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Celebración del triunfo de Salvador Allende frente al Edificio de la FECH.
Santiago de Chile, 4 de septiembre de 1970


Versos de amor para Santiago

Por Ariel Dorfman
Publicado en Cuadernos de Marcha, mayo-junio de 1980



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Para Max y Martje, holandeses, que lo
escucharon por primera vez


Serían las tres, tal vez las cuatro de la mañana, y como habíamos decidido por fin descansar nuestras trasnochadas y electorales piernas, qué mejor sitio que la solemne y alta escalinata del Banco de Chile, donde otras parejas e incluso familias completas con bisabuelo y todo estaban ya acampando, dispuestos a gozar de la espléndida vista que desde allá arriba supuestamente se ve, supuestamente y en teoría, como tantas cosas del Chile de entonces, supuestamente, claro está, porque lo que se ve desde allá arriba sólo aparece ante los ojos si somos nosotros mismos dándonos el gran paseo por las calles de Santiago celebrando la victoria que el pueblo acababa de obtener.

Era viernes, cuatro de septiembre de mil novecientos setenta. Ni más ni menos. Recién habíamos aplaudido a nuestro presidente lindo que nos prometió lealtad hasta la muerte desde los balcones de la Federación de Estudiantes en plena Alameda, mientras lo interrumpíamos con la ronquera múltiple y única de compañero, compañero, compañero, entraríamos con Allende a La Moneda, así trataban los pobres de Chile a su elegido.

Cierto, esa euforia no tenía límites, pero los cuerpos sí: resultó imposible crecer más brazos para abarcar simultáneamente a todos los camaradas en forma especial —lástima— a cada una de las fantásticamente primorosas compañeritas, así que nos pusimos a deambular que era un gusto por las vías llamadas públicas.

Yo venía morosamente, despreciativo de las veredas, como si hubiera ganado la maratón, tranquilo el perro, aliviando mi tensión en las caras exultantes que daban la vuelta olímpica conmigo en sentido inverso, las manos submarinas en los bolsillos y el brazo de mi mujercita hermosa remolcado por el arco que hacía el mío. De vez en cuando divisábamos un amigo a media cuadra y obsequiando el aire con alaridos de coyote era la insensata carrera para darnos el abrazo del oso, quebrarle los huesos de felicidad y futuro. Pero fueron disminuyendo estos ejercicios, aunque más no fuera porque comenzaban a escasear los conocidos, y la caminata tomó un ritmo más lento por las calles donde todavía circulaban grupos de festejantes orillando la fatiga.

Unas horas después, subiríamos al barrio alto a tocar bocinas insolentes en las narices mismas de los momios. Respiraríamos ese silencio de duelo en los jardines magníficos, esas residencias soberbias con los ventanales enlutados, aquellas avenidas desiertas, como otro homenaje a los trabajadores. Por último, quizás terminaríamos tomando café y engullendo sandwiches en la casa de Jorge, donde fuimos cayendo uno tras otro, estrujados por el cansancio y atónitos de teorías y pronósticos, muriéndonos más de sueño que de presagios, pero obstinadamente seguros de que no debíamos irnos a dormir antes de que amaneciera. El sol renacería para todos o no renacería para nadie, hasta que entre bostezo y mostaza y bostezo lo hicimos apuntar por el horizonte de su cordillera habitual como otro compañero más de la tribu.

Habría muchas noches como esta, algo más expuestas y turbulentas, por cierto, en que ya no se trataba de conmemorar, absolutamente nada, sino de agarrarse con las uñas de los mismísimos riñones del trapecio en que nos balanceábamos, noches en que había que vigilar, esperar aquella llamada telefónica impostergable (aquella llamada que finalmente llegó), hacer guardia a la vera de los edificios o en las inmediaciones de una fábrica. Vendrían horas nocturnas custodiando sombríos locales partidarios, saliendo a chorrear nuestras verdades delirantes en los cuatro muros inmensos de los suburbios, habría discusiones y documentos e instrucciones hasta que la madrugada nos exigiera piedad. Pero en este momento lo único que sucedía es que nos dábamos vueltas por el centro, como caballos libres en una pradera, curioseando con nuestros hocicos cada pedazo de Santiago, candidatos a ser puro ojo para nunca olvidar. Estas calles nos pertenecían ahora, eran nuestra responsabilidad, y se hacía necesario tomar posesión de inmediato, como el padre que levanta en brazos al recién nacido y le murmura su nombre, aunque éste no pueda vislumbrarle ni la sombra del vocabulario todavía.




Portada del diario El Sur de Concepción (sábado 5 de septiembre)

Hacía cuatrocientos y tantos años —o por lo menos eso aseguraban los viejos de historia— que se había fundado esta ciudad por primera vez, y ahora —o por lo menos esto lo asegurábamos nosotros, los jóvenes de historia— era el momento de fundarla de nuevo.

Así que desembarcamos los nuevos conquistadores, navegamos entre los bloques de concreto del Banco de Londres y de América del Sud, echándole una repasada de campanarios y mástiles locos a las tiendas abarrotadas de cosas bonitas que rara vez teníamos dinero para comprar, y de nuevo un Banco, y ahora vamos bailando esas retinas de pirata frente a las dimensiones del Teatro Municipal y por el Pasaje Matte, y ahora otro Banco más.

Los bancos, esa noche los únicos puntos obligatorios del itinerario fueron los bancos. No podía saber yo que el lunes sobrevendría la corrida bancaria, el intento de fomentar el pánico y arrasar la economía del país aún antes de que asumiéramos el gobierno. Suponía, con mis magros conocimientos en la materia, que algo por el oscuro estilo se estaría tramando. Iban a intentar jodernos, jodernos con todos los medios —¡y no eran pocos!— a su alcance. En ese mismo momento, enjambres de autos último modelo se agolpaban en torno a las mansiones de Providencia o Las Condes. Aquellas luces no se apagarían, igual que las nuestras, hasta que llegara el día. Era como si las dos mitades asimétricas de la ciudad hubieran dejado de dormir por la fluctuación de una noche, aunque los motivos por los que ellos no dormían eran distintos de los nuestros. Seguro que si podían asesinar el sol lo fusilaban ahí mismo sin pestañear, le desaguaban los rayos, le trituraban las falanges, con tal de que nunca amaneciera, que no se acercara en veinticuatro horas aquel momento en que Allende se terciara la bendita banda presidencial.

Pero no era por eso, no era para espiar el movimiento bursátil ni pillar a algún hipotético gerente escabulléndose con los doblones en un maletín negro y torvo, que atravesé por el frente de cada banco, en realidad recorriendo Chile, cada banco con su nombre de provincia, Osorno y la Unión, Valdivia, Banco de Concepción, Llanquihue, como si ahí se encontrara, ahora Talca, Banco de Curicó, encerrado el país que nos habían robado durante siglos. No era por eso que me paseé tan despacito, a la manera de quién patea su humilde piedra, frente a esas gigantescas cajas fuertes de falso estilo dórico, malas imitaciones de París o de Nueva York.

Sospechaba que en los días por venir empezaría la zambullida en la militancia política, y si bien eso me iba a brindar la posibilidad de contribuir de veras a la revolución, no me cabía duda de que ya no dispondría de momentos de suprema irresponsabilidad, momentos como este, colmados de ángeles, dejándose uno deslizar sin amarras en la garganta del pueblo, para defender el derecho a mirar y a gritar como lo hacíamos esta noche, iba a tener que convertirme en músculo dentro de un cuerpo colectivo, siempre listo para actuar, a punto de tensarse, cargar, descargar, funcionar con los otros órganos, producir. Eso venía irremediablemente, hacia allá me conducían estos mismos pasos. Pero permítanme que esta noche goce de la tregua previa a la batalla. Como una balsa a la deriva sin peligro de naufragio y sin roquerío.

Con todo descaro: déjenme que expropie los bancos ahora mismo, con esta santa mirada, déjenme que los fije en la ferocidad tierra de mis ojos, que los traslade en mis versos al país que esperamos construir y dónde ya no seremos peregrinos ni mendigos sobre el camino a la nueva compostela. Ya sé, ya sé que para que se expropien de verdad, mañana tendré que luchar centímetro a centímetro en mi lugar de trabajo, en mi barrio peligroso, en mi callejón absurdo, en mis venas irrespirables, mañana, donde todo es complejo y enrevesado y lleno de matices y trampas y roedores y contraargumentos, pasado mañana, donde las nacionalizaciones progresarán a ritmo de manada de bisontes asmáticos y cojos, la semana que viene, donde no se distinguen los pies del pantano, los pies de las botas, las botas en el pantano el año que viene, donde invertiremos una tonelada de esfuerzos para extraer lágrima de avance, mañana por la mañanita donde los trajes unitarios que nos calzamos ayer aparecen hoy descosidos y sin botones y desgarrándose a pedazos y andando sin cinturones y sin pantalón, en dos, tres años más.

Hoy no. Hoy era mi domingo, el 30 de febrero de un año cualquiera, era el cumpleaños de todo el mundo, el primer y último día de vacaciones, el pago de la bonificación antes de que te contraten, la bola de cristal en que el futuro se leía en las constelaciones de los rostros y los puños y no en la vía láctea nublada de los horóscopos, y para colmo hoy comenzaba ni más ni menos que la segunda independencia nacional, así que O'Higgins y Carrera podían estar más tranquilos que la cresta y reconciliados en su tibia tumba, y si alguien no velaba por esas calles, sujetando el asfalto bajo los deditos de nuestros pies, quién sabe qué podía pasar. Claro que sí, claro que podíamos darnos ese lujo porque en otras terrazas y escondrijos diversos compañeros con la cara grave estarían en ese momento preparándose con algo más de método para consolidar la victoria, podría pasear este pechito porque los partidos se habían concentrado y estaban en alerta, mientras los rumores sobre movimientos militares y conspiraciones montadas en Washington se esparcían por las acequias. Los militantes, benditos y barbudos sean, a su labor. Yo haría la mía: vagar por el centro. ¿O alguien cree que bastaba con haber nacido nosotros de nuevo? ¿Acaso la ciudad no necesitaba también morir esa misma noche y renacer junto a nuestros zapatos? Nuestra fea, sucia, subdesarrollada capital. Nuestro descarriado ombligo perdido en el culo del mundo con los moais por vecinos. Nuestro país a punto de precipitarse al mar, siempre de que antes no se le viniera encima un alud desde las montañas. Nuestra latitud imposible donde el desierto que marchaba desde el norte soñaba con los iceberg desde el sur y entre medio había justo un lugarcito para las uvas de Neruda.

Algún explorador y poeta tenía que registrar, contabilizar, toda aquella geografía. Y no sólo yo. El centro estaba rebosante de cartógrafos con la mirada suave, calma y extravagante, igual que la mía, con ojos saturados y glotones que no podían aquietarse ni por un instante. Como un novio que entra a ver dormir a su futura mujer la noche anterior a la boda, y no le hace el amor, y no la despierta, simplemente la contempla entregada al sueño, hundida en la evidente respiración de su propio cuerpo, y la recorre desde lejos fumando un cigarrillo con anticipación y certeza. Así.




Celebración del triunfo de Salvador Allende
Fotograma tomado del documental "Venceremos" de Pedro Chaskel y Héctor Ríos.

Desde aquí arriba, desde esta escalinata, se abarcaba una paisaje inaudito, atestado de gente que, en su mayoría, quizás nunca había cruzado hasta acá. O que si había venido era para tímidamente golpear una puerta en busca de un documento de Impuestos o Identificaciones. El pueblo no compra en el centro. ¿Quién no ha visto los rodeos de cuadras enteras que hacían los compañeros, las compañeras, para no entrar a su perímetro sagrado? Esa era la gallada, viejas gordas de tanto poroto y lavandería, tomadas de la mano de sus quinientos cabros que correteaban extrañados en este país recién revelado, muchachos y niñas allendistas abrazados hasta el infinito en una trenza danzante y que en unas horas más ojalá estarían descubriéndose unas en brazos de los otros terminando de celebrar la noche como Dios manda, grupos de adolescentes con cornetas y sombreritos de papel, algún obrero textil sentado en una banqueta de la plaza de armas con las manos detrás de la nuca y los pulmones fijos en el cielo tan limpio allá arriba, gente sencilla como la señora aquella que se había puesto a llorar apenas había tenido la confirmación de la victoria, y que todavía seguía sin premura, seis o siete horas más tarde, bienviniendo las cosas a su manera en el asilo de las manos, hasta que su marido, ya viejita, ya viejita, la convenciera de que era hora de que se retiraran, si nada le iba a pasar al compañero presidente. Fecunda noche de amor en que entre todos arábamos el territorio, como trovadores medievales de un ejército de paz que canta a las puertas de la villa, recubriendo con nuestro aroma cada muralla dulce, cada enredadera bárbara cada acto de fertilidad.

Por el Banco de Chile seguían pasando y repasando las mismas personas, como si se hubieran subido a una calesita o a un disco rayado. Parecía como si, a falta de más bancos, nos fuéramos ahora a expropiar los unos a los otros, saludándonos perfectos desconocidos con algo burlón en la voz, de nuevo usted por acá, buenos días, este disco se rayó, con la familiaridad de los vecinos ofreciéndose el trago del estribo y ya nadie sabiendo a ciencia cierta quién debía irse primero. Encima de las escalinatas donde ayer no más había montando quién sabe que ricachón taconeando firme o algún mísero endeudando las piernas en su arrastre, ahora se habían puesto a bailar cueca, y zapateaban, mi alma como si se tratara de un piso de madera. Alguien insinuaba por ahí, súbitamente retornado a las grandes tareas que aguardaban, tocando ominoso su reloj, de que era hora de partir. ¿Partir? ¿Para qué, si ya estábamos en casita? Todos invitados y dueños de casa a la vez. En el antiguo propietario ni pensamos, seguro que hacía las maletas a todo trapo para escapar a Mendoza. Ya habitábamos el Santiago de diez, de veinte años más, y él era una pura reliquia. Ni siquiera momio, puros huesos en una vitrina de museo, dinosaurio en extinción, balbuciendo un idioma intraducible en que no existía la palabra nosotros. Como si una plaga de silencio, invisibilidad y amnesia hubiera caído sobre el sector pudiente de la capital, los momios habían desaparecido.

Y nosotros a cargo del buque. Los mercaderes habían abandonado la flota, y quedábamos los esclavos a bordo para regocijarnos con los tesoros que habían acumulado a nuestras expensas. Cosa no más de desplegar las velas, ponerle pino y los remos que ahora eran nuestros, y rumbo a tierra firme y encantada, niños.

Demasiada suficiencia en mi voz.

¿No nos habremos embriagado esa noche con nuestra propia potencia? ¿No habremos creído que todo sería como este eterno paseo dominical, cuesta abajo para beber el agua en la laguna cercana y la carne asándose al pie de la colina y la amada entre la arboleda? ·Que era imposible que perdiéramos y que, en el fondo, éramos invencibles?

En todo caso, no nos duró mucho la ilusión.

Tres años más tarde, la ciudad total sería nuevamente invadida. Esta vez no se trataba de un viaje de descubrimiento. Venían a exterminar no sólo los cuerpos que habían osado inhalar ese aire que tenía supuestamente propietario perpetuo, sino que las mismas huellas digitales con que habíamos contagiado y dislocado cada ladrillo de Santiago.

Ellos habían estado siguiendo nuestros pasos.

Esa noche misma había principiado la vigilancia. En alguna casa, en algún cuartel, desde algún satélite, en algún escritorio mediocre de una oficina gris, se estaba instalando un sistema de radar que iba a demarcar sobre un mapa nuestra trayectoria, los cariños, los himnos, los discos rayados. Años después, equipo sanitario en mano, sacaron esos pergaminos para rehacer nuestra ruta, con el objeto de que no quedara ni un escaparate con nuestro reflejo alejándose, ni una fragancia de vida nueva en ese país que se normalizaba, ni una ráfaga de fidelidad entre los rosales.

Iban a tener que desmontar cada travesaño, pulirlo meticulosamente por dentro, chuparle hasta la médula, y devolverlo a su sitio original. Habíamos plantado nuestras banderas en los árboles, el aire estaba alterado como si fuéramos un viento que hubiera descendido sobre el polvo y lo hubiera revuelto y finalmente desaparecido dejando la arena de la misma manera, sólo que traspasada de frescura y fuerza, oliendo a sembrador.

De punta a cabo, de norte a sur, de este a oeste, tomábamos posesión de esta tierra de Santiago del Nuevo Extremo en nombre de su majestad el pueblo primero. Regístrese en los pulgares de la gente, en sus intestinos, en los mismísimos sesos. Comuníquese de boca en boca. Los libros de colegio proclamaban que Diego de Almagro la descubrió, que Pedro de Valdivia la fundó, y que numerosos otros próceres la habían construido. Bueno ¿y nosotros? ¿Los que habíamos habitado antes del español en la ribera del Mapocho, los que habían ayudado a levantar cada edificio y luego a demolerlo y luego otro más de acuerdo con modas carraspeadas a miles de kilómetros de distancia y también los monumentos y las llaves y los candados y los mausoleos y las bodegas para el trigo y los rieles para el cobre y los nombres en letras mayúsculas y los telares y el cemento?

Había sido nuestra esta urbe desde siempre, sólo que otros tenían guardado el título de propiedad, otros nos separaron de ella, nos la impusieron como un baldío prohibido y hostil. Era la hora de que otros Pedros y diferentes Diegos pusieran sus sucias, anónimas, transpiradas plantas en las cerraduras que no nos autorizaban a pasar. Acumúlense la ciudad aquí adentro, así mismo, compañeros, recuérdenla siempre como en esta noche, relaten cada sílaba libre por los senderos, explíquenle ahora mismo a los tataranietos, porque mañana habrá que pagar muy caro esta espina dorsal y semejante desenvoltura.

Frente a este mismo Banco de Chile, en cuyos escalones ahora me recostaba, la cabeza en la falda de mi amor como si estuviéramos de picnic a las cinco de la mañana, recorriendo con hambrienta irreverencia las columnatas, las rejas de fierro, la caca de las palomas secándose blanca en lo alto y a lo largo, ahí mismo, aquí mismo, déjenme que les diga que no se llega así como así a fundar una nueva ciudad sobre las ruinas todavía en pie, las sólidas ruinas en pie, de la antigua.

Se estaba haciendo fresco y no pudimos desterrar un escalofrío. Después de todo, aún no finalizaba el invierno. Era hora de irse. Bajó como siempre a esa hora en Santiago una ligera bruma, justo antes del amanecer. La fuimos iluminando, seguíamos percibiendo las cosas como si esa neblina no existiera, dejando por un último instante infinito la ciudad transformada y limpia a nuestros pies, expectante como una cancha de fútbol en que se va a jugar el match decisivo. Puerta a puerta, fábrica por fábrica, fundo tras fundo, labio contra labio, nos disputarían cada semilla y las mismas sombras y hasta las palanganas. Esta navegación de mil carabelas que habían desembarcada desde los pechos chilenos en forma embrujada y salvaje, la tendríamos que repetir dolorosamente, palmo a palmo, cargado de mezquindades y límites y perspectivas torcidas, la tendríamos que fundamentar en la dura ciénaga de la realidad. Ayudaba saber que nuestros estandartes estaban aquí ya, que la ciudad nos esperaría. Me paré ahí, sobre las gradas del Banco de Chile y, abriendo los brazos como si fuera algún profeta, eché una última mirada a este edilicio que tendríamos que heredar. En verdad, no le encontraba nada de hermoso, nada como para felicitarse.

Tomé la mano de mi mujer y la apreté bien fuerte, como si fuera un ancla y yo un volantín. Nosotros éramos los hermosos, carajo. Éramos bellos, olorosos, contradictorios, con el sudor de quién trabaja y piensa y ama y trastabilla y desanda, con los ojos hinchados de sueño, agotados de tantos meses de campaña electoral y tantas esperanzas cariadas durante décadas anteriores, amantes de esta ciudad febril y dolorida que mañana iba a amanecer como una hembra que sabe que va a ser madre. Que lo sabe más adentro de los nueve meses de sus entrañas. Aunque tenga que esperar noventa años, lo sabe. Habitamos ese hueco en el espacio y en el tiempo como si no fuera nunca a repetirse, para que durante un tiempo de catedral la ciudad se alzara con nuestra alegría, para que conociera desde ahora el secreto de quien era quién y quién compartiría el insomnio de los partos futuros.

Porque la ciudad también estaba satisfecha de que por fin hubiéramos llegado. Después de tantos siglos, que al fin y al cabo sus hijos preferidos, sus reales habitantes nativos, hubieran arribado como un cargamento de fruta mágica a sus fronteras.

Volveremos, les dijimos a las piedras, a medida que bajamos esas escalinatas, a medida que nos retirábamos del centro, volveremos. Algún día se reiniciaría este paseo, pero entre tanto nos habremos ganado cada piedra y cada nieto, nos habremos dado algo más que una excursión de feria o una ascensión a fin de semana, algo más que ramalazos de alegría, seremos adultos cuando lleguemos de nuevo, vamos a tener que vivir mucho, madurar hasta machucarnos, crecer hasta ser jóvenes, desenredarnos otro tanto, aprender a odiar sin rencor y con limpieza, revolcarnos en la pureza, antes de que lleguemos a instalar nuestras carpas y nuestra descendencia para siempre al lado de este río, volveríamos.

Los primeros barrenderos ya comenzaban a recoger los restos de la fiesta, cuando pasara alguien por acá mañana o pasado mañana no quedaría ni un despojo huérfano de papel picado que probara la existencia de este paseo, ni un eco de estos versos en el calendario inhumano para dar testimonio de que todo fue más que una cáscara de naranja o un rescoldo ebrio, mañana. ¿Mañana, pasado mañana, en cuatro años más, en diez? ¿Alguna serenidad, algún resplandor, alguna memoria? ¿Quedaría algo? Me sorprendió la violencia de mi propia nostalgia anticipada, la repentina y sucia lluvia triste que me calaba desde e futuro como si los barrenderos estuvieran amontonando mis cenizas y colillas de cigarro a la salida de un bar, esperando ese ruido que conocemos del camión de la basura, esa incineración. Me olió a derrota esa pregunta, me confundió como una cachetada, logré sacudírmela como todo se hacía en aquellos amaneceres, con la sonrisa a flor de labio y la mano en otra mano que alienta contra la resaca y los bronquios a toda bandera y la evidencia indesmentible de que si el sol tenía unos deseos locos de aparecer y la cordillera comenzaba a marchar, ¿quién era yo para contrariarlos?

Y tenía, tuve, sigo pensando que teníamos razón. Qué importaba que el mar hubiera borrado las huellas que nuestros pies habían ido marcando en la playa. La arena sabía que habíamos pisado, lo sabía en su superficie fría y lisa y mojada y lo sabía en el oscuro corazón caliente de su tierra más ahajo. La arena sabía, la ciudad sabía, la misma escoba de mierda de los barrenderos sabía, que cumpliríamos la promesa, aquella promesa milagrosa y susurrada de que íbamos a volver.

 

 

 

 



 

 

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Versos de amor para Santiago
Por Ariel Dorfman
Publicado en Cuadernos de Marcha, mayo-junio de 1980