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Estofado
Ariel Dorfman
Publicado en Revista de la Casa de las Américas, Nº 253, 2008, págs. 43-45
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–Tu marido está vivo.
No me era familiar, esa voz raspante de aquel hombre, para nada familiar, por mucho que buscara algo, cualquier cosa que me permitiera confiar en él, creer lo que ese hombre al otro lado del teléfono decía, que mi marido seguía vivo. Pruebas, yo quería pruebas, quería preguntarle que dónde, cuándo, cómo, amigo, enemigo, cerca, lejos.
En vez de lo cual, en forma muy serena:
–Bendito sea, si es verdad lo que dice.
–Claro que es verdad. Anoche, lo vi anoche mismo. Terminamos juntos en una celda, y me pidió que la llamara, me entregó su nombre.
Pero todavía no me atreví a preguntar lo que de veras iba a tener que preguntarle. Detrás mío, los niños comenzaron a llorar. ¿Por qué justo en ese momento, justo entonces? ¿Me estaban previniendo de que tuviera cuidado? ¿Absorbían algo que se derramaba desde el idioma estrangulado y sin aliento de mi cuerpo al aferrarme así al teléfono, la lenta ladera de mi espalda que a él tanto le gustaba tocar y adelgazar con sus dedos, mi esposo, mi esposo, este cuerpo mío que se pone tan rígido y repentino que llena de miedo a los niños? ¿O era de hambre que lloraban, una cadena de sollozos iniciada por la más pequeña, la que nunca ha visto a su padre, que ni siquiera sabe que algo como un padre pueda existir, con ganas de mamar, hambre de mi leche, ella, mientras yo sofoco mis palabras adentro del receptor, con ganas de los brazos de un padre para consolarla cuando no hay leche, cuando las luces parpadean en la noche y las bombas caen en la casa de en frente y mis pechos se vuelven agrios.
–¿Está bien, me está diciendo que mi marido está bien?
Y la respuesta es la que esperaba yo y la que no esperaba, no podrá ser nunca la que espero, la respuesta desde esa ronquera, esa voz que ha tosido demasiado, tal vez por un exceso de cigarrillos, tal vez por un exceso de gritos arrancados: –Nadie puede decir que está bien ahí, en ese lugar, en ese infierno, en ese hoyo que es tan oscuro que no te puedo decir ni cómo es la cara de tu marido, lo que lleva puesto, no te lo podría describir si me lo pidieras –pero no me lo pidas, no me lo pidas–. Está vivo, eso te tiene que bastar, eso, y no me preguntes, no me pidas nada más.
–Lo único que pido es que vuelva al hogar. –Y agrego, para que ese tipo en el teléfono no se engañe, para distanciar a este hombre y su ronquera, por si acaso, por si esta vez este también tiene un plan, algún otro propósito, me lamento–: Es que lo necesitamos tanto, a mi marido, digo. Desde que lo vinieron a buscar, no tenemos ingresos, ni un centavo, solo un paquete que nos llega cada semana de su vieja madre –y acentúo esa palabra, vieja. Esa palabra, madre. Las pronuncio morosamente, las enfatizo con dilación, a ver si eso lo conmueve, a ese tipo al otro lado de la línea, lo mueve a encontrar un dejo de compasión, que comprenda que somos como huérfanos, que no tenemos nada que ofrecerle, nada que él pueda estrujar de esta familia, sacarme a mí, nada que...
El hombre me interrumpe.
–Estoy apurado –dice, de pronto impaciente, y algo se le enfría súbitamente en la voz. Como si resintiera mi insinuación de que él espera algún tipo de recompensa, como si se diera cuenta de que estoy dudando de sus buenas intenciones.
–No puedo seguir hablando. Me dijeron que si llamaba a alguien, si le contaba a una persona, a una sola persona, lo que me pasó, dónde me tuvieron estos meses, bueno, ellos me iban a venir a buscar otra vez. Te conocemos, sabemos dónde vives, dónde vive tu hermano, tu madre; mi madre también es vieja. Así que te llamo más tarde, cuando pueda. Adiós.
Ahora sí que no pierdo ni un segundo pensando lo que debo responder. Ahora le susurro en forma urgente:
–Espere, espere...
Nada más que eso. Que espere, que espere.
Y él se permite desgajar un par de palabras más, despojándose de ellas como si fueran moscas en su boca, una a una:
–Te voy a llamar cuando pueda –eso es lo que me dice–. Ahí te cuento más.
–¡Espere, espere!
Y entonces el teléfono se muere, se calla, antes de que yo pueda agregar: –Dígame dónde está, cómo salvarlo, por qué se lo llevaron, haré todo lo que pueda, todo lo que me pidan, con tal de que vuelva vivo.
Haré todo lo que pueda, lo que me pidan, con tal de que vuelva vivo.
Lo que le dije al otro, esa otra vez, la última vez, cuando sonó el teléfono hace dos meses y otra voz, sin ronquera, esa voz como de miel avisándome que mi marido estaba vivo, que todavía seguía con vida. Y agregó en esa ocasión, te voy a contar más cuando nos veamos, me pidió dinero, me pidió que se lo trajera a la esquina de aquella calle y también ese estofado que preparas, tu marido dice que preparas un estofado de maravillas, mujer, y cómo lo voy a reconocer, me vas a reconocer, voy a estar fumando y soy un hombre grande, un hombre más bien corpulento, no te va a costar nada reconocerme. Y dos días y diez horas más tarde, lo miré, al hombre aquel, miré cómo contaba los billetes bajo la luz de un farol, mojarse el pulgar cada vez para asegurarse que no faltaba ni un billete y entonces, no es suficiente, dijo, sabía que iba a decir eso, insuficiente, dijo, si voy a arriesgar mi vida para liberar a tu marido, sobornando a los guardias, sabes, voy a necesitar más, mucho más que esto. Y enseguida probó el estofado, ví sus dedos entrar a la olla y aparecer con un pedazo de carne y oh sí, oh sí, esto está bueno, tan bueno como me lo dijeron, pero no es suficiente, es insuficiente. Y él sabía, ese hombre con el inmenso bulto de su lomo, esos huesos delicados suyos sosteniendo el peso descomunal de esos músculos, él lo sabía y lo sabía yo, sabíamos los dos que las cosas no iban a terminar ahí, en esa calle. Le había dicho que haría todo, todo lo que pudiera, para rescatar al padre de mis hijos, que volviera con vida, había cometido yo ese error. Y también supe, más tarde esa noche cuando nos despedimos y juró que me llamaría de nuevo con aquella voz llena de miel, supe yo que nunca más me iba a contactar.
¿Y ahora? ¿Qué hago ahora?
Ahora, dos meses más tarde, espero con el teléfono en la mano y a mis espaldas los niños, los tres bruscamente mudos, y es peor que cuando lloriqueaban, y el zumbido muerto del teléfono muerto es más familiar que esa voz que acaba de decirme adiós, ya estoy echando de menos la carraspera reciente de aquella voz, el relámpago de una promesa en esa garganta que puede que haya gritado demasiadas veces en la oscuridad, te voy a llamar cuando pueda, te voy a llamar de nuevo. ¿Dijo eso? ¿Te voy a llamar de nuevo? ¿Ahí te cuento más?
¿Qué pasa si se encuentra marcando este número ahora mismo y suena ocupado? ¿Si se le olvidó contarme algo? ¿Si está dispuesto a presentarme pruebas de que mi marido sigue con vida? ¿Qué pasa si ese otro, el hombre con esa voz melosa y sus manos tan inmensas bajo la luz débil de esa calle, qué pasa si él está marcando al número ahora mismo?
Pero no suelto el teléfono. Tan pronto como retornó el receptor, lo dejé serpentear como un reptil hasta el sitio donde dormía antes de esta última llamada, sé que apenas lo devuelva a su cuna, ahí sanseacabó, así es, así va a ser, no voy a poder hacer nada con mi cuerpo salvo quedarme acá parada como un poste, y entonces sobrevendrá el amanecer y un nuevo día y enseguida la semana que viene y un mes y otro mes, esperando, esperando, nada más que esperando la próxima llamada, el hombre ronco o el hombre con la voz como miel u otro hombre, otro hombre con la voz que sea que su madre le brindó como una ofrenda la noche sin luna en que él nació, alguien, alguien que traiga noticias, el hombre que sea, la voz que sea, con tal de que le pueda preguntar si mi marido todavía tiene puesta la misma camisa que llevaba cuando vinieron por él, si le destaparon la cabeza pronto, acaso no se dan cuenta de que tiene asma, que no puede respirar bien debajo de ese saco áspero y oscuro con que le cubrieron su cara tan linda, le sepultaron su pelo enrulado y tan lindo, alguien a quien preguntarle quién le cose los botones, si tiene hambre, si tiene ganas de comer la carne que le voy a preparar para cuando vuelva, suculenta y jugosa y levemente dulce, si acaso sabe que el bebé fue mujer, si sabe que tiene una hija, alguien, alguien al que se le pueda preguntar, alguien al que yo le respondería que sí, que sí, sí, sí, haré todo lo que pueda, todo, todo, todo lo que pueda, para que me devuelvan sano y salvo y respirante al único amor de mi vida.
Todo, todo, lo que sea.
El teléfono sigue en mi mano y la niña ha comenzado a llorar.
Cuelgo el receptor, coloco al receptor en el lugar que le corresponde y espero la próxima llamada.