós a nuestros gigantes culturales, esa fiesta
popular y casi obscena que desafía a la muerte y promete algún tipo de
resurrección incrédula? Así había sido, cuentan las leyendas y los
retrograbados, la despedida a Victor Hugo, un siglo antes, en este mismo
suelo. ¿Tanto había variado la relación entre intelectual y pueblo
en el intervalo?
Es posible que a Sartre le hubiera encantado la modestia, esa carencia
de solemnidad, la contención de los sentimientos rayana en lo analítico,
el individualismo sin anclas de los asistentes. Por mi parte,
fue perturbador no descubrir allá el amparo del dolor o de la esperanza,
sino una muestra más de lo que Rimbaud llamó "la Europa gris, mezquina y
sedentaria".
Así que le hice a Sartre el único homenaje posible en ese momento:
ponerme a llorar como un niño huérfano entre las tumbas. Deseando, por
el cariño que le tenía, que los otros asistentes mostraran una emoción
paralela.
Claro que Sartre me había enseñado, entre otras cosas, que la verdad
suele acercarse a la profanación, incómoda y flagrante. De manera que
retuve esa lección mientras su cuerpo desaparecía para siempre de la
vista, seguí escuchando su voz y consejos en mi oído, y veinticinco años
más tarde y a cien años de su nacimiento, escribo lo que vi y no lo que
me hubiera gustado ver, trato de ser leal con él más allá de la muerte
y de la distancia.