Dos ejemplos de naturalismo chileno: Juana Lucero de Augusto d'Halmar y los relatos de Baldomero Lillo Por Javier Ordiz Publicado en revista Arrabal
N°4, 2002
La recepción del naturalismo en Hispanoamérica y su impacto en la creación literaria del continente son temas que permanecen aún en la actualidad sin estudiar de forma conveniente. Al margen del breve y genérico trabajo de Guillermo Ara, publicado en 1965 en su primera edición, el resto de la bibliografía disponible en torno a este periodo se reduce a estudios sobre países concretos (México, Chile o Argentina) o ediciones de obras determinadas, como es el caso de En la sangre o Sin rumbo, del argentino Eugenio Cambaceres[1]. A pesar de que en estos últimos años parece que va aumentando paulatinamente el interés por esta época un tanto olvidada, como se demuestra en el creciente número de artículos en revistas especializadas o en las investigaciones universitarias dedicadas a la materia, se echa en falta aún la obra de conjunto que nos ofrezca una visión amplia y rigurosa de lo que supuso la llegada y aclimatación de las pautas del naturalismo francés a las letras del continente americano.
Un somero análisis de la literatura crítica dedicada a este periodo nos sitúa ante un panorama dominado por una cierta indeterminación. En general no se delimitan claramente los rasgos definitorios del naturalismo y es frecuente su confusión cuando no su plena identificación con las pautas artísticas del realismo. Por ello, al hablar de naturalismo considero conveniente en principio definir el alcance que se le va a dar al término.
No voy a desgranar aquí las pautas sobradamente conocidas que Zola señaló como ingredientes esenciales de esta sensibilidad literaria[2] y que a menudo se toman a modo de premisas necesarias cuyo mayor o menor grado de cumplimiento determinan la adscripción o no del escritor de turno a este movimiento. Ya en su día advirtió Emilia Pardo Bazán que el naturalismo "no es un conjunto de recetas para escribir novelas"[3], en clara alusión a su carácter abierto y flexible. Lejos de esta rigidez normativa, considero que el naturalismo supuso una renovación en muchos sentidos en la literatura occidental, que abrió caminos por los que transitaría parte del pensamiento y de la creación literaria del siglo XX. Esto se advierte, entre otras cosas, en el intento que llevó a cabo la llamada Escuela de Médan por analizar las relaciones, casi siempre conflictivas, del ser humano con la sociedad o el medio en que vive, y en la inquietante tesis de fondo de gran parte de sus obras, donde se pone en entredicho la libertad del individuo para elegir libremente su destino. Por otro lado, su pretensión de profundizar en los resortes ocultos del comportamiento humano, y el contraste que ofrece entre la imagen exterior y la realidad interior del hombre y la sociedad, acercan las preocupaciones de este movimiento a las que poco después manifestarán los teóricos del psicoanálisis. Al lado de estos temas, se han de situar los ingredientes que habitualmente hacen su aparición en este tipo de novelas, es decir, el determinismo, los bajos ambientes, los personajes marginales de la sociedad, el feísmo como técnica, o el poder del alcohol o de los instintos sexuales en el comportamiento humano.
Las ideas naturalistas llegaron casi de inmediato a Hispanoamérica. Su recepción se dejó sentir no solamente en la obra de algunos autores a partir de 1880, sino también en la polémica que suscitó en casi todos los países entre teóricos y creadores, en línea y contenidos similares a la que tuvo lugar en España en las fechas aledañas al cambio de siglo. La diversidad del panorama con que nos vamos a encontrar vendrá determinada por factores geográficos -no será igual la aclimatación naturalista en Argentina o Perú, por ejemplo- y personales, en la medida en que el pensamiento más o menos conservador del escritor le permita aceptar en mayor o menor grado las tesis de fondo del movimiento. De esta forma, junto a obras que recuerdan al naturalismo sólo por la presencia ocasional de alguno de sus tópicos externos (los bajos ambientes, la prostituta o el alcohólico), hallaremos otras que recogen parte de las premisas de la escuela, pero rechazan algunas -en particular el determinismo-, y un número muy escaso de creaciones que se aproximan de manera cercana a la ortodoxia naturalista. A estos problemas de gradación en la influencia se han de añadir otros que caracterizan este particular periodo, como son la presencia frecuente de rasgos románticos y de un tono religioso que, como ocurre en el caso del mexicano Federico Gamboa, sirve de freno al pleno desarrollo de las tesis naturalistas.
Sin embargo, por encima de las diferencias, la narrativa de este periodo, cuya vigencia se puede extender desde la publicación de ¿Inocentes o culpables? de Antonio Argench y Música sentimental de Eugenio Carnbaceres, ambas de 1884, hasta El roto (1920) del chileno Edwards Bello, presenta también en Hispanoamérica ciertas notas comunes. Quizás la más significativa sea que estamos en general ante creaciones temáticamente muy apegadas a problemas contextuales. Los que podemos llamar relatos "de impacto naturalista" son casi siempre obras muy localistas y destinadas a concienciar al lector sobre los asuntos concretos de un país determinado en un momento histórico preciso.
En Argentina la novela naturalista tomará su aliento temático de los conflictos derivados de la inmigración masiva (Argerich, Cambaceres o Martel), en Puerto Rico o Uruguay especulará sobre el atraso, la incultura y la barbarie de las zonas rurales (Zeno Gandía o Javier de Viana), en el Perú se entremezclará con preocupaciones indigenistas, mientras en Chile, las circunstancias históricas van a implicar que las creaciones literarias en este cambio de siglo presenten un componente más o menos acusado de denuncia social.
Los integrantes de la llamada Generación de 1900, entre los que cabe mencionar a Augusto D'Halmar y Baldomero Lillo, son los primeros en recibir la impronta naturalista, que en su caso dirigen hacia un tipo de literatura de claro contenido social, que quizás sea el rasgo que mejor caracteriza al naturalismo chileno frente a otras manifestaciones continentales de sesgo más conservador (caso de México o Argentina). Los relatos mineros de Lillo, recogidos principalmente en el volumen Sub terra (1904), y la primera y probablemente más conocida novela de D'Halmar, Juana Lucero (1902), son las más tempranas expresiones de esta tardía presencia naturalista en la narrativa del país andino. Ambos escritores crean sus obras impulsados por el deseo de reflejar los entresijos de una época cuyas características esenciales se deben tener en cuenta para una correcta lectura e interpretación de sus textos.
El momento histórico que enmarca la labor creativa de Lillo y D'Halmar, y en general del naturalismo chileno, se corresponde con la vigencia de la llamada República parlamentaria (1891 - 1920), nacida tras la derrota en la guerra civil del 91 del presidente Balmaceda. El recorte de los poderes presidenciales en beneficio del parlamento, genera en esta etapa una cierta inestabilidad que se refleja, entre otras cosas, en los incesantes vaivenes ministeriales. Desde el punto de vista económico, el capital interior y exterior, principalmente británico, se dirige hacia la explotación de los nitratos, y la demanda de mano de obra en las salitreras del norte atrae en pocos años a un gran número de personas hacia esta parte del país[4]. El trabajo en estos yacimientos prolonga las condiciones del que ya existía en las tradicionales extracciones carboníferas: largas jornadas laborales, sin descanso semanal, y con escasas medidas de seguridad que hacían frecuentes los accidentes. Los obreros se hacinaban en barracones levantados en campamentos inhóspitos, donde la falta de agua corriente y la indefensión ante los rigores climáticos originaban numerosas epidemias que aumentaban la mortandad entre el personal laboral y sus familiares, especialmente entre los niños. Los trabajadores se veían además habitualmente en la necesidad de adquirir los productos para su subsistencia en las pulperías o tiendas de la propia compañía minera, que a menudo pagaba el salario en fichas canjeables en estos mismos establecimientos, cuyos precios excesivos endeudaban al comprador y lo hacían depender aún más de la empresa.
Los altos beneficios generados por este sistema neo-esclavista dieron lugar a grandes fortunas que proporcionaron un alto nivel de vida a las clases pudientes. Se construyeron grandes mansiones, cuyos inquilinos pasaban a menudo largas temporadas en el extranjero, especialmente en París. El gobierno protegía los intereses de los poderosos, y en el ambiente político del país dominaba, en palabras de René Jara, "la hipocresía colectiva, la indiferencia y la inercia"[5].
Ante esta escandalosa situación de desigualdad, no es extraño que entre los problemas más graves con los que se enfrentaron los escritores e intelectuales del Chile de la época se hallaran la cuestión social y "la crisis de los valores aristocrático"[6].
Las diferencias de clase eran probablemente las más sangrantes de todo el continente americano, y el país se dividía, sin apenas término medio, entre una élite económica que detentaba el poder político y la población trabajadora que malvivía en barracones o se hacinaba en conventillos, y que desde comienzos de siglo había comenzado a organizarse para intentar que se atendiesen sus demandas. Agrupaciones sindicales y partidos obreros, alimentados por las ideas socialistas y anarquistas llegadas de Europa, protagonizaron por entonces episodios de protesta, que en su mayoría fueron duramente reprimidos. Recordemos, por ejemplo, la huelga de Tarapacá en 1890, las manifestaciones de 1903 y 1905 en Valparaíso y Santiago o, sin duda el episodio más dramático, la matanza de obreros huelguistas en Iquique en 1907, suceso que sirve de trasfondo de la inconclusa novela de Lillo Páginas del salitre. El país vivía dividido en dos mundos distintos, en dos Chiles opuestos que fueron novelados en la época por escritores conscientes del problema. La cara hedonista y frívola de los poderosos aparece retratada en obras como Los transplantados (1904) de Alberto Blest Gana o Casa grande (1908) de Luis Orrego Luco[7], en tanto que la perspectiva de los desheredados de la fortuna y las penurias concretas de la clase obrera hallan cabida en Juana Lucero y los relatos de Lillo respectivamente.
Juana Lucero se publica en 1902 y supone la primera incursión de la narrativa chilena en los nuevos temas, personajes y espacios que ofrecía la propuesta naturalista. Fue obra de juventud de su autor, Augusto Thomson -que pronto firmaría con el apellido D'Halmar, tomado de uno de sus antepasados-, reconocido más tarde como uno de los principales representantes de la tendencia imaginista de la narrativa chilena, y constituyó la única incursión del escritor en unos temas y en una estética de los que pronto renegaría. En esa época, sin embargo, la carga social que llevaba implícito el naturalismo sedujo a este joven novelista de ideas progresistas y le hizo concebir la creación de una trilogía narrativa a imitación de Zola, que llevaría por título Los vicios de Chile, y de la que a la postre sólo vería la luz esta obra que el autor rebautizó en 1934 como La Lucero.
Juana es una joven de 15 años, cuya madre, de nombre Catalina, resulta embarazada en su juventud de un joven de alta posición, convertido más tarde en respetable diputado. Huyendo con muchos esfuerzos de su estigma de madre soltera, Catalina logra sacar adelante con su honrado trabajo de costurera a su hija. Una pulmonía acaba con la vida de la mujer, lo cual supone el inicio de las desgracias de la muchacha, que en primera instancia se va a vivir con una tía que la trata como una sirvienta, y más tarde pasa a trabajar como modista a la casa de Dña. Pepa. Allí tendrá que soportar los acosos a que la someten el padre de la familia, D. Absalón Caracuel, su hijo Daniel y el novio de la hija de los dueños, Arturo Velázquez. Como consecuencia de la brutal violación de D. Absalón, Juana queda embarazada y decide aceptar el ofrecimiento de Velázquez para abandonar la casa y convertirse en su amante. Éste finalmente la envía engañada a un burdel, donde la joven, ya con 20 años, termina ejerciendo el oficio y perdiendo la razón.
El personaje de Juana se inscribe en la galería de prostitutas que pueblan la creación literaria europea y americana desde mediados del siglo XIX. Para unos escritores que pretenden adentrarse en el análisis de los vicios sociales, este oficio se convierte en la imagen más esclarecedora de una sociedad corrupta, hipócrita y clasista, cuyas apariencias de respetabilidad esconden la realidad de una profunda depravación moral.
En las páginas de las obras naturalistas, la prostituta se erige a menudo en el emblema sangrante de un sistema económico y social que considera a los seres humanos como mera mercancía sujeta al dominio de los poderosos. Esta es parcialmente la perspectiva que ofrecen el escritor mexicano Federico Gamboa en Santa (1903) y, con una mayor incidencia en la crítica social, D'Halmar en Juana Lucero. No obstante, ambas mujeres se encuentran mucho más cerca en su caracterización personal de la romántica Marguerite Gautier de La dama de las camelias (1848) que del personaje de Naná (1880) de Zola, prostituta vocacional marcada en su carácter por el determinismo hereditario de su familia. Tanto Santa como Juana son muchachas felices y honradas, que se ven impelidas a este oficio por una serie de circunstancias adversas, y que siempre albergan en su interior sentimientos nobles y positivos. El autor- narrador siente además en todo momento una gran simpatía hacia su personaje, y pone especial cuidado en responsabilizar de su caída a una sociedad egoísta, solamente preocupada por el poder y las apariencias, y en la que "no socorre nadie al que cae"[8].
Al margen de los personajes mencionados, la historia y la personalidad de Juana tienen además puntos de contacto muy cercanos con la protagonista de La fille Elisa (1887) de Edmundo de Goncourt. Como la chilena, la prostituta francesa siente "no ser dueña de su libre albedrío"[9] en sus diferentes encrucijadas personales, y en sus últimos días pierde la razón y se crea un mundo propio alejado de la dura realidad, donde se refugia en "el recuerdo de la alegre primavera de su pueblo"[10].
Las experiencias vitales de Juana, cada vez más degradantes, corren paralelas a un proceso interior en que la joven se va despojando de su inocencia infantil hasta caer en la cuenta de la sórdida realidad en la que vive. La muchacha se siente progresivamente invadida por "la naúsea" y concluye que en el mundo todo se corrompe "para satisfacer groseros apetitos" (p. 128). La joven se ve a sí misma como un mero objeto de satisfacción de los instintos primarios de los hombres que la acechan, y esta consciencia será la causa del inicio de la enfermedad mental y su paulatino agravamiento. Si en primera instancia nos ofrecen indicios de la misma las escenas de las visiones en que la protagonista contempla la imagen de su madre fallecida en el espejo, con el tiempo su mente enferma creará un doble, que llamará Naná como el personaje zoliano. Este desdoblamiento Juana/Naná refleja la esquizofrenia que aqueja a la joven en la recta final de la historia, y supone a la vez una eficaz fórmula de expresar ese contraste entre el exterior y el interior tan propio de las tesis naturalistas: en Juana permanecen inalterables los rectos principios morales aprendidos en su infancia, mientras Naná es la cara externa, la fachada visible del personaje, un producto social creado por las circunstancias adversas. El destino final de la muchacha se explica por tanto a través de la conjunción de una serie de factores o fuerzas que funcionan en una doble dirección: social y psicológica.
Las desventuras de Juana Lucero le sirven por otro lado a D'Halmar como pretexto para ofrecer una visión muy negativa del sistema nacido tras la revolución del 91, que en este caso tiene a la ciudad, y más concretamente a la capital, como escenario.
El autor intenta dejar claro ya desde el comienzo que el suyo será un "estudio social" (p. 17), y a lo largo de la narración son frecuentes las interpolaciones valorativas y moralizadoras, que traicionan de continuo la deseada objetividad naturalista, y que tienen invariablemente como destinatarias a las clases acomodadas de Santiago. El narrador arremete en sus reflexiones contra la "tolerancia" excesiva del gobierno ante los abusos de los poderosos, especialmente en materia de sexo, que, como en el caso que describe en su obra, originan "la perdición y el degradamiento de la mujer" (p. 242). En la novela se ofrecen algunos ejemplos: D. Absalón también deja embarazada a otra criada, Filomena, cuyo hijo es arrojado a la basura nada más nacer. En otros momentos se hace mención a hijos ilegítimos de destacados miembros de la aristocracia, o a personas ilustres que sostienen casas de prostitución (p. 213). En esta línea, uno de los lugares más sórdidos que aparecen en la obra es el Instituto Ginecológico donde Juana acude a abortar, y donde percibe con claridad la "gangrena" que "ocultaban las sedas de ese gran mundo" (p. 213). En una de las interpolaciones más largas del relato, el narrador se explaya en reflexiones de índole naturalista sobre la negativa carga hereditaria que para el futuro del país supone la abundancia de "hijos adulterinos" entre las clases elevadas, que cataloga como "embriones de alcohólicos, de afrodisíacos, que llegarán hasta la degeneración doméstica o el estupro criminal"(p. 244).
Al mencionado amparo que el gobierno presta a estas situaciones se ha de añadir la actitud de una prensa cómplice, siempre del lado del poderoso con la excusa de que "si se acusa a los de arriba, el maravilloso orden social puede resentirse" (pp. 231- 232).
En el desarrollo de la historia D'Halmar va trazando el experimento, a la postre no demasiado logrado, que pretende llevar a cabo en su novela: demostrar cómo ese medio negativo y hostil es capaz de corromper un carácter noble y honrado como el de Juana. En las distintas encrucijadas vitales que se le presentan a la muchacha se hace evidente la fuerza determinante de unas circunstancias que anulan su capacidad para elegir libremente. En algunos casos será la dependencia económica, en otros el engaño o el miedo a la justicia, pero siempre la joven se encontrará con un escollo insalvable para seguir el camino recto que le sugieren su educación y sus instintos. La locura será su única rebelión a la postre triunfadora: en su delirio final Juana logra vivir al fin "en un mundo sin preocupaciones, dolores ni recuerdos (...) redimida por algún Dios bondadoso de la cárcel de la razón" (p. 270).
No es Juana Lucero una obra cuyo comentario se preste a muchos matices. Tanto su argumento como sus personajes pecan de un cierto esquematismo, y el conjunto de la obra se halla lastrado por el evidente apriorismo ideológico de su autor. No son de extrañar en este sentido las duras críticas que le dirigió Vicente Urbistondo en uno de los análisis más completos realizados sobre el texto. Considera el crítico chileno que estamos ante una obra "sin armazón, a menos que se considere como tal el mero eslabonamiento de episodios"[11], que evidencia una "escasísima trabazón psicológica y de circunstancias"(p. 39) y que "abunda en resbalones estilísticos" (p. 48). Hace notar asimismo el incumplimiento del código naturalista al no existir en ningún caso determinismo hereditario en la historia de la desdichada costurera, y pone de relieve también la falta de habilidad del autor a la hora de relatar los momentos en que se suceden las visiones de la protagonista. En opinión de Urbistondo, no se tratan claramente estas escenas "como manifestación de un desorden nervioso" (p. 45) del personaje, tal y como mandaría la ortodoxia naturalista. Por el contrario, la indefinición de las voces narrativas en el relato de D'Halmar genera confusión en el lector, que en ocasiones se ve invadido por la ilusión de lo misterioso o lo fantástico.
Si Juana Lucero retrata las duras condiciones de vida en que se desarrolla la existencia de las clases desfavorecidas en el ámbito urbano y el aprovechamiento que de ellas hacen los poderosos para su beneficio o su placer, la obra de Baldomero Lillo nos conduce poco después a un escenario distinto, aunque con intenciones similares.
El joven Baldomero, desde su trabajo como empleado en una pulpería de la ciudad minera de Lota, entra desde muy pronto en contacto directo con la realidad de la clase obrera de Chile. Con el alimento temático que le proporciona su propia experiencia, entremezclado con los ingredientes del naturalismo literario que impregnaba las obras de la época y los principios y la retórica social-anarquistas que empezaban a calar en el país, elabora Lillo buena parte de sus relatos, en especial los incluidos en Sub terra (1904) y los fragmentos de su frustrada novela Páginas del salitre, textos que suponen probablemente el caso más extremo de naturalismo social o comprometido de las letras hispanoamericanas[12].
Todos los aspectos mencionados anteriormente en relación con las duras condiciones laborales del minero, hallan cabida en los cuentos de Sub terra, ambientados en las explotaciones carboníferas: la inhumanidad del trabajo infantil se denuncia en "La compuerta n°12", los abusos de las tiendas de la compañía, llamadas el despacho, son tema central del "El pago" y "El registro", y las escasas medidas de seguridad, que provocan de continuo accidentes fatales, se recogen en "El chiflón del Diablo".
En todos los relatos, prácticamente sin excepción, se hace alusión de una u otra manera a la penuria personal y laboral de los trabajadores, cuya existencia está jalonada por el drama y la muerte, que sin embargo aceptan con una extraña pasividad. Quizás por eso Lillo, frente a la simpatía que D'Halmar mostraba por su personaje, no va a ofrecer nunca en sus páginas una imagen positiva o heroica de esta clase social, a la que achaca su excesivo conformismo y su docilidad ante el patrón. Las excepciones a esta situación las constituyen el viejo minero de "Los inválidos" y, sobre todo, Luis Olave, personaje central de Páginas del salitre y que recuerda muy de cerca al Étienne Lantier de Germinal. A semejanza de su modelo francés, Olave llega a las explotaciones, en este caso salitreras, con el propósito de ayudar a los obreros a salir de "su ignorancia y miseria intelectual" y "despertar (en ellos) ideas de asociación" (p. 415). La interrupción del proyecto narrativo nos impide saber el grado de éxito que este intento podría haber tenido.
En los relatos de Lillo posteriores a Sub terra la descripción de las relaciones patrón-obrero se extiende hacia otros oficios y actividades de la sociedad chilena: un establecimiento comercial ("Tienda y trastienda"), una empresa maderera ("El Angelito") o una embarcación pesquera ("La zambullón"), sirven al autor para poner de manifiesto la "vida oscura de siervo" (p. 397) en que desarrolla su existencia el asalariado. En todos los casos se adivina o se señala una y otra vez el gran culpable de esta situación de explotación y miseria: el poder, que es concebido como algo abstracto e intrínsecamente negativo[13]. Todos los personajes que ostentan algún grado de poder en la obra del chileno, aparecen invariablemente retratados como seres deshumanizados, crueles y diabólicos. Es el caso del mayordomo "autoritario y brutal" (p. 177) de "La caza", del hacendado D. Cosme de "Quilapán", que somete al indígena que da nombre al relato a una brutal tortura por resistirse a cederle sus tierras, o del juez de "La mano pegada", D. Simón Antonio, que ejerce su tiranía despótica contra un anciano vagabundo, D. Paico, que vive de contar a la gente falsas historias sobre su vida. Los ricos y poderosos de la sociedad chilena del momento representan para el autor la más genuina imagen de la barbarie humana, con lo que Lillo parece subvertir las connotaciones tradicionales de la conocida dicotomía sarmientina localizando los términos de la animalización y la violencia en esa clase acomodada y culta que otros autores de la época defendían en sus escritos.
La villanía del poder se manifiesta particularmente en los relatos mineros. Sea el capataz, el ingeniero, o el jefe del despacho, su actitud será invariablemente la de seres violentos, despóticos e inhumanos. Quizás el caso más significativo sea el de Mr. Davis, de "El grisú", representante del capital extranjero que controlaba buena parte de las extracciones carboníferas chilenas, y personaje arquetípico, tópico y sin matices. Es un antecedente plano de otros capataces y patrones brutales y sanguinarios que aparecerán en la literatura hispanoamericana posterior. Mr. Davis aparece caracterizado como un hombre grueso, de "vida refinada y sibarítica" (p.119) -de nuevo la civilización como mera apariencia- y que no duda un instante en expulsar de su casa a una mujer y sus tres hijos porque uno de estos no tuvo la fuerza suficiente para transportarle en una carreta al interior de la mina.
Mr. Davis explota de manera inmisericorde a los obreros y les concede un salario ridículo por un trabajo de alto riesgo. Estos, una vez más, soportan estoicamente las humillaciones debido a un extraño determinismo hereditario: "espíritus envilecidos -dice el narrador- por tantos años de servidumbre" (p. 125). Pero Mr. Davis es tan sólo un eslabón en la cadena del poder. Por debajo de él está el capataz y cada uno de los encargados de controlar las explotaciones, y por encima el capital, local y extranjero, y, como en el caso que denunciaba D'Halmar, un gobierno y unas leyes que lo protegen. En varias ocasiones Lillo apunta también a algo más abstracto, y llega a identificar directamente al poder con el Mal absoluto y a aquellos que lo poseen como seres diabólicos. Si en el caso de los relatos naturalistas tradicionales, factores como el alcohol despertaban a la fiera agazapada que el ser humano llevaba en su interior, en estos cuentos parece ser el poder el que saca a la luz todo lo que de egoísmo, crueldad y bestialidad existe en la condición humana.
De lo dicho hasta ahora se puede comprobar que Lillo maneja con frecuencia en el planteamiento y desarrollo de escenas y personajes temas y tópicos anclados en la filosofía naturalista. El más claro quizás sea ese intento por explicar la mansedumbre del obrero como un producto de la herencia y el medio, tema que Lillo desarrolla de forma teórica en la conferencia titulada El obrero chileno en la Pampasalitrera[14] donde, tras condenar de nuevo duramente la realidad laboral de la clase trabajadora, justifica la tendencia de ésta hacia el alcoholismo por efecto de la presión del entorno. Al modo naturalista, Lillo exime al minero de responsabilidad individual en sus actos y carga directamente contra los empresarios que, a su juicio, en su desmedido afán por conseguir beneficios y en su desprecio por la vida humana, están incluso poniendo en peligro "la conservación de la raza" (p. 408). De esta guisa es el diagnóstico de la situación que realiza Luis Olave al poco de llegar a la explotación salitrera, en cuya formulación se entremezclan conceptos naturalistas con un tono y un lenguaje cercanos al llamado realismo socialista: "el clima opresor, implacable y feroz del desierto", junto a "un trabajo bestial, embrutecedor" y al alcoholismo fomentado por los patronos, "convertía a aquellos cerebros en blanda pasta para la explotación capitalista" (p. 424). En la mencionada conferencia, Lillo ofrece posibles salidas a esta situación, consistentes no sólo en una legislación más justa, sino también en la educación del trabajador: "elevar -dice textualmente- aunque sea una cantidad mínima el nivel de la cultura del pueblo" (p. 409).
Otros personajes, espacios y reflexiones de raigambre naturalista, al margen de los mencionados, aparecen en los cuentos de Lillo. En "Era el sólo" o "Víspera de difuntos", se trata el tema de la explotación a que son sometidos dos jóvenes huérfanos por parte de la persona que los acoge en su casa. En ambos relatos la historia finaliza con la muerte del personaje debido en un caso al suicidio y en otro a los malos tratos recibidos. Como D'Halmar en Juana Lucero, el autor pretende poner de relieve la inexistencia de una legislación que dé protección a los niños huérfanos o abandonados y que regule el trabajo infantil.
En el relato titulado "En el conventillo" el narrador describe el estado de misena, hacinamiento e ignorancia en que viven las clases más desfavorecidas en el espacio urbano, y de nuevo hace hincapié en la negativa carga hereditaria y educacional que esta situación puede suponer para unos jóvenes destinados a repetir el destino de sus padres.
En "El calabozo n°5" el tema se traslada al ámbito carcelario, lugar donde sólo van aquéllos que, según explica de nuevo el narrador, no son humanamente culpables de las faltas que han cometido, puesto que son un mero producto de la sociedad en que han nacido y se han criado. La reflexión última se encamina en este caso hacia el concepto mismo del delito. Si los presos tienen esa justificación mencionada, no ocurre lo mismo, por ejemplo, con el patrón, "que mata lentamente a sus obreros con una ración de hambre en algún trabajo penoso, antihigiénico", ni con los mismos gobiernos, "que lanzan a los pueblos los unos contra los otros" (p. 488). ¿Dónde anida la barbarie?, es por tanto una vez más la pregunta que queda en el aire tras la lectura de este cuento.
El recreo naturalista en la exposición de los instintos desbocados, halla su lugar también en diferentes momentos de la obra de Lillo. Mencionados ya el poder y el alcohol como mecanismos que dejan al descubierto a la bestia humana, en el relato "El pozo" le toca el turno a los deseos sexuales. Dos hombres se pelean por una mujer, y en todo momento el narrador pone de relieve el carácter animal e irracional de los dos machos que se atacan "como fieras en celo que se disputaran la posesión de la hembra" (p. 154).
El feísmo, la delectación casi morbosa en la descripción de personas o escenas desagradables, hace asimismo su aparición en varios relatos del escritor chileno, y no sólo en la escenografía, plagada de espacios y lugares sombríos, sino también en la constante presencia de la muerte en sus variadas formas, para cuya descripción el narrador no ahorra adjetivos, como se advierte en "Los inválidos", "El grisú" o "El pozo", entre otros.
Se puede decir de los relatos de Lillo algo muy similar a lo ya apuntado en el caso de D'Halmar. El interés de ambos autores por dejar claros y sin ambigüedades los extremos de su denuncia, les hizo descuidar en buena medida los aspectos más propiamente artísticos de la creación literaria. Como sucedía en Juana Lucero, también son frecuentes las interpolaciones subjetivas y moralizantes en los cuentos de Lillo, que pretenden dirigir y condicionar la opinión del lector, y tanto los personajes como las historias que aparecen y se desarrollan en los mismos se hallan muy poco matizados y son deudores de su condición de elementos supuestamente probatorios de una tesis previa.
Las obras de Lillo y D'Halmar constituyen, en resumen, un ejemplo más de ese vasto y complejo mosaico que tejió la presencia naturalista en las letras hispanoamericanas. La pretensión genérica de este movimiento de mostrar ante el lector los mecanismos de una sociedad enferma, se traducen en este caso en una acerva denuncia de una realidad socioeconómica concreta con claros ribetes de doctrina política, que representa la muestra de una de las muchas direcciones que tomó el naturalismo en estas tierras.
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Notas
[1] Me refiero sobre todo a los trabajos de Guadalupe García Barragán, El naturalismo literario en México, México, UNAM, 1993; Rita Gnutzmann, La novela naturalista argentina (1880-1900), Amsterdam/Atlanta, Rodopi, 1998; Carlos Javier Morales, Julián Martel y la novela naturalista argentina, Logroño, Universidad de La Rioja, 1997 y Vicente Urbistondo, El naturalismo en la novela chilena, Santiago, Andrés Bello, 1996. De En la sangre de Eugenio Cambaceres hay una edición crítica a cargo de Claude Cymerman (Madrid, Editora Nacional, 1984), y de Sin rumbo, del mismo autor, una que lleva a cabo Rita Gnutzmann (Bilbao, Universidad del País Vasco, 1993) y otra del mencionado Cymerman (Madrid, Cátedra, 1999).
[2] Ver Emilio Zola, El naturalismo, Barcelona, Península, 1972.
[3] Emilia Pardo Bazán, La cuestión palpitante, Barcelona, Anthropos/Universidad de Santiago, 1989, p. 128.
[4] Simon Collier y William F. Sater, en su libro titulado A History of Chile.1808-1994 (Cambridge University Press, 1996), ponen de relieve que entre 1875 y 1907 la población de esta zona creció de 2.000 a 234.000 habitantes.
[5] Jara, René, El revés de la arpillera. Perfil literario de Chile, Madrid, Hiperión, 1988, p.129
[7] Sobre esta obra de Blest Gana y Sub terra de Baldomero Lillo, ver Juan Durán Luzio, "Entre el cielo y el infierno. Dos obras de la narrativa chilena de 1904", Revista Iberoamericana, 168-169 (Julio-Diciembre 1994), pp. 915-924.
[8] Augusto D'Halmar, Juana Lucero, Santiago, Nascimento, 1969. Todas las citas posteriores de esta obra procederán de esta edición.
[9] Edmundo de Goncourt, La ramera Elisa, Madrid, Ágata,1995, p. 61.
[11] Vicente Urbistondo, ob.cit., p. 36. En citas posteriores indicaré tan sólo el número de página.
[12] Me baso para este comentario en el volumen Obras completas de Baldomero Lillo (Santiago, Nascimento, 1968) que, además de los textos mencionados, incluye Sub sole (1907) y otros cuentos dispersos del autor recogidos bajo los epígrafes "Relatos populares" y "Varios". Todas las citas posteriores de la obra de Lillo remitirán a esta edición.
[13] Probablemente sea éste un reflejo del pensamiento anarquista, ampliamente difundido en la época, y de algunos de cuyos teóricos se hace eco Lillo al describir a Olave como lector de "Gorki, Tolstoi, Marx y Kropotkin" (p. 415).
[14] Incluida en la sección "Páginas del salitre" de las Obras completas.
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Dos ejemplos de naturalismo chileno:
Juana Lucero de Augusto d'Halmar y los relatos de Baldomero Lillo
Por Javier Ordiz
Publicado en revista Arrabal N°4, 2002