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Los grandes éxitos de un usurpador de cuerpos
Sobre Miss Poesías de Mario Verdugo (Alquimia, 2014)

Por Andrés Florit
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En la entrevista que le hace Jonathan Cott para la Rolling Stone, Susan Sontag define el trabajo literario moderno como “el intento de encontrar formas nuevas”. Cito esto porque define el asunto en pocas palabras y porque la sección inicial de Miss Poesías –citando a su vez a Rimbaud– se titula “Absolutamente moderno”. Lo primero que llama la atención en la obra de Mario Verdugo es su trabajo con la forma. Desde La novela terrígena (2011), pasando por Apología de la droga (2012), Canciones gringas (2013) hasta este libro más reciente, hay un sostenido y a mi parecer logrado intento de encontrar esas “formas nuevas”.

Si digo “formas nuevas” estoy hablando de una manera personal de estar en el lenguaje. Hay trabajos que son más particulares que otros, por la eficacia de ciertas mezclas, dependientes de las circunstancias que afronta cada persona en su vida, y el modo que tiene de relacionarse con la tradición. ¿Cuál es entonces la particularidad de la obra de Verdugo, su modernidad, por así decir?

Las estructuras de sus textos son medidas, pero no responden a una métrica tradicional; antes que sonetos o décimas, el autor se ciñe a arreglos que están más influenciados por las repeticiones que hay en letras de canciones de grupos como Velvet Underground, por ejemplo. Son estructuras propias, aunque dentro de ellas haya rimas, octosílabos o endecasílabos. En palabras de Andrés Claro, Mario Verdugo “a un tiempo afirma y destruye las expectativas de la métrica rimada tradicional”, lo que genera un ritmo particular que varía de sección en sección en este libro.

Así, si en “Absolutamente moderno” son poemas de entre siete y doce versos que terminan con una escala de tres o cuatro que tienen casi siempre la misma cantidad de sílabas, en que enumera una experiencia de transfiguración empática luego de haber visto una película (como La invasión de los usurpadores de cuerpos, donde luego de verla le da por usurpar los cuerpos de sus coterráneos y comprende a cabalidad lo que significa “mirar la playa desde arriba, / mirar los barcos desde muy arriba, /mirar desde un arriba superior a todo”), en “Aníbal Jara, el hombre más moderado del mundo” son pequeños textos en prosa –que recuerdan los que conforman La novela terrígena–, de tres o cuatro líneas, donde se contrastan situaciones cotidianas: “Mientras Mateo y Marcial definían cómo aforrarle, ojalá frente a las puertas del Nuevo Centro de Humanismo, Aníbal miraba a sus pollos picoteando el asfalto”.

La sección que da título al libro es la cuarta y se recorta un largo discurso en prosa, en pequeños fragmentos regulares entrecomillados; es la sección más metaliteraria de todas y aunque el tono es paródico, se cuelan reflexiones atendibles sobre el oficio: “Yo no puedo entender que un poeta compare, / sólo por cuestiones de ideología o métrica, / las caderas de su novia con una artesa”; en la segunda parte, titulada “Oh”, cada texto está compuesto de pocos versos largos, que ralentizan la marcha y revelan un desarreglo sinestésico de los sentidos del sujeto que está sentado en la plaza mirando: “El fósforo cae de mi mano y entonces el sol me grita”, “Se oscurece más fuerte en las partes donde hay más pasto”, “El barro se detiene como un pájaro incómodo”. La sección final, “Los regalos”, está hecha de fragmentos de entre tres y cinco versos, donde un sujeto bien recibe todo lo que le traen sus familiares para asegurarle un buen pasar, incluso en la literatura: “Te traemos un costal de epígrafes /para que arracimes tu estilo desde ya”.

Lo que estas secciones tienen en común es, como dijo Lihn de algunos de sus textos de los ochenta, un “tipo de hablante o sujeto del texto indeterminado” que “produce un texto enloquecido que correspondería, creo yo, a la situación enloquecedora que ha vivido Chile durante todo este tiempo. Quiere decir que hay una intención de respuesta al medio y, ciertamente, está llena de localismos, de cosas que han ocurrido acá”. Haciendo las adecuaciones epocales del caso,  creo que esta obra está así de situada en nuestro contexto postdictatorial, en que se ha consolidado un centralismo neoliberal y exitista contra el que esta escritura es una respuesta. Otro elemento en común es la forma que tiene el autor de ceñirse a la estructura de cada sección, de cada región autónoma que hay en este libro, mediante repeticiones y variaciones en las que va ampliando su objeto, acechándolo desde flancos inesperados y a veces rescatando con propiedad palabras muy poco usuales del diccionario, como “calambur”, “pimpante” o “pulquérrima”.

El lenguaje mismo es una de las preocupaciones centrales, si no la más importante, de sus libros. Pero ¿por qué sus libros, si estoy hablando de uno solo, el más reciente? Las cinco partes que componen Miss Poesías me recuerdan lo que decía un conocido cantante sobre uno de los discos de su grupo: para él era una especie de “grandes éxitos”, pese a que contenía sólo canciones nuevas, porque varias recordaban distintos discos anteriores. Este libro es para mí como un “grandes éxitos” de Verdugo: hay en él ecos originales de sus otros libros y también “formas nuevas” de ser más consciente del lenguaje que uno habita, de las múltiples formas en que ese lenguaje compartido puede dejar hablar de manera inconfundible a un otro. Hallo que tiene una maestría para recrear originalmente cosas ya oídas; ciertos giros lingüísticos pasan de ser lugares comunes a ser lugares extraños. La misma palabra que ocupé al principio, cuando digo que lo suyo es un “logrado” intento, podría aparecer en un texto de Verdugo con un énfasis esclarecedor de la estupidez de seguir repitiendo términos que terminan por decir nada.

Hay, entonces, una manera de operar con el lenguaje; no una voz, porque en eso se le puede encontrar la razón al prologuista Bruno Montané, cuando dice que “este es un libro que desde el primer verso resulta raramente polifónico”. Y esta polifonía es más sátira que heteronimia, proviene más de la imaginación que de la invención: muestra mundos reconocibles a partir de la memoria y de la experiencia. No habla en primera persona, como la abrumadora mayoría de la poesía chilena, en la que para bien o para mal se confunde la personalidad del poeta con la del que habla en el poema; sino que recurre a distintos encubrimientos y máscaras. Pero, como decía Oscar Wilde de Thomas Wainewright, estos disfraces “intensifican su personalidad”, pues “una máscara nos dice más que un rostro”.

El “yo es otro” rimbaudiano es en Mario Verdugo menos una poética que una forma de escabullirse, de salirse de foco, de relacionarse con la tradición, que no se toma con gravedad, sino que con humor. El título de este libro, por ejemplo, recuerda anticuadas maneras literarias que cobran nueva vida al ser tratadas desde un punto de vista contemporáneo. No hay un protagonista en su obra, ni un sujeto central, sino que varios, que toman la palabra sin monopolizarla. Pero estos sujetos no están escindidos de una mirada que los acerca, no son un ejercicio de despersonalización robótico o frío, sino que revelan una forma de ver el mundo, que es justamente lateral, que no quiere llamar la atención sobre sí misma, que está en permanente construcción y en contra, por tanto, del fascismo de pensar que hay una esencia inmodificable en cada sujeto.

Este descentramiento que trabaja Verdugo en su poesía también es parte de su vida “civil”: no está de más recordar que es miembro del colectivo “Pueblos abandonados”, que ha escrito por años una columna que se titula Biblioteca Regional y que hizo una tesis doctoral sobre estos temas. He sido testigo de sus reacciones airadas cuando alguien hace una broma estúpida sobre su Talca natal y de sus lúcidas observaciones en torno a la naturalización de “provinciano” como insulto, aun en círculos intelectuales que se precian de progresistas o defensores de la diversidad.

De esta manera, si bien Mario Verdugo podría suscribir perfectamente lo que dice Susan Sontag, a quien vuelvo a citar: “La razón de ser de una obra no es expresarme. Puedo prestarme a una obra (…) Me usaré a mí misma como material, entre muchas otras cosas”, también es cierto que su cazurrería paródica es “personal e intransferible”; por eso emociona, porque es parte de una manera de ser y estar, en la literatura y en la vida, que me recuerda en algo la del protagonista de Auto de fe, Peter Kien, en el sentido de que era incapaz de hablar de sí mismo si no era a partir de los libros que había leído. Cuando su hermano lo visita, tiene que descifrar entre líneas, a partir de las historias antiguas que Peter le cuenta, lo que le ha pasado a él recientemente. Pero Kien es un erudito que se jacta de serlo. En la obra de Verdugo, la erudición está dislocada y al servicio del trabajo poético.



 



 

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