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LEER

Alberto Fuguet
Publicado en Revista Capital, 1997


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De entre todas las artes, creo que la literatura es la más rentable. Leer se ha vuelto una inversión, un método. Leer ficción, digo, porque la verdad es que no se lee tan poco como se cree. Los ejecutivos y empresarios leen altas cuotas de no ficción, demasiados ensayos, imparables manuales de autoayuda, biografías, best-sellers de aeropuerto y ese engendro aspiracional llamado novela histórica. Estupendo, me parece. Pero no basta porque ese tipo de libros son, por así decirlo, pasivos. O, los menos, informativos. Entretienen, aportan algo, matan las horas de vuelo en business class, pero no aportan al crecimiento, no aguzan los sentidos a la hora de tomar decisiones.

La tesis de esta columna es que existen ventajas comparativas de leer dentro de un orden estrictamente práctico. Mercantil, incluso. En una línea: para un ejecutivo, las novelas pueden ser su mejor aliado. No porque lo haga más culto, refinado. Ni siquiera porque lo ayude a ampliar su vocabulario. Leer simplemente lo hace más eficaz. Amplía sus horizontes. Lo libera y lo suelta. Le abre el olfato, el apetito y la mirada. Su competitividad crece y su capacidad para resolver problemas mejora.

Cuando uno lee una obra de ficción, termina embarcándose en un viaje emocional hacia otros mundos y, sobre todo, a los mundos interiores de los personajes. Es sabido que uno lee para vivir otras vidas, vidas que jamás podría —o se atrevería— a vivir en la realidad. Esta capacidad de sumergirse en otros mundos (entrar a una realidad virtual) es mil veces más potente que organizar focus groups o encuestas. La mejor manera de conocer un pueblo, un segmento o una cultura es entrar a través de su arte. Los grandes cuentos y novelas siempre retratan a la sociedad que dio origen a ese autor. Los clásicos siempre nos dicen algo nuevo y las novelas contemporáneas son el mejor radar de nuestro tiempo.

Un buen ejemplo de esto es la novela Los restos del día, de Kazuo Ishiguro. El libro se llevó al cine con Anthony Hopkins como el imperturbable y reprimido mayordomo Stevens. Aquellos que lean la novela en forma superficial o, mejor dicho, literal, encontrarán que, entre otras cosas, Ishiguro retrata con precisión un orden social inglés que de alguna manera se está perdiendo. Pero la novela es más que eso. Todo gran libro es la punta del iceberg de un mundo más complejo y vasto. El arte no es más que el lento cultivo y maduración de la vida interior, lo que lo transforma —sin querer— en un gran trabajo de investigación. El ensayista angloasiático Pico Iyer va más allá de la primera lectura y dice que Ishiguro (que nació en Japón pero se crió en Londres) escribió una metáfora acerca de la compleja y servil relación de los empleados de las grandes corporaciones japonesas como Sony o Toshiba con sus empleados. Con ese mirada, Los restos del día pasa a ser una acida radiografía del sistema laboral japonés. Aquel empresario que desea entender mejor a Japón deberá leer esta novela. El perfeccionismo de Stevens, su sentido del rango, su obsesión con los detalles, su entusiasmo por servir, son rasgos esencialmente japoneses. Stevens no tiene vida ni existencia fuera de su trabajo. Lo único que da status y sentido a su vida es pertenecer a la empresa (es decir, la mansión del lord).

En Estados Unidos las llamadas «artes liberales» son tan apreciadas que muchas empresas prefieren contar con gerentes expertos en filosofía y arte. El management, dicen, se aprende en el camino. En Europa no es raro encontrar a artistas (incluso escritores) formando parte de un directorio. Harvard, Oxford o Yale son prestigiosas justamente porque entregan una formación integral. Muchas escuelas de negocios están impartiendo cursos de literatura y poesía. Un reciente estudio demostró que la mejor manera de combatir la pobreza es enseñar arte y filosofía a los que tienen menos, en vez de tratar de abastecerlos con un oficio secundario. Es decir, más academias de humanidades, menos liceos técnico-comerciales. Incluso en política, parece que los humanistas son mejores como estrategas que (sin herir a nadie) un predecible ingeniero civil como el que tenemos ahora.

Leer permite ponerse en lugar del otro. Es cambiar la perspectiva, ver las cosas de otro ángulo, hilar fino. Pero la verdadera arma de la literatura es la posibilidad de emocionar y producir epifanías. Cuando uno se emociona, baja las defensas, extravía la brújula, pierde el equilibrio y ve las cosas de otro modo. Se pasa a otro estado. Uno se ilumina, se llena de claridad. Parte de nuevo, rehecho, aunque sea por un instante.


 

 

 

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