Proyecto Patrimonio - 2021 | index |
Ariel Dorfman | Autores |




 









Problemas para la liberación del lector en América Latina

Por Ariel Dorfman

Publicado en Revista de la Universidad de México, julio de 1979



.. .. .. .. ..

Sin lectores, dicen las buenas lenguas, no hay literatura.

Es cierto. Sin la obstinada lealtad de nuestros lectores, amables, fieles y gentiles según el siglo XIX, cómplices, esquivos y tartamudos según los desea el XX, ninguno de nosotros nos encontraríamos acá hoy.

Pero ¿dónde están aquellos lectores? ¿Qué les pasa a ellos, que no se hacen presentes? ¿Sabemos algo de sus sueños, de sus búsquedas?

De nuestros lectores, la verdad, tenemos poca información.

Basta imaginarse la celebración de un Primer Congreso Internacional de Lectores de Lengua Española para darse cuenta de que, más allá del pronosticable descalabro financiero para sus organizadores, constituiría ya una hazaña prodigiosa concertar algún criterio para escoger entre los heterogéneos candidatos. Habría congresos de lectores para todos los gustos, según cada cual conciba la literatura. Para seleccionar a los que tendrían derecho a traspasar la puerta, alguien podría organizar un quis literario. Otro sugerirá que se ingresa previa exhibición de una foto de una biblioteca con tomos debidamente empastados. Por mi parte, yo elegiría a los asistentes en virtud de sus ojos. La dimensión febril de esos ojos; la firmeza con que las manos hubieran sabido crecer; el hecho evidente de que algunos versos subrepticios que cierta vez devoraron, se les quedaron por allá adentro pegados y emergentes y revoloteando; todo eso sería suficiente para reconocerlos de inmediato, y pasaríamos juntos, escritores y lectores, creadores y recreadores todos, a una sala llena de seres delirantes y apacibles y pensativos. Como si entráramos a un libro, así.

Pero mi tono esperanzado quisiera ocultar una circunstancia que preferiría no admitir; infinitamente más popular, y exitoso, y concurrido, sería un Congreso de No-Lectores, una reunión que convocara, pongamos, a los letrados admiradores del Hombre Biónico.

Porque si en este momento hay muchos que entreabren un libro con pasión en nuestro continente, son muchos más quienes lo cierran con fastidio o con saña, y son más aún los que se desvían lejos de sus páginas como si, para ellos, todas estuvieran en blanco.

Si sabemos poco de nuestros lectores, menos todavía adivinamos de los no-lectores. ¿Dónde están? ¿Porqué no están? ¿Qué les pasa que rara vez vienen? ¿Qué hay de sus sueños, de sus búsquedas?

¿Acaso nos pueden dejar indiferentes las estadísticas sobre analfabetismo, real o disfrazado, en América Latina, el maquillaje de abecedario que sobrellevan tantos lectores potenciales? ¿Podemos asistir al espectáculo de la involución programada que padecen tantos países latinoamericanos hoy, procesos regresivos que transmutan a quienes leen en no-lectores y a los no-lectores en no-personas, gravando a los libros con impuestos absurdos, quemándolos para colmo, empañándose con incisos y otrosíes y picanas para que los pueblos no calienten sus pensamientos y para que las imprentas segreguen fotonovelas o tiras cómicas? ¿Y podemos inquietarnos tanto por los libros y relegar a los seres humanos? Para ir más lejos, podemos nosotros, entregados al oficio oscuro pero sin tinieblas de la comunicación, podemos nosotros olvidar que antes que la censura por decreto, se agita, apenas menos visible, aquella que clausura mentes y bocas y, siempre cercana y final, la sistemática censura de los cuerpos, los cuerpos que contienen los párpados y los dedos y los cerebros y los corazones y los sexos que colaboran en la lectura, que la autorizan y dan autoría?

Pero ¿para qué seguir con más datos y desastres, si casi todos estamos convencidos de que la comunicación misma, y no sólo la que se acomete a duros dientes entre lector y escritor, está amenazada por los mismos males crónicos que afligen al continente entero: hambre, desempleo, falta de infraestructura o interés educacional, gobernantes crueles y necios, y violación, claro que sí, de los derechos de aquellos humanos que se rebelan contra esta situación.

Si hoy en América Latina desaparecen los escritores, yo les pregunto: ¿Qué tipo de exterminación más opaca y voraz están resistiendo los lectores de nuestro continente? Si el secuestro de escritores conocidos y con foto en la contraportada, no alcanza a transformarse en un escándalo, no ocupa más de tres líneas transitorias en los periódicos, ¿cómo estarán siendo borrados de la expresión humana ya no los lectores sino que aquellos otros hermanos, hermanas, que no han aprendido siquiera a leer, que nunca accedieron a la mínima área defensiva de la palabra escrita? ¿Qué estará pasando, insisto, en este mismo momento, con nuestros no-lectores, con lo analfabeto, para quienes, invocando a Vallejo cuarenta años después de la República, escribimos y esperamos? ¿Alguien puede dudar de que nuestro destino, como escritores, como hombres, depende de la evolución de los obstinados y leales lectores, gentiles o cómplices, amables o tartamudos, y que estamos también unidos oblicua y paralelamente a los huidizos y desafiantes y desconfiados no-lectores? ¿Alguien puede dudar de que este camino conjunto no es el de productores y consumidores, que no se trata de que unos compren libros y los otros cobren derechos de autor, que unos inventen y los otros sonsaquen, sino que formamos parte de una sola cadena casi ecológica, porque finalmente y ante todo son ellos quienes labran y respiran estas tierras, y terminan mezclándose como fantasmas o gemelos entre nuestros personajes y nos rondan a modo de mapas a medio explorar y no sabemos leerles los labios? Tanto que invocamos la benevolencia del lector del mañana. ¿No podríamos buscar con más astucia al lector de veras desconocido de hoy, más lejano y huraño que si estuviera exiliado en el siglo XXX?

Yo creo, entonces, en la liberación del lector, en su derecho a la democracia. Derecho a la democracia social y económica; derecho a la democracia interna, literaria.

Aunque democratizar la sociedad significa también, entre otras maravillas, emancipar el proceso de producción y distribución del arte, me parece, como lo sugiere la mejor literatura hispanoamericana de los últimos decenios, que la redención del lector como ente estético depende de la estrategia literaria, de las tácticas de construcción de la obra. Nuestra literatura organiza su asalto persuasivo con el objetivo de formar al receptor a una mayor participación, desgarrándolo para que salga de su pasividad y abulia, invitándolo a recorrer juntos la creación de un continente, de un lenguaje, de una ficción, todavía inacabados. Se urge, en una palabra, y en más de una, a un lector-enclave, a un lector-menguado, monoproductor de emociones dependientes, de ideas foráneas, se lo urge a desarrollarse, a aparecer. La tendencia dominante en nuestro arte contemporáneo ha sido la de exigir el nacimiento incesante del lector; para eso se instiga, se desatasca, se cuestiona y mixtura, ramificando la alta fidelidad de la conciencia; para eso, los fragmentos coloquiales, los trozos de testimonio, la invasión de la historia inmediata e irrenunciable. Me pregunto si tanta ruptura formal, tanta violencia lingüística, tanta necesidad totalizadora, tantos niveles de solicitación, tanta estructura interrogante, no pueden deberse, más allá de otras consideraciones, a que el otro, el lector bloqueado y boqueante, el auténtico y escondido destinatario, se ha hecho apenas presente, presiona los significados desde su lejanía cercana. Me pregunto si la ausencia forzada, aunque no forzosa, de las grandes mayorías que aguardan su turno afuera de las librerías, de las tertulias y de los escritorios, no estará mordiendo las orillas de nuestro texto, conjurando nuestro contexto. ¿Aquellos no-lectores no serán, como sombras que no vemos, nuestros secretos coeditores omitidos? Y el mero peso inmenso de este universo inexpresado, de aquellos millones de gargantas mudas, acaso no significa que la pequeña élite restante que sí logra leer también se siente torcida y relativizada y disminuida en sus posibilidades de real lectura participativa, puesto que al enclaustrarse en una monstruosa aristocracia del espíritu termina sofocada y semi-ciega.

Nuestro arte mismo, entonces, reclama y precisa una verdadera democracia, una democracia que podríamos denominar interpretativa. Esa sociedad, en que los lectores puedan asumir con plenitud las obras, completarlas, multiplicar al escritor en el espejo o la ventana integrada de la comunidad, este diálogo sólo es imaginable si es masivo y plural, si la cualidad se transgrede y arriesga en la cantidad, si la sociedad en que nos alimentamos y leemos es consecuentemente democrática ella misma, lo que incluye por cierto el control y la socialización de la riqueza. A mí me parece más que obvio que si el lector como ser humano es un esclavo, que si como lector es un número en el mercado, entonces, sería minúsculo el margen o el horizonte de su libertad de lectura.

Esa búsqueda y apuro de que exista una forma superior de organización social, aquella democracia interpretativa del lector responsable, no sólo nos concierne en cuanto somos seres humanos a quienes les repugna y altera la explotación y las dictaduras. Ni tampoco nos obliga gremial o profesionalmente por mucho que, como escritores, ambicionamos ver liquidados los canales mercantiles de fabricación y consumo de la cultura. Es algo más profundo: parece haber, así la percibo, una relación directa e íntima entre proceso creativo y liberación social. Podría ser, así lo he presentido una y otra vez, que en el altillo de toda literatura, en el baúl de todo arte, hay una tendencia a suponer implícitamente, a soñar, a anticipar, que aquella sociedad es posible o incluso imprescindible. No es un asunto de contenido o mensaje de la obra. Es algo diferente.

Mi experiencia, que quizás sea la de ustedes, es la siguiente. Cuando el escritor está escribiendo, es decir, cuando está ensayando esa extraordinaria y gozosa libertad de creación que como un acto informal de amor se repite cada vez que algo nuevo comienza a latir, cuando el escritor fusiona lo de adentro y lo de afuera en una unidad instantánea, en el trasfondo de ese momento subyace una intuición básica. Esa intuición, o pulso, o certeza informes, me susurra que el escritor no será enteramente libre sino cuando haya lectores simultáneos y sucesivos, que puedan leer cómo él está creando en ese momento. Por mucho que los públicos inmediatos, que los círculos y circuitos materiales, que las funciones concretas y los interlocutores próximos, sean siempre restringidos y explicitables, a mi juicio esta aspiración inicial a la universalidad, a la comunicación total, alienta en cada creación genuina. En este acto de placer y comunión el escritor funda y revela la necesidad de otro, de otros, de que la sociedad compartida y la vida cotidiana pudieran organizarse de manera que todo el mundo extendiese esa misma facultad comprensiva y generadora. Esto no quiere decir que el escritor no puede ser ultra-derechista y conservador. En ese caso significa, simplemente, que cuando emite sus opiniones, y a veces sus desafortunadas acciones políticas, no aplica la generosidad de su obra o visión a la realidad social circundante, no saca las conclusiones o ámbitos que su propia fertilidad requiere. Son, en efecto, demasiados los escritores y artistas que reducen ese contacto generoso, ese impulso hacia la liberación del lector, lo reducen justamente al territorio más seguro y acotado del arte, entienden que ese contacto no existe ni se cumple sino en su exclusiva salvación estética. Por eso, frecuentemente en su obra misma no faltan los valores reaccionarios, los recados ideológicos mezquinos, las posturas escépticas. No creen que una sociedad pudiera organizarse, pudiera funcionar de la manera en que funcionan ellos con su sensibilidad, que el trabajo de todos los hombres y mujeres pudiera algún día ser libre en el cuerpo social, en forma semejante a como ellos laboran y elaboran su material sonoro y sensual. Pese a ellos mismos, su obra supera el monólogo y el espejismo en que se quisieran encerrar, sus lectores siguen siendo fieles y obstinados.

Muchos otros artistas, por el contrario, estiman que el único modo de convertir esa creatividad en patrimonio de todos los que potencialmente pudieran ejercerla, es el trabajo político mismo, dentro del cual se sirven de su talento para acelerar los cambios sociales.

No veo nada de malo en esto último. Me parece, incluso, excelente. ¿Porqué no emplear todos los instrumentos, contingentes o no, a nuestro alcance?

Pero este no es el único modo de hacer política con la literatura. Que el arte sea arma de propaganda, de lucha, de educación, de denuncia, de sátira, de animación, no rebaja inevitablemente su función artística. Hay que observar, no obstante, que esa utilización suele ser reductora y hasta esquemática; circunscribe el rol del lector en cuanto lo considera tan sólo como un ente político, en cuanto la eficacia de esa literatura debe ser medida por los cambios, verificables socialmente, en la conciencia y el comportamiento del lector. Aunque este tipo de relación estética busca, y a menudo logra, convulsionar al lector, transformándolo en un luchador por la democracia, contra la tiranía, conserva formas de verticalidad, de unilateralidad, en la comunicación misma.

Porque existen otros modos de hacer políticas. Es posible entender que el enemigo ha invadido todo: no sólo el Estado a través de su gobierno, de su sistema judicial, de sus aparatos militares, sino que el estado cotidiano que se reproduce día a día en cada rincón, las costumbres externas y rieles internalizados que mueven las ruedas del sistema. El capitalismo proclama la democracia y luego menoscaba su verdadera aplicación o extensión, hace cada vez más tecnológica o pasajera o vicaria o delegada o consumista la participación.

Llevar a cabo esa democracia, llevarla a cabo hasta los últimas consecuencias, puede ser también una tarea de la literatura. Pero no sólo en el sentido inmediato, y legítimo, de sembrar la urgencia de un mundo democrático y socialista, sino en el sentido más estratégico, último, de confiar en el lector, permitirle que sea él quien vaya decidiendo los vaivenes y orientaciones, las obsesiones y paradojas, que la obra incita. Esto sólo es concebible si se respeta al lector profundamente, si se lo trata como si fuera un ciudadano del futuro. Y esto hay que realizarlo con el comprensible lenguaje de hoy, sabiendo que el lector real está tan limitado como las calles que camina. Desarrollar al lector, participarlo, activar sus cromosomas, es la mejor contribución que un escritor puede hacer a la democratización de la vida cotidiana, de la práctica humana, y el mejor favor que se puede hacer a sí mismo. De esa manera entran las obras en la historia. No sólo como armas y herramientas, para ser expuestas en un museo al lado de los obuses y los martillos, sino en cuanto purificaron el idioma, provocaron al lector como un ser maduro y complejo, lo hicieron dudar y crecer, plantearon contradicciones y no las resolvieron en la obra sino que consintieron que tuviéramos que hacerlo en la vida a través de la acción o la compasión o la furia o lo que fuera, esas obras que recogieron toda la esperanza y toda la ternura pero sin mentir acerca de los abismos y las resquebrajaduras, esas obras van a encontrarse en el museo vivo del lenguaje de todos, en las miradas de los amantes, van a alojarse en la vida diaria y, como ha profetizado Ernesto Cardenal, estarán también en las Constituciones. Creo, además, que seguirán siendo leídas.

Lo que sugiero, entonces, es que estemos a la altura de nuestros lectores, que merezcamos la lealtad de la que tanto he hablado.

No es fácil estar a la altura de los lectores.

Para que me crean, contaré el caso de una mujer a la que torturaban hace unos años en Chile.

En los peores momentos, según me contó, lo que la había salvado, en medio del tormento, fue la interminable repetición de unos versos, de Neruda, tal vez de Machado, ya no se acordaba del autor, unos versos acerca de árboles o agua o fruta o pies, en que ella se había concentrado con una furia mayor que la de sus agresores.

Ella descubrió en esos instantes tremendos e impostergables, que en la última pared de sí misma se encontraba ese poema, que ese poema se confundía con el origen de su identidad y la separaba y hacía distinta y divergente de los hombres enmascarados que la hacían sufrir. Ella descubrió que muy adentro, más allá de las manos y de los artefactos que la trataban como un objeto, más allá de la violación, había una herencia suave dejada por otros labios, que algún poeta muerto le enviaba este escudo, este ángel auxiliador del lenguaje. Mientras ella estuviera murmurándose esas palabras, el mundo no podía ser inagotablemente ese dolor, esta humillación, el mundo prometía otras avenidas, otro tiempo, otro espacio, quizás hasta otro cuerpo.

Esa mujer es como nuestro pueblo entero, nuestros lectores y nuestros no-lectores.

Finalmente, la historia humana se decide, minuto a minuto, en ocasiones como esta, en que alguien prefiere recitar versos antes que confesar o delatar o sucumbir.

Finalmente, la historia humana se decide porque hay pueblos, y hay mujeres, y hay artistas, que saben cantar hasta confundirse con la vida, con el pan, con el agua o el árbol o los pies o simplemente confundirse con el minuto a minuto que desemboca en la fruta que murmura y madura.

Amsterdam. junio. 1979.

 

 

 



 

 

 

Proyecto Patrimonio Año 2021
A Página Principal
| A Archivo Ariel Dorfman | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Problemas para la liberación del lector en América Latina.
Por Ariel Dorfman.
Publicado en Revista de la Universidad de México, julio de 1979