Pero esas hojas se columpian en el viento.
Notas sobre Hojas caídas de otoño (2007) de Patricio Morales Lizana
Por Arnaldo Enrique Donoso
I
Presentar la escritura como dinámica natural, como un brote, como deshojamiento, no es sino metaforizar. El Barthes de Crítica y verdad (1966) bosqueja al lenguaje de la crítica como “metáforas sin fondo”, pues “el crítico sólo puede continuar las metáforas de la obra, no reducirlas”. Es así como entramos al círculo vicioso de la reseña de libros.
Cuando Patricio Morales publica sus Hojas caídas de otoño piensa en la humanidad como la hojarasca caída de un árbol enorme.
Morales hace conexiones con todo lo que el otoño lega. Ese otoño es el recogimiento que lo hace “temblar frente a sí mismo” (Morales 2007: 11). La idea de enfrentarse a sí mismo le permite reconocer un rostro poco explorado, el rostro del ahora que no es, cuando el sujeto “se sabe polvo”, orientación cuya instancia última es intensificar lo que Neruda llamó residencia y que Morales resuelve, humilde y bellamente “sobre la tierra y de rodillas” en un verso: “la soledad muerde trenes”.
Lo fundamental en el poemario de Patricio Morales es la atracción magnética de la tierra, el humus, las napas subterráneas y los vientos que corren:
[…] porque somos barro que se desmorona,
porque somos hojas que se secan y se pudren,
porque
(a pesar de todo)
tan sólo somos simios tristes
que bailan sobre sus dioses
en el morado fuego del obituario (12).
Se deriva, desde esa incubación del desamparo y en una delicada contraseña cristiano-humanística, que remite al primer libro de Morales (Desamparo, 2006), que los “nuevos vientos lo engullen todo”: la crítica a la historia, a la invariancia en la que se sume la humanidad gracias a “los mismos de siempre” que firman papeles día tras día con el mismo lápiz (14), designa las verdaderas coordenadas donde se localiza la humanidad y donde ésta ha llevado a las demás formas de vida, a nuestros vecinos:
Desde hace tiempo somos
un pájaro sin rama ni cobijo
en cuyos ojos todas las Hecatombes estampan sus letras.
Es claro que Morales no cree en las escrituras de la historia. Leemos en “Algo acerca del tiempo”: “Bestia polvo / Bestia agua / Bestia carne”, atendiendo al sentido de la creación bíblica, mientras que en una segunda sección: “Bestia Imperio / Bestia Bush / Bestia eterna / Bestia Bestia”, atendiendo a la brutalidad de una raza que camina dando fuego a lo más desvalidos y que sólo cosecha “el viento de la soledad” (18-19). El poema es una claraboya a través de la cual de observa el antropocentrismo y al choque civilizacional devenido del exquisito y cruel espíritu de nuestra época.
En sendos segmentos Patricio Morales también intuye en la escalada terrorista del estado del norte una veta de extremismo cristiano y hace suyo el verso de Huidobro: “Hablo porque soy protesta insulto y mueca de dolor”. No sé si Patricio ha leído al brasileño Leonardo Boff y su interpretación de las acciones efectuadas por EE.UU. en Medio Oriente después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Boff refiere cómo George W. Bush al postular su candidatura reunió a varios pastores evangélicos para anunciarles que había “escuchado la llamada [de Dios]”.
II
El viaje inmóvil del poeta, verdeando y marchitándose en la intensidad de las palabras, tiene su pliegue en la dedicatoria a Stella Díaz Varín en “Sobre tierra y espinas” (15). Aquí, el fuego no existe sino como purificación, como visión pirómana del pasado hecho de las brazas del árbol que ha cobijado a la humanidad: su oikos.
Entendiendo que están cristalizados estos instantes de abandono en fotografías, cuadros, televisores, pantallas y ventanas, pixelados según una “misma redundancia de imágenes” (Guattari), el poeta se autoexilia de la humanidad. Aprende a hablar “el lenguaje del agua” (26), puro flujo liviano, derrame y cauce. Percibe y comprende, asimismo, las “verdes voces que cantan desde los árboles” (34).
Parece un punto duro esta transformación, pero en realidad es una liberación de energía. Se despliega un decir que ejecuta alianzas con el afuera: se deviene hombre-agua u hombre-árbol, se abandonan las lentas, densas y pesadas anticulturas incendiarias que insisten sin creatividad en denunciar el subdesarrollo y que no dejan hacer, obviamente porque se quedarían sin su materia prima discursiva.
Con todo, resulta inútil pensar que se escribe para decir lo que no se puede comunicar de otra manera.
La empañada imagen de un adelantado español del siglo XVI que cruza los Andes con los dedos congelados hacia la aventura del falso descubrimiento se desarrolla como línea amorosa en los textos “Rostro caído” y “Nuestros dedos”. El extranjero llega a la mejilla de la amada, “la ciudad anegada” por la lluvia, sin saber que para fundar las ciudades deberá rellenar pantanos y humedales, vencer inviernos crueles, aprender algo de una lengua adversa, mientras la lengua extranjera hecha de palabras negras e infames se intenta imponer en esa ciudad metafórica sin éxito. Se verifica, mediante la empresa fallida que “el poeta representa la antítesis del hombre exitista” (Juan Luis Martínez), puesto que siempre se está en medio de ser, en medio de estar, en medio de crear, en medio de escribir: entremedio, como gusta traducir la profesora Carla Cordua.
En suma, tras la lectura de Hoja caídas de otoño se siente que hay una vitalidad rica en conexiones, un brote inesperado que prospera ininterrumpidamente, a pesar de los “trenes interminables” (referencia obvia a la “espuma” de Vallejo, o a ese “algo denso” de Neruda) que controlan el flujo y la expansión. Esta alusión ferroviaria no es gratuita, pues revela sin duda la disposición longitudinal de un país al que quieren tachar el nombre con la ficción tóxica del control.
Morales, Patricio. 2007. Hojas caídas de otoño. Buenos Aires: Ed. Patagonia. 60 pp.