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Poco me importa
Andrés Florit Cento, Autoedición, 2009, 39 pp.
Por Felipe Poblete
La herencia obligatoria que nos dejó La Nueva Novela fue la de, verdaderamente, leer al libro también desde su materialidad plástica, con el tacto y con el ojo estético. El libro que presenta Andrés Florit, en rima quizá involuntaria, es también una obra autoeditada. Por es(t)o antes de aproximarnos al contenido verbal del libro: el libro, en sentido estricto. Éste ostenta en su tapa un desarticulado retrato del autor: la reproducción de un collage, en escala de grises, obra de Guillermo Carrasco. El papel que da realidad a las tapas es sólo un poco más gruesa que el clásico Hilado Nº9. Dado esto es que resulta curiosísimo que, dentro, prosiga una muestra de papel couché (de algo más de 300 gr.). Luego, para las hojas que componen el poemario el clásico papel antes nombrado. Lamentablemente, el título del libro encuentra su plenitud en la presentación libro en tanto libro (objeto).
No obstante, la materialidad es sólo una cara del “libro”. ¿Qué nos ofrece su interior? ¿El contenido será, también, fiel al título? Comenzando —quizá de mala manera— desde el índice, vemos que algunos títulos reman en la corriente inversa de la despreocupación que asegura el título: poemas como «Ya no quiero ser futbolista», «Epílogo para “Un cuento californiano” de Mark Twain», «La ortografía de los muros es pecado corregirla», son ejemplo de ello, con su extensión larga (en comparación con los otros poemas del libro). Esto no quiere decir que la extensión de un poema defina su calidad, su densidad: algunos poemas breves, «Si tan solo» y «Globo», son una muestra de un alto calibre en la palabra, ambos con cierto parentesco a Roberto Juarroz, en especial el primero del par. También al final de «Litio» la presencia de aquel poeta, y la del alemán Paul Celan, son claras: Tartamudear es un comienzo.
Alguna vez fue dicho que en cualquier poema, o en un número cualquiera de ellos, la poética del autor, irremediablemente, sería ofrecida al lector, aunque ninguno de esos poemas sea propiamente un manifiesto estético o un arte poética. En la extensión del poemario late un interés por el nombre, el nombrar, el bautizar incluso. Acción que toma su posición —muchas veces— al borde de la vereda, la berma, el partido. ¿Cuál es éste borde? ¿Límite entre qué? ¿Cerezos y quiltros; ciudad y campo? ¿Tal vez entre dar y no dar importancia? A mi parecer, el eje meridiano de esta suma poética está en el nombrar las cosas, como ya decía, con más o menos interés, entre tanto van reiterándose algunos motivos —recién nombrados— los quiltros, los cerezos, el tránsito urbano. En éste punto, el poema «En la plaza» es paradigmático.
Surgen, afloran, entre los poemas, las referencias a poetas nacionales, como Nicanor Parra y Jorge Teillier: el primero de manera explícita (en «Así comenzaba cierto poema», el poema referido está en “poemas y antipoemas”, si no recuerdo mal), y el segundo en «A las 3 de la tarde» ¡imposible no recordar Señales de vida! En éste poema, el nombrar al horario tiene una voluntad que denota cierta incertidumbre, muy sana por cierto: “3” y “tres”: búsquedas para (in)tentar un nombre, “pero las palabras son jaulas / que siempre quedan mal cerradas”
También las exploraciones pueden llevarnos a sumergirnos en terreno más profundo: una identidad psicológica, anímica, vital. «Litio», «Circo», «A veces voy por la calle...», «Desequilibrio» dicen aquello que pretendo dilucidar. No es necesario haber sido depresivo para comprender en qué consiste la tarea del litio, bastaba con escuchar la canción que me gusta: lithium, de Nirvana, me atrevo a adivinar. «Circo» da cuenta de una condición, de una experiencia extrema, una bipolaridad: Porque no soporto estar solo / y lo necesito. Allí el corte de verso es preciso, el encabalgamiento arma un tejido psicológico innegable: una tensión fuertísima: con la banalidad, el espectáculo del circo y la intimidad más secreta. El texto que finaliza el poemario —«A veces voy por la calle...»— va reescribiendo algunos puntos tejidos antes: la vitrina y sus reflejos («Heidegger en la vitrina»), el recorrido que ejerce el paseante de este último poema pareciera estar bajo la lluvia, en línea con los versos finales de «Directamente sentencio» y, por supuesto, con el poema que abre el libro, dado que es imposible huir, de la ciudad. ¿Cuál camino, qué oficio? El poeta responde a su obra que ni estas palabras una canción, pero el poema siempre canta, y es canción, aunque cante a la imposibilidad de su propio canto —Celan—. El oficio al que estamos condenados, al escribir, no perdona, al igual que la imaginación.
“Poco me importa”, decía Alberto Caeiro ¿Pero que hubiera sentido el propio Pessoa, o Ricardo Reis, o Álvaro de Campos? Caeiro también nos enseñaba que “Todas las opiniones que hay sobre la / naturaleza / nunca hicieron crecer una hierba o nacer una flor”. Pues también quiero recordar que ninguna lectura puede concluir ni cerrar a un libro. Por allí el (libro del) desasosiego va ensuciando las zonas de lectura —como a la cama blanca el sol— dando fluidez, estridencia en algunos casos, al paso de texto en texto; al paso del texto hacia sí mismo. Cosa que se viene a ser facilitada por el verso libre, por la independencia con la métrica, por la utilización de agudas a(l) fin(al) de verso, en varios casos... son éstas características que contribuyen a esa fluidez, que no deja de ser parsimo-niosa. Empero, aquellas características las dejo al examen de quien se sumerja en el tejido del libro.
«Tendido sobre la hierba», por supuesto, sería la condición idónea para leer ésta sincera colección de poemas.