"Como un grano de trigo en el silencio,
pero ¿a quién pedir piedad por un grano de trigo?"
Pablo Neruda, Residencia en la Tierra.
Ahora estás bajando la escalera. Pronto se escuchará el portón de la embajada que se cierra, tu figura pequeña va a pasar la reja, y luego cruzarás la calle. Es ahí donde se acercan los dos hombres para hablarte. La conversación apenas dura lo que tarde prenderse un cigarrillo en la mano del más bajo. El otro te mira los ojos, que deben estar sorprendidos y distantes. Luego te invitan a subir al auto. Uno de ellos te toma el brazo, pero lo hace con gentileza y discreción. El motor está andando con un lento ronroñido de gato satisfecho, pero no partirán. Ahora se suben, tú y el hombre más bajo con chaqueta a cuadros en la parte de atrás, y adelante el de hombros decisivos, que contrastan con su bigote modesto de profesor primario y labios chupados. No se te podrá observar. Sólo, de repente, tu mano que acepta un cigarrillo y después que vuelve a encopar la fugaz luz del encendedor. Sólo, en una ocasión, la otra mano que se pasea por el respaldo del asiento delantero, el brillo del anillo matrimonial, una ligera duda en los dedos. El hombre sentado adelante, en el asiento al lado del puesto vacío del chofer, es el que más preguntas hará. A él sí se lo puede observar, porque el auto aquél está parqueado de cara a la embajada. Ahora, con la mano izquierda detiene el motor del auto, y se guarda las llaves. Eso significa que no está en sus planes partir inmediatamente. Estará semirrecostado contra la puerta, la pierna alzada, el zapato encima de los cojines, los dedos entrelazados a la altura de la rodilla. De vez en cuando se rasca sin mayor pasión el sector de la piel que queda comprimido debajo del calcetín. No tendrán apuro. Pasarán niños en bicicleta llamándose por los nombres que su papá y su mamá eligieron hace muchos años, atravesará este espacio de estío el cartero trayendo noticias y avisos y tal vez cartas de amores perdidos, madres que aprovechan el frescor matutino para enseñar a sus hijitos a sostenerse en dos patas, a caminar en vez dé hincarse o gatear. Ahora un pájaro se posa en el tibio techo del auto y, sin cantar, se echa a volar enflechecido. Quizás, adentro del vehículo, tú hayas reparado en esa leve presencia y ausencia, como una hoja que cae de un árbol un poco tardíamente, a destiempo, hayas intuido las alas que se desplegaban. Transitará por ahí un viejo matrimonio con un carrito para hacer las compras, y una hora más tarde volverán, atiborrados de mercaderías. Ustedes seguirán ahí. El hombre extrae una libreta del bolsillo de su chaqueta y un lápiz. Te los pasa. Durante una breve ola de tiempo se observa tu mano recibiendo el lápiz, la libreta. Enseguida, como si no estuvieras de ver dad en la parte trasera de ese auto, desaparece esa extensión de tu cuerpo y no se ve nada más. El hombre tira el llavero al aire y lo captura sin problemas. Se sonríe. Te apunta con una llave y te hace lo que debe ser una pregunta. No se puede saber qué has respondido. Ningún transeúnte vacila cuando sus zapatos pasan cerca del auto, nadie mira hacia adentro. Una mendiga husmea por ahí, con su manada de chiquillos descosidos y andrajosos se acercará a solicitar una limosna, y luego se alejará, comprendiendo a medias o sin querer comprender. Ahora se abre la ventanilla y aparece la cabeza morena del hombre más bajo, el que está a tu lado. Ha dormido poco y mal: está ojeroso y sus rasgos algo alicaídos, casi paspados. Pestañea con la luz tan implacable. Luego dirige su mirada hacia la embajada durante un tiempo, revisando las ventanas para ver si hay alguien que esté registrando la escena, alguien que de atrás de cortinas semicerradas tratará de grabarse cada movimiento, cada gesto. Se está así un buen rato, fijo, como si pudiera adivinar lo que sucede más allá de los muros. Extrae un pañuelo y se lo estruja por la frente, se limpia el sudor de la cara. Necesita afeitarse, necesita llegar a su hogar para afeitarse. Quizás toda la noche mientras esperaba ha pensado en un buen baño de inmersión. Los motes de luz bailan frente a sus párpados pesados. La brisa ya está durmiendo lentamente en el calor. Cuando se baja del auto, el sol se le derrama por el cuerpo. Volverá a subirse de inmediato en el asiento delantero. Estirará la mano para que el otro le entregue las llaves. El sonido de la puerta que se abrió y se cerró atrás, que se abrió y cerró adelante, no rompe la quietud. Parece casi un metal dulce, armonioso. Arranca el motor. Pero no te llevarán. El auto acelera frente a la casa, frente a las ventanas encortinadas de la casa, por un eterno instante blanco se te ve la carita, el soplo de los hombros, ese vestido que se te aprieta como una segunda piel de enamorado. Pasas como un interminable relámpago de cuerpo, como un nacimiento que nunca acaba, pasarás sin mirar hacia la casa, pasará tu perfil hundido en el brusco horizonte de la calle que conecta con otras calles. Ahora el auto frena más allá, refugiado en la sombra generosa del árbol que tanto conoces, que has escuchado lamentándose y danzando sus ramas bajo el viento anoche, frena media cuadra más allá. Sólo se puede percibir la parte trasera del auto, y en un hueco que admite el juego de las hojas del árbol con los rayos de este verano demasiado tempranero, algún color borroso que podría ser tu pelo o la nuca que tiembla bajo tu pelo o la testaruda agitación de tu cabeza bajo tu pelo. Si no fuera por el moroso e inconmovible avance
del minutero en tu reloj pulsera, allá donde la lenta sangre de tu brazo se encuentra y fluye con la misteriosa sangre de tu mano, si no fuera por la rotación imperceptible de este planeta, se podría pensar que el tiempo se ha estancado, que el movimiento se ha hecho parálisis, que el silencio es definitivo, y que ahí se quedarán para siempre, tú, ellos, el auto, la calle. No pasará ninguna mendiga, no volverán a salir los viejitos de compras. Los niños deberán guardar las bicicletas por último para entrar a almorzar. Cuando el sol comience de nuevo a invadir el capot del vehículo, cuando el mediodía se haya clausurado y se inaugure la tarde, cuando otra vez más el calor insoportable haga necesario buscar otro lugar para guarecerse de las radiaciones, ni el zumbido de ciertas abejas ni la alegría amarilla de algunas flores podrán impedir que finalmente el motor sea nuevamente accionado, que el auto se vaya apartando de la vereda, y que esta vez no busque detenerse en la sombra o en el sol, que esta vez no haya una última atalaya de tu rostro o tu cuerpo, que esta vez el auto siga, y siga, y siga, hasta perderse a lo lejos por la calle que conecta con otras calles, rumbo al sitio de donde nunca volverás, de donde nunca volviste.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Siempre supe
En "Cría ojos", Siglo XXI, 1979
Ariel Dorfman
Publicado en LA BICICLETA, N°41, diciembre 1983