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E.T., El Extraterrestre

Por Ariel Dorfman

Publicado en revista Mensaje, N°316, enero - febrero 1983



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La escena es un gran bosque ennocheciendo y pacífico, al borde de una ciudad.

A lo lejos se divisa una nave espacial fantasmagórica y, entre los árboles, figuras enanas que se mueven con torpeza y lentitud. Vienen de las estreilas para recoger vegetación de la Tierra. De pronto irrumpen hombres en busca de un espécimen extraplanetario. Sólo vemos sus cinturas, sus piernas eficientes, sus luces, un manojo de llaves. La nave parte precipitadamente, dejando atrás, abandonado, a un miembro de la tripulacion.

Ese ser monstruoso, un cruce entre tortuga, insecto y feto, es el inesperado e insolito protagonista del último filme de Steven Spielberg, E.T., El Extraterrestre, que tiene serias posibilidades de convertirse en el mayor éxito de boletería en la historia del cine.

Con tal aspecto físico, y tratándose de un visitante inhumano de otra zona, sería fácil suponer que estaríamos frente a una obra más entre tantas de horror a que nos ha acostumbrado el cine norteamericano en estos tiempos. Lejos de ello. E.T. es un cuento de hadas contemporáneo, un himno al amor entre las generaciones, las especies y las galaxias. Perseguido por sus anónimos cazadores, el diminuto y feo invasor buscará refugio en la casa y, finalmente, en los brazos de un niño norteamericano. Elliot. El jovencito, desamparado él mismo debido a que su padre acaba de abandonar a la familia para irse con otra mujer, al náufrago espacial le hara de padre y madre, ayudándolo a escapar de los adultos y retornar a su propia constelación. En el proceso, ambos, E.T. y Elliot, como lo indican los sonidos que conforman sus respectivos nombres, se irán identificando uno con el otro.

Los críticos de cine han observado que la extraordinaria popularidad de la película se debe a que el director ha construido un universo enteramente reducido a la perspectiva infantil, forzando al espectador a rejuvenecer su mirada y su corazón. Spielberg excluye sistemáticamente a los adultos de ese mundo. La madre es incapaz de entender lo que pasa debajo de sus narices, no sabe lo que está pasando. A los acosadores no les vemos el rostro hasta la segunda mitad de la pelicula, tan lejanos son. Cuando finalmente hacen su aparición, se muestran inútiles y ridículos. Con esto, Spielberg ha transformado a los seres mayores en extranjeros, invasores de espacios íntimos que amenazan mucho más, que son infinitamente más extraños y remotos que un pobre hombrecito del espacio.

Lejos de aterrorizarnos, el extraterrestre suscita nuestra ternura. Carlo Rambaldi, el mismo que construyó el muñeco mecánico para la segunda versión de King-Kong, gastó un millón y medio de dólares para traer a la pantalla a un monstruo verosímil con un rostro expresivo que no sólo hablara y caminara, sino que poseyera, junto a una serie de rasgos repulsivos, exóticos, chocantes, alguna condición visual suficientemente humana como para que el público de todas las edades pudiera tomarle cariño. Rambaldi lo logró, otorgándole a su deforme huésped estelar una cabeza gigante, ojos desproporcionados y una mandíbula mínima. El célebre biólogo Konrad Lorenz explicó, en un libro publicado en 1971, que tales rasgos son tipicamente infantiles, y tienen por objeto provocar la automática adhesión de nuestra raza, el deseo de proteger y acariciar al pequeño. Siguiendo sin duda con toda inconsciencia esta ley de la anatomía, Rambaldi construyó de plástico, circuitos y goma un ser que, pese a su prodigiosa fealdad, nos recordara en el fondo de las neuronas algo juvenil y desamparado.

El secreto del éxito de E.T., entonces, es que al venerable viajero caído de las estrellas se lo trata como a un niño. Lo hacen sus protectores infantiles, lo hacen quienes escribieron el guión, y lo hacen, por último, los espectadores. Se supone que el visitante posee una sabiduría que fluye de sus diez millones de años de edad, pero si es así, tal inteligencia para nada se nota en el filme. Más bien parece un recién nacido al que se le debe enseñar todo. Camina con torpeza, choca con sillas y paredes, debe aprender a hablar y a leer el abecedario, no sabe comer, se lo disfraza como a una muñeca. Algo similar sucede con sus poderes mágicos, la telekinesis y la telepatía. El director ha tenido sumo cuidado de que esa superioridad, el control que ese ser tiene sobre la naturaleza, no lo aleje de nosotros, no interfiera con el proceso de identificación tan esencial al mensaje. E.T. sólo demuestra sus habilidades de vez en cuando, en los momentos que conviene a la estrategia fílmica, es decir, para estimular risa, suspenso y estremecimientos, y no cuando le conviene a él. Hay, por ejemplo, una larga secuencia en que los hombres del FBI tratan de agarrar a E.T. y a los muchachos que huyen con él en bicicleta. Sólo después de una interminable cacería, una vez que el público ya ha recibido su cuota de emociones, sólo entonces, a último momento, cuando todo parece perdido, utiliza el extraterrestre su energia antigravitacional, cumpliendo el sueño de Peter Pan y todo niño: volar. Lo fundamental es que el público nunca se sienta amenazado por esos poderes, que pueda servir de familia a ese organismo intergaláctico.

Porque el filme está predicando la tolerancia hacia los seres ajenos y diferentes, nos está sugiriendo que no hay para qué aniquilar o borrar del mapa a todo ser que es incomprensible a primera vista. Tal mensaje va en contra de toda la paranoia que se ha apoderado de EE.UU. en los últimos años. Y también va en contra de la tendencia de los filmes de violencia o de horror que han alcanzado la cumbre de la popularidad en este tiempo. Ahí, los monstruos son metáforas que representan algo oscuro e inestable que está siempre a punto de atacar. No hay un lugar seguro: ni la playa ni el hogar ni un aparato de televisión ni nuestros pulmones ni la luna ni nada. El enemigo, minúsculo o colosal, nos acecha. Frente a tanto sicópata y tanto engendro, la verdad es que E.T. es un alivio. En momentos en que las naciones y los individuos se miran con creciente celo, en que conflagraciones bélicas absurdas se desparraman por todos los continentes, en que se cazan ballenas y se extinguen especies para hacer raquetas de tenis, resulta refrescante que un filme de alcance masivo anuncie la necesidad de consentir las diferencias y de no reaccionar con la agresión frente a lo que no entendemos.

A riesgo de ser un aguafiestas, sin embargo, es necesario observar que el extraterrestre no es un ser absolutamente raro, no significa para el publico un verdadero desafío ni exige un ajuste a fondo de sus percepciones o costumbres, como un auténtico ser extraplanetario probablemente lo haría. Ante todo, por lo que ya mencionamos: su cautivante puerilidad. Pero hay más. E.T. puede convertir a los espectadores a su evangelio de amor universal, porque previamente el ha sido convertido o asimilado a los presupuestos comunitarios de ese público. Su apariencia física misma ha sido proparada por Sesame Street, por los Muppets, por los monitos. Hay una escena, incluso, en que escapa a la mirada de la madre de los niños simplemente sentándose entre los muñecos de la casa: E.T. es un maniquí más. El público norteamericano puede proteger y cuidar a ese pequeño monstruo porque cabe a la perfección en sus hábitos cotidianos, en su folklore vivo, en su cómoda mirada. Por eso, quizás, el director se preocupó especialmente de rodear al extraterrestre de símbolos de la vida norteamericana, de integrarlo a la normalidad. Los primeros contactos entre Elliot y su extraplanetario se realizan por medio de objetos que son familiares a cualquier niño estadounidense. El muchacho tira una pelota de béisbol a un cobertizo donde se guarece el monstruo; éste se la devuelve, anticipando que la relación entre ellos será siempre juguetona. Después Elliot, como si se tratara de convencer a un animalito salvaje saca de de la ciudad sin ser descubiertol bosque al visitante utilizando un sendero de M and Ms, los chocolatines preferidos de los niños por estos lados. El extraterrestre tendrá incluso la oportunidad de conocer las calles de la ciudad sin ser descubierto, aprovechando la fiesta que acá llaman Hallowe'en. En esa celebración yanqui de Noche de Walpurgis, cuando salen a rondar brujas y los niños se disfrazan de fantasma y de jorobado, un verdadero monstruo puede pasearse a su regalado gusto. En realidad, es una suerte para él que haya naufragado en California. Si no hubiera escogido un hogar acomodado donde los niños disponen de entretenciones de tecnología avanzada (pequeñas computadoras, walkie-talkies, estéreos), jamás hubiera podido armar un aparato para transmitir un llamado de auxilio a las estrellas.

De manera que el público norteamericano ha adoptado a E.T. como se adopta a tantos huérfanos del Tercer Mundo. No hay con él ni con su civilizacion ningún diálogo verdadero, ninguna mutua modificación. Como un indio, un salvaje, una raza dominada, el extraterrestre paga un precio por ser aceptado. Tiene derecho a existir solamente en los marcos de referencia que coloca la cultura que le ha dado acogida. El sufre el destino de tantos otros inmigrantes a este país que ha absorbido tantas olas desde el extranjero: ser derretido en lo homogéneo e igualitario, perder la identidad propia y profunda.

Yo siento, como es natural, alguna desconfianza frente a intentos como este. Celebro el hecho de que la industria cinematográfica de EE.UU. pueda producir un filme popular que establece la exigencia de tolerar a seres que no son idénticos a nosotros, que combate la indiferencia al dolor ajeno. Pero tengo, tenemos, el derecho a preguntar también: ¿Acaso hace falta que venga un viajante de las estrellas para enseñarnos esto? ¿No hay acá, en este planeta misero y múltiple, suficientes seres raros, y diferentes, y además cercanos, para que con ellos practiquemos la tentativa de una mirada fraternal?

No puede ser que todo extranjero tenga que someterse a la infantilización y a la norteamericazión para ser respetado y recibido como un ser digno. No puede ser que la alternativa sea la exterminación.

 



 

 

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