Es sábado al mediodía y hace un calor que empapa. El hipermercado Jumbo está repleto, no hay dónde estacionar, los pasillos están atochados de carros llenos de mercadería y la cola en la sección carne es de nunca acabar. Como está de aniversario, hay una plaga de promotoras y la gente se amontona alrededor de ellas tratando de conseguir un aperitivo gratis.
Caminando lentamente entre las conservas y los aceites está ella. Ya ha tomado un martini, un whisky, un jerez y un vaso de vino blanco. Está sola y sin carro. Dobla a la derecha por los lácteos y se alisa su elegante camisero de lanilla verde oliva. Es rellenita y tiene un peinado fresco de peluquería. Se nota altiva y con roce, y el collar de perlas le da un look sobrio. Debe tener por lo menos sesenta y no caben dudas de que, en su mejor época, fue buenamoza.
Aún lo es, pero posee un aire de desencanto que la avejenta. Arrugas casi no tiene y las mejillas se le han coloreado con el trago.
Se detiene en los fideos y ve que al final del pasillo se está juntando gente. Comienza a sonar una música circense, entretenida. Avanza con prisa y las ceras y las toallas pasan rápidamente por su retina. Llega a su destino y ve una especie de carnaval. Es la rotonda central y está llena de niños. Hay globos, letreros y una pequeña orquesta: un órgano electrónico, una trompeta, una batería. La gente se ve contenta y un tipo les entrega dulces a los peques. Ella mira atenta y comienza a llevar el ritmo con el pie.
Detrás de las verduras se abre una puerta y sale un elefante gordito, una zanahoria puntuda, un chanchito rosado, un azulino pez espada y una botella de leche. Marchan en fila y se zangolotean de lado a lado. Parecen enanitos y los trajes de goma se ven tan espumosos que dan ganas de apretarlos. Toman el pasillo de los chocolates y desembocan en la pérgola, donde los niños los esperan. Se escuchan aplausos y los monos comienzan a valsear con los niñitos. Los padres gozan y el manager mira complacido. Todo marcha bien.
Es como un Disneylandia casero. Ella también sonríe y comienza a menearse sola. Zapatea y oscila la cabeza con gracia. La zanahoria salta y salta y el pez espada da vueltas como si fuera un trompo.
Las marchas se transforman en una samba y el recinto entero se pone tropical. Ella se ha deslizado y ahora está en el centro del círculo formado por los niños. Baila con fervor. Los monos la miran extrañados, pero siguen danzando y ella hace una especie de charleston: levanta los pies, alza los brazos, se mueve entera. La cartera la ha tirado al suelo. La gente empieza a dejar los carros para ir a mirar. Ella está saltando y tiene el collar en la mano. Se lo pasa sensualmente por detrás del cuello y lo hace girar como si fuera a lanzarlo lejos. Sus caderas se tuercen como un twist a gran velocidad y de su boca salen carcajadas. Cierra los ojos como para hacerse la diva. Es un verdadero torbellino y está sudando.
A estas alturas, medio supermercado, incluidos los cabros que cargan los paquetes, está atento. Nadie habla. Apenas se atreven a mirar. Los niños han vuelto donde sus padres y los monos se mueven con menos energía. Las sambas pasan a ser rocanroles y ella agarra vuelo y comienza a mover los hombros y a acercarse a los caballeros y a guiñarles el ojo. Está feliz y baila con todo el brío que le permite su peso. La botella de leche está quieta, observándola, pero ella le pesca una mano y comienzan a ejecutar otro rocanrol con giros, abrazos, swings, manos en el aire. La botella la tira lejos y casi se tropieza. Por poco bota un estante de anchovetas, pero logra recuperar el equilibrio y sigue con mayor cuerda que antes. La gente se mete la mano en los bolsillos y mira la hora.
Un supervisor le hace señas a la orquesta para que pare. Ella sigue moviéndose en silencio hasta que su cuerpo se detiene solo. Camina unos pasos y le dice algo al organista. La gente comienza a marcharse y la rotonda queda vacía. Comienza a sonar un tango y ella se acerca al elefante y lo abraza. Le toma una mano, le coloca el otro brazo en su cintura, pone su trompa alrededor de su tirante cuello y comienzan a bailar lentamente un tango. Están solos los dos y avanzan paso a paso hasta las bebidas, dan media vuelta y retroceden. El elefante la detiene y la mira. Ella le esboza una sonrisa. La música se acaba. Él la abraza aún más fuerte, haciéndola desaparecer entre la goma gris. Le recoge la cartera y se la pasa. Ella le toma la mano y avanzan por el pasillo de los dulces, doblando por los cereales, desapareciendo detrás de las longanizas.
Revista Apsi, 1988