Proyecto Patrimonio - 2005 | index | Ariel
Dorfman | Autores |
El violinista en el tejado del cosmos
Por Ariel Dorfman*
De niño, estaba seguro de que Alberto Einstein era el violinista
más insigne del mundo.
La confusión provino de una foto del gran hombre que adornaba
el New York Times en las postrimerías de los años
cuarenta –digamos 1948, para adjudicarme la conveniente y coincidente
edad de ocho, la misma edad de Einstein en 1885, cuando tomó
sus primeras lecciones de violín–. Y heme
ahí, entonces, aquella mañana de 1948 cuando mi papá
abrió el diario en nuestro hogar en el barrio de Queens y apuntó
con reverencia a ese hombre con el bigote exorbitante y el pelo montaraz
y los ojos suaves y traviesos.
–El ser más ilustre de nuestro siglo –me informó mi
padre con solemnidad–. Y yo alterné con él varias veces,
cuando estaba de profesor visitante en Princeton hace unos años.
Hasta me invitó a su casa, me sirvió té. ¡Y
con qué maestría tocaba el violín!
Y eso fue suficiente, la veneración que trasuntaban aquellas
palabras de mi padre, ¡con qué maestría tocaba
el violín!, para que yo creyera durante muchos años
que al más eminente físico del mundo se lo conocía
fundamentalmente por su habilidad para extraer de un pedazo de madera
una serie de notas musicales.
De a poco me fui dando cuenta de mi equivocación. Comenzó
Einstein a infiltrar mi horizonte cuando mi cerebro adolescente tambaleaba
hacia la revelación de que la masa y la energía podían
ser manifestaciones del mismo fenómeno, y se me instaló
más firmemente todavía cuando mi cerebro de joven adulto
comenzó a inventar relatos y poemas donde la diferencia entre
pretérito y presente y porvenir no era más que una persistente
ilusión. Y apareció Einstein aún más en
toda su gloria metafísica cuando, forzado yo a madurar en un
globo definido por lo que su mente científica había
descubierto, forzado a vivir en un siglo desgarrado por las fuerzas
que ese hombre genial había desencadenado, mi vida se fue fracturando
en una pluralidad de exilios como si mi cuerpo no fuera más
que un átomo solitario y final. Consolándome a la vez
con otro Einstein, el sabio hombre de paz, el bromista empedernido
que nos saca la lengua en aquella su foto más conspicua, pidiéndonos
que no lo tomemos tan en serio.
Y, claro, fue disminuyendo hasta la insignificancia mi noción
original de que Einstein era un músico.
Y, sin embargo, ahora que ya estamos bien entrados a otro siglo, ahora
que celebramos el centenario de aquella epifanía del joven
Einstein y su fórmula de E=mc2 que todavía nos ronda
y desafía, me he puesto a especular si acaso aquella primera
intuición mía infantil acerca del gran Alberto no fue
después de todo alucinantemente exacta. Me pregunto si aquellas
tempranas lecciones de violín en 1885 –para un niño
que casi no había comenzado a articular un vocabulario, que
apenas balbuceaba el alemán–, si no podía ser que fue
ahí que se forjó el dulce fuego de su mente. Si no fue
en la masa de aquella madera de un instrumento musical desbordando
con una energía inexplicable donde algo extraño empezó
a resonar en cada electrón y partícula de su ser, si
no fue ahí dónde y cuándo y cómo conjuró
las leyes de la cosmología, me pregunto si el diseño
del universo no estaba secretamente contenido en la emoción
que iba arrancando de esas cuerdas tensas. ¿No es posible que
sea en un corazón templado por Mozart que fue naciendo su certidumbre
de que el salto quántico de la imaginación siempre es
más importante que el insípido acopio de datos? ¿No
puede ser que la teoría de la relatividad de Einstein nace
más en el esplendor de un alumbramiento estético que
en el brillo de una inmensa inteligencia matemática?
Porque esto lo sabía, esto sí lo que sabía, y
no tuvo reparos en manifestarlo: “Todos bailamos bajo la influencia
de una melodía misteriosa, entonada en la distancia por un
invisible flautista, an invisible piper”. Y fue excepcional
ese hombre porque comprendió ese misterio, esa distancia, aquella
invisibilidad, aquel maestro flautista, comprendió todo eso
con mayor profundidad y ternura que sus múltiples admiradores
que, llenos de incertidumbre y asombro, seguimos danzando desde siempre
en la luminosa sombra de su mente y su música.
Así que te saludo, Tío Alberto, te saludo a cincuenta
años de tu muerte y te sigo celebrando como el violinista más
insigne del universo.
* Escritor chileno,
su último libro es Memorias del Desierto.