A veces es bueno abandonarse al propio olvido
como si el saber sonreír
fuera más fácil que morder una fruta.
Ir por las calles perfectamente solo,
sin más compañía que nuestra cotidiana tristeza y nuestros pasos,
amando una vez más la sencillez del aire
de la manera como se recuerda la infancia,
o ese otro tiempo pulverizado
cuando se buscaban las primeras estrellas en las charcas.
Es bueno sentarse entre amigos y vasos
a observar como todos abandonan algo suyo
en la música que los impulsa y transforma en seres sin huesos,
mientras la noche trepa por los muros
buscando también dónde esconder su espera,
y después salir hacia el alba
con un poco más para alimentar futuras soledades.
Es bueno comprender que estamos hechos de recuerdos,
un poco de tiempo que crece sin escucharnos
y de muchas cosas que no comprendemos.
A veces es bueno detenerse a contemplar la hoja que cae
cuando la palabra primavera
no es lo que nosotros quisiéramos que sea.
EL HOMBRE COTIDIANO
Hay un gesto cotidiano que nos dice:
hay un modo de estar que nos delata,
y siempre el tiempo que nos recuerda quiénes somos.
Se nace una mañana empapado de alba
después de recorrer la infancia más remota,
después de volver del colegio
comiendo una naranja lentamente,
sin fijarse mucho si estamos sobre un puente,
sin ver apenas cómo alas dibujan el paisaje.
Nos sacamos nuestra máscara de sueño
para penetrar en el día. De pronto recordamos
que hay cosas que decir
sin importancia alguna,
copiar actitudes como ante un espejo
de una manera implacable,
para ser una vez más fantasma entre fantasmas.
Entonces nuestra tristeza nos recuerda
que alguna vez podemos herir el día con el grito,
para arrojar entre ruinas ese lento morir,
más breve aun que la luz en el agua.
Que podemos liberarnos de esas cosas antiguas
que siempre se suceden cansadas como siglos,
y que se puede resucitar la lluvia entre las piedras,
y siempre nuestro olvido,
sin necesidad de esperar las estrellas
para buscar en el diccionario la palabra extraviada.
ELEGIA DEL FUTURO SUICIDA
Yo hablo de la integridad
como si la palabra misma fuera indivisible,
o como si todo alguna vez no retornara a nada.
Pero esto no es así.
Llega un momento en que se acaba el sueño,
La mano ya no quiere aprisionar.
La flor se desploma sobre el musgo.
Los ojos quedan secos.
La caricia no existe.
Ni la palabra amada.
Ni el rumor que se levanta del saucedal frondoso.
Nada importa que el viento golpee en cada puerta.
Ni que la lluvia humedezca nuestro calzado y nuestra alma.
Ni que la abulia sea un buitre que devora a pedazos la esperanza.
Se quiere aprisionar la risa en el puño
como una mariposa,
pero ella se aleja hacia otros privilegios.
No quiere compartir el beso que la boca entrega en la ausencia,
ni el cuerpo que se da en la hora furtiva,
ni la palabra que impulsaría a conquistar el aire.
La soledad alzándose, infatigable planta,
va construyendo un clima de sonrisas enlutadas.
La memoria yace derribada por la astenia
en actitud de delirio.
Ni siquiera es capaz de crear el grito salvaje de la angustia.
La indiferencia penetra por la piel royéndola de a poco.
El asombro por lo que no creímos
se va quedando sólo en pesadumbre
que nos va señalando nuestra propia miseria resignada.
La alegría misma ha quedado derribada en algún rincón de nuestro propio
olvido.
La lengua no blasfema.
Está extática y sola.
A su lado está también la canción trunca
que en un principio pregonaba la fuerza.
El corazón se va quedando solo.
Solo en el día.
Solo en la noche,
como un grito abandonado y yerto.
Ya nada es demasiado indispensable,
sólo el aire.
Lentamente el cansancio va forjando su lágrima.
Todo es latir apresurado hacia el final,
porque en la hora dura no queda nada:
la pureza,
el tiempo del amor iluminado,
el beso antiguo
son casi dolorosa inexistencia.
Pero se llega al día límite
que nos espera como un muro infranqueable
despojado de todo,
que es una manera de mostrar la certeza.
También se puede sonreír al borde de la vida.
(de "Transito breve")
EDELWEISS
Como una sombra de la luz blanca del hielo
creciendo desde el secreto del agua más dormida,
la primavera de la tierra te hace más distante,
tu transparencia azul aleja al mar más obscuro
vigilante del poderoso vuelo de las águilas,
breve estatua impalpable
sacudida por el viento de la cima,
los vientos de la cima de las noches más vertiginosas.
Silenciosa en tu forma,
resplandece en el día
invisible lágrima pura del cristal de la escarcha,
pronta a emprender la huida del preocupado terrestre
donde nadie habite más intacta en tu meridional altura.
en la atmósfera enrarecida de tu centro aparente
lejana al aire cálido que rondan las colinas
flor precisa del invierno del que sabes brotar
extraterrestre hija de un recuerdo blanco,
porque alguna vez
los hombres de los valles de ti tuvieron noticias
y entonces asomaste a la estancia de sus ojos más hondos.
De ninguna raíz,
de ninguna rama te desprendes,
pero de pronto destellas como la emersión de un astro,
de ningún tránsito,
de ninguna orilla del tiempo
sino de la memoria de los que creen en tu espera de las cumbres,
sino de los que te adivinan en el espejo del cielo
de tu casa ignorada que gira con la tierra
y con la boca que quiere empañar con su soplo tu vaso límpido,
con el rostro que busca su imagen en el lugar de tu llamado
al pie del muro hacia altas migraciones
para el hallazgo de la mano trémula que toca un sueño.
(de "Poemas migratorios")