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METONIMIA DE LA AUSENCIA:
Poética de la minusvalía en la poesía neoyorquina de Alexis Gómez Rosa

Edgar Paiewonsky Conde

 




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Me desprendo de la función de crítico, de dedo índice apuntando a presencias, y, en vez, asumo una función redonda, de globo, de ojo que engulle el horizonte entero, contagiado por su proliferación de Gorgona en el poemario de Alexis Gómez Rosa, New York City en tránsito de pie quebrado. Sobre la poesía se me hace difícil intimar un discurso abstracto, ajeno, otro del texto; sobreviene la necesidad de discurrir desde el verso mismo, regodeándome en el escrutinio de la minucia, a manera de lente de aumento que, si bien engorda las letras, infla también el ojo. Esta ha de ser, pues, una crítica contaminada, texto contagiado, como corresponde a ese texto contagioso sobre el que aquí se discurre. Es crítica inmersa en aquello que critica, texto plagado de intertexto, tentativa de recolectar la colección en cuestión.

En lo que sigue el ojo se abisma en el sentido de una geografía sin deslindes, donde el interior excluye y el exterior incluye, donde confluyen texto, cuerpo y espacio, poema, poeta y ciudad. Este sondeo en la interpenetrabilidad, este planteamiento de zonas contiguas pero continuas, ha de conducirnos al concepto de la minusvalía como poética. En consonancia con la redondez asumida, se adoptara una estrategia giratoria, que permita entretener intermitentemente los varios aspectos de la materia poética. Participamos, pues, de un movimiento pendular, en que la ida lleva al mismo aquí, la vuelta a otro lugar, fiel a la enmarañada y sugestiva interconectividad de la poesía de Gómez Rosa.


Texto/cuerpo/ciudad
Desde un principio, la aproximación a la poesía envuelve al poeta en la esfera de lo corpóreo: “A la poesía/ se viene desnudo con los dientes/ de leche, incubando los huevos de la fiebre/ en la ruta de una estrella gitana” (Error en tiro).

El acceso a la poesía se da ya en una etapa temprana, etapa que se perfila como un momento del cuerpo, y desde entonces se asocia ese vínculo con un malestar, una “fiebre” de ese cuerpo. En la insipiencia del cuerpo que accede a la poesía reside ya incipiente (“incubando huevos”) el malestar. El cuarto verso nos recuerda que este acceder, este vincularse a la poesía, es movimiento (“en ruta”), es un desplazamiento que conecta al poeta con una estrella también en movimiento (“gitana”). Se observa, pues, en estos versos, el tríptico temático que ha de ocuparnos a lo largo del ensayo: la fusión del texto poético y el cuerpo del poeta, el sentido de malestar que acompaña esta fusión, y el desplazamiento del cuerpo como cifra de la escritura.

Examinemos otros ejemplos que ahondan en este fusionarse del cuerpo y la palabra. El poema “En nombre de José y en el mío propio”, comienza recalcando otra conexión que, veremos, es crucial: entre ciudad y palabra “Ubicación: sur del Bronx. Bajo palabra suelto”. Y termina subrayando la conexión entre cuerpo y palabra: “cada palabra muerde ingenio, sabor, prosodia de la memoria. Chulería pura, tabernícola, en la frase con bigotes y zapaticos de dos tonos”. La palabra se corporiza y “muerde”. El “sabor”, uno de los tres términos intangibles pero inteligibles que la palabra “muerde”, en la primera oración citada, se extiende y permea todo el sentido de la segunda. La “palabra” se hace “frase” y adopta una postura desenfadada, de chulo fresco, de títere salsero. La doble conexión que enmarca el poema (ciudad-palabra/cuerpo-palabra) subraya el entronque del trinomio (cuerpo/ciudad/palabra) que aquí exploramos.

La conexión entre cuerpo y texto reaparece en “El buen sujeto de la mala conciencia”. Abre el poema: “Que cosa: un loco se está mordiendo una oreja en el espejo. A dentelladas limpias de devora las cuatro letras de su nombre”. El paralelo entre morderse /oreja y devorarse/nombre, al igual que la pormenorización del “nombre” en “cuatro letras”, asegura la corporización del término verbal. El loco de la calle 169 se consume a sí mismo en una violenta escisión y convulsiva reducción, primero, del hombre al cuerpo (como sujeto que muerde y objeto mordido) y luego, de la esencia semiótica de su identidad (“su nombre”), que devora, ingiere y hace también parte de su cuerpo. La locura plasma en una doble alineación ya que este vuelco convulsivo ocurre en el plano depurado y neutro del ‘espejo”, resolviéndose en pura imagen. En un brochazo magistral, la locura se presenta como la mismidad escindida, reducida, y extendida (duplicada) en la otredad.

Aducimos algunos pasajes más que recalcan la conexión entre cuerpo y palabra. En “Mensaje número y letra”, el nerviosismo de Saint John Perse: “En letras negras me baja con arañas y sombrillas. En sílabas peludas, con dos bocas”. Aquel hermano de Teo cierra con el dístico, “En la palabra sangrante: / el silencio de un corazón de 1968”. A su vez, Canastel concluye: “anda y ve la palabra dulzorada”. Volviendo a “Error en tiro”, el hablante declara: “Quiero una poesía que respire con el pulmón / de Moreno Jimenes, / el aire que le fue destinado a Manuel del Cabral”. Para resumir: la poesía respira “con pulmón”, la palabra “anda y ve”, “muerde” y es “sangrante”, el silencio es “de corazón”, las sílabas son “peludas” y tienen “bocas”, las cuatro letras del nombre son devoradas como una oreja y la frase parece reclinarse en una esquina “con bigotes y zapaticos de dos tonos”.

Habría que detenerse sobre el texto “En la calle”. El poema abre con una violenta imagen que dramatiza la interpenetración de la ciudad y el cuerpo: “Rotas las venas: avenida / de sangre”. Poco después, aparece el verso: “las venas son calles luctuosas”. Luego se lee: “Arcano de la sangre dolida: / solo conoce el que la viaja”. La sangre –derramada en “avenida” o contenida en “en calles”–, se perfila como medio, vehículo o vínculo de un fluir, de un tránsito que accede alarcano. Es, hay que recalcar, una sangre “dolida” la que lleva al conocimiento del arcano. Reaparece, pues, ese malestar que ya señalamos, cualificando el tránsito por un cuerpo que es ciudad, o viceversa.

Concluye el poema: “sagrado / el cuerpo de la ciudad que alumbro / como evado, que invento como / inscribo, transitado en esta hora / sin costura. / Tejemaneje de la lengua: uno más uno. /Succiona(n)do hablo, sancionado /escribo”. La fuga, la evasión se percibe como iluminación, como un proceso de sacralización de la ciudad en el poema, de la ciudad por el poema, de la ciudad que es el poema, del cuerpo de la ciudad hecho cuerpo del poema. Si al comienzo de este texto, la ruptura de las venas lleva a un fluir que accede al arcano, al final, en “la hora sin costura” se da el “tejemaneje de la lengua”. Es, pues, la ruptura la que induce el tránsito; es la condición descosida de la hora la que impone ese tejemaneje que es hechura del poema. Es precisamente el vacío que succiona al hablante lo que le lleva a un hablar succionando.

Hay en este poema una referencia a la mujer que es significativa y que puede pasar desapercibida: “Rotos los vínculos, mujer, /inerte la palabra/ agrietase en cerrada unidad”. El paralelismo entre “Rotas las venas: avenida / de sangre” y “Rotos los vínculos, mujer”, define a la mujer como locus del desgarre que el poema presenta. El desarraigo del hablante arraiga en la mujer como su génesis. Este señalamiento se repite en el poema, “Desencuentro”, y la poesía vuelve a aparecer como mediación de ese desgarre, como tránsito entre las orillas de esa ruptura. El poema concluye: “Mi cuerpo le arroja mi mujer, / lo vomita su lesbiana. Algo me huele / negro, muy feo. La poesía: perpendicular es al bostezo / de un policía de tránsito”. Si en el poema anterior la ruptura con la mujer inmediatamente sugiere “la palabra”, en este, la expulsión del ámbito de la mujer sugiere enseguida “la poesía”, en el contexto de un tránsito que se opone en su fluir al “policía”.

El proceso de corporizar la palabra se extiende, hemos visto, también a la ciudad. Habría ahora que ahondar en esta corporización del ámbito urbano. No se trata de una personificación, de una proyección del sujeto a la cosa. Se trata de una interpenetración por la que el vehículo del tránsito (el cuerpo) se proyecta en el medio (la ciudad), a la vez que el medio se introyecta en el vehículo. Este proceso es notable en el “Son del vacilador”. El poema comienza: “Ojerosa, la calle, en el crudo meridiano al sur del Bronx, le salen como ganglios y cerosas membranas”; y termina reiterando: “ojerosa está la calle al sur del Bronx”. Otros ejemplos abundan: en un poema se alude a una “esquina rota y sin cabeza”; el poeta se lamenta: “Me voy convirtiendo en una ficha de Saint Nicholas Ave.”; al final de la avenida Central “las puertas parecen dialogar”; y en “La musa araña”, “una calle, a la estación ferroviaria, inexplicablemente se cierra en torno a un grito”.

Otros ejemplos recalcan la conjunción del trinomio ciudad / palabra/cuerpo. El tren de Far Rockaway pasa “pitando… anáforas y latidos” (“Cantante de tres centavos”). En “Mínimo común denominador”, el corazón del hablante “Repercute unánime, molusco, auscultando el latido / que mueve su prosodia. Charla y sermón: misantropía de los dientes hacia fuera /doy gusto a la lengua”. En un acto de autorreflexión somática, el corazón examina su “prosodia”. A esta ecuación de poesía y cuerpo sigue otra de espacio y cuerpo el hablante igualmente da gusto “hacia fuera” y “a la lengua”. Un pasaje en particular remacha la conjunción señalada. En “Negra fantasía”, una mujer negra que sube “por un costado de la calle Ámsterdam… escribe bajando tamboras por mis venas”. La mujer sube por el cuerpo de la ciudad (“costado”), y ese tránsito es escritura que se traduce como un bajar por las venas del poeta. El cuerpo del poeta aparece aquí como la página en que la negra escribe al caminar sobre la calle. Hay, pues, una perfecta fusión de calle y cuerpo, tránsito y escritura.

Esta compenetración permite, como dijimos, la introyección del ámbito en el sujeto. El espacio síquico del hablante se metamorfosea en espacio urbano, como en estos versos de “Desencuentro”; “Lo visto transmigra y se abulta /en calles y anexos”. El paisaje urbano (“lo visto”), se aloja en un ámbito síquico que se define precisamente como espacio urbano (“calles y anexos”). Hay una frase lapidaria que se repite en dos poemas y que encierra, a manera de cristal, la esencia paradójica de esta interpenetración. La oración penúltima de “Continuidad de los espejos”, reza: “Estoy en el lugar que soy”. También en la oración penúltima de “Esdrújulo 2000” otro poema en prosa, leemos: “Siempre aquí, en el lugar que soy”. Se trata obviamente de una inversión de la proposición usual que ubica nuestro ser en el espacio en que estamos. El hablante radica su ser físico (“estoy”) en su espacio síquico existencial (“lugar que soy”), porque este es indistinguible de su medio. El hablante es el lugar que habita.


La minusvalía como poética
Nuestra discusión anterior nos conduce al tema central de este estudio; lo que he llamado el concepto de minusvalía como poética. Se ha aludido a un malestar que con frecuencia acompaña el tránsito: “los huevos de la fiebre” que incuba el cuerpo en su aproximación a la poesía, “la sangre dolida” que lleva al conocimiento del arcano. En el poema “En la calle” vimos, el fluir de la sangre (y del poema) que ilumina “el cuerpo de la ciudad”, emana de una ruptura. En el mismo poema, la “hora sin costura” induce el “tejemaneje de la lengua” que, dijimos, es hechura misma del texto. En este poema y en “Desencuentro”, el desarraigo de la mujer evoca la poesía como mediación en el vacío que deja el desgarre. El tránsito del cuerpo del poeta por el cuerpo de la ciudad, que es el cuerpo del poema, tiene su génesis en esta ruptura, en esta condición de exilio.

Se configura así una poética de la minusvalía. El desgarre o desarraigo se metaforiza en la imagen de un cuerpo roto, trunco, falto; un todo reducido a parte por la falta de la parte. Habría que volver sobre los poemas que acabamos de aducir. “En la calle” presenta la siguiente imagen: “El amor hierve en la cuenca óptica /(¿erótica? –dijiste) de un tuerto pedigüeño”. La presencia creadora (“el amor”) surge plagada de malestar (“hierve”) en el vacío de la pérdida (“la cuenca óptica… de un tuerto”). La imagen misma se ve interrumpida por una ruptura a manera de paréntesis que introduce el “tú”. Este ha de permanecer latente hasta hacerse explícito más adelante, en el verso, “Rotos los vínculos, mujer”. Se establece así un enlace entre la imagen del minusválido y el desgarre de la mujer, que confirma la función metafórica de la minusvalía. De hecho, el error del “tú” a un nivel fonético, trastocando lo erótico y lo óptico como esencia de la falta, se traduce como acierto a un nivel sicoanalítico, sugiriendo la impotencia del hablante como término real de la minusvalía.

El poema “Maquinación del ojo” parece confirmar esta tesis. El sórdido ambiente de un “peep show”, el ojo hinchado por la imagen de “la mujer, en cueros, contorneándose en la cabina” se convierte en el órgano del acto erótico, usurpando la función del pene. La omnipresencia del ojo mientras dura el espectáculo se contrapone a la ausencia de toda alusión al pene. La única vez aparece en el verso final, al salir el hablante del garito: “Negociado por el tiempo de una estrella de neón (minusválido el miembro), salgo del cataclismo asqueado por la dicha”. La referencia fálica se limita a esta ausencia, falta, condición “minusválida”. Este contrapunto (presencia marcada por ausencia) se encuentra, a su vez, puntualizado por otros: “el tiempo de una estrella” se resuelve en la pulsación eléctrica del “neón”; “la dicha” “asquea”. En suma, el acto erótico (“el polvo apresurado”) se define como negación del acto erótico.

El poema “Desencuentro” comienza de esta manera: “¿Y el cojo? ¿En qué aire abandonó / su pierna?, ¿en qué zapato regresa?, / Ensartando vacíos, remolinos, donde / había carne, huesos, membranas, /un pie danzante”. La escritura se perfila como ese “ensartar” en el vacío creado por el miembro perdido, tan análogo a aquel “tejemaneje” en la “hora sin costura”.

Esa pierna que ejecuta un baile de “vacíos” y “remolinos” es el poema que suple la ausencia de la carne, de ese otro “pie danzante” ausente, con un texto que continuamente aspira, vimos, a la corporeidad. Resulta significativo, finalmente, que ese tránsito fallido sea un “regreso”: vuelta de una ida en que el cojo “abandonó su pierna”. ¿Abandonó su tierra?, pudiera uno preguntarse dada la condición de exilio del poeta. Y por un instante se vislumbra el tránsito que es la escritura como una tentativa de regreso que nace del vacío de la tierra ausente.

Continúa el poema: “Todos se llenan la boca de espagueti, /ensayando duendes, federicos, / entro a la nada en la que acontece / una ventana. Saltan allí mandíbulas, / cojeando, la palabra que consagra”. El segundo verso (alusión al acto creativo de la teoría lorquiana) es sintácticamente ambiguo, pudiendo referirse a “Todos” (ellos), del primer verso, o al hablante (yo), del tercero. En el primer caso, implica una degradación del acto creativo por parte de “ellos”; en el segundo, reitera la temática aquí discutida: el “ensayar”, al igual que el “ensartar”, ocurre al entrar el hablante en el vacío. Queda subrayado el carácter espacial de esa “nada”: es lugar donde el hablante “entra”, donde con toda la fuerza de profundización que puede tener la paradoja una ventana “acontece”. El adverbio, “allí”, en el verso cuarto, fija “la nada” como el locus donde reside “cojeando, la palabra que consagra”.

Ya hemos visto ese proceso de sacralización por la palabra, en la sangre / poema que accede al arcano, en el tránsito / poema que “alumbra” sagrado el cuerpo de la ciudad”. Este pasaje ahonda su sentido, sugiriendo que es en la minusvalía misma donde reside el poder de transfiguración. El mismo nacimiento de la Nada que estigmatiza la palabra marcándola minusválida, le imparte su virtud transformadora. De ahí el contraste entre “ellos” y “yo” en el pasaje, entre la boca llena de espagueti que degrada la palabra y el vacío de donde surge la palabra que consagra. El paralelo con ese otro verbo que también se hace carne, alumbra y transfigura, acaba, pues, ahí. En la poesía neoyorquina de Gómez Rosa la palabra se hace carne para ser por razón de una misma génesis, enfermedad y remedio, impotente y transformadora, figura contrahecha y hacedora, minusválida y redentora; en suma, para cojear y consagrar. Como sugiere su título, “Desencuentro”, el poema que acabamos de analizar ahonda en el vacío que lo anima; es decir, hace tema de su propia poética. Habría que recordar que este sondeo de la nada, que comienza con la imagen del cojo ensartando remolinos y vacíos, concluye con la repulsa categórica por parte de la mujer: “Mi cuerpo lo arroja mi mujer, / lo vomita su lesbiana”. Vuelve a darse, pues, el enlace de la minusvalía y el desarraigo de la mujer.

La interpenetración del sujeto y su medio, que lleva a la experiencia de la ciudad como cuerpo del hablante y del espacio síquico de este como paisaje urbano, culmina, vimos al final de la sección anterior, en la declaración totalizante, “Estoy en el lugar que soy”. Cerramos esta sección, volviendo sobre la ecuación entre consciencia y espacio en el contexto de la minusvalía. El poema “He vuelto sobre mis pasos” fusiona el transcurrir callejero y el discurrir verbal en un mismo acto de regreso. Este se ve puntualizado por una repetición. “He vuelto a ser hombre de escaparate”, reza el primer verso; más adelante aparece el verso, “He vuelto a ser hombre de vidriera”; y concluye el poema: “He vuelto a ser, me digo: ¿acaso he dejado / de ser? Una calle neoyorquina, / poblada de muletas y ojos gatos carniceros”. Es desde afuera que el hablante contempla las superficies pulidas del consumismo (“escaparate”, “vidriera”); desde afuera, como reflejo de ellas, que adquiere el sentido de su ser (“He vuelto a ser”). Esta vuelta a la conciencia mediada por el reflejo se halla interrumpida al final por la interjección, “me digo: “acaso he dejado de ser?” que quiebra la ilusión del regreso, del transcurso/discurso que es el poema, fijando el ser en una ecuación estática de la conciencia y la calle. Esta ruptura suplanta la mediación, implantando la introyección como raíz del ser: el hablante “es” el lugar en que está. Y este, hay que recalcar, es un espacio “poblado” por “muletas y ojos gatos carniceros”. La minusvalíase vuelve condición síquica identificándose con la visión hostil del otro, introyectada ya como esencia del yo.


Conclusión
No cabe duda de que la poética de la minusvalía aquí estudiada, el vacío en el centro de la meditación poética de Gómez Rosa, está indisolublemente ligada a su condición de exilio. Hay harta evidencia de esto en el texto, evidencia que no podemos aducir en este espacio. Alexis Gómez Rosa no es un “Latino poet”, es decir, no es un poeta de ascendencia latinoamericana criado en Estados Unidos. Es un poeta dominicano en Nueva York, y su poemario New York City en tránsito de pie quebrado es testimonio de esa condición de desarraigo, como lo fuera Poeta en Nueva York más de sesenta años antes, texto con el que guarda estrecho parentesco. El vacío encarna en el poema en un desplazamiento constante, en un “tránsito de pie quebrado”, en un incesante oscilar entre lo perdido y lo no hallado. Este libro evidencia la vivencia del vacío: el vivir el presente filtrado por la memoria del pasado, vivir la memoria filtrada por la presencia del presente, el aquí como memoria del allá y el allá como presencia del aquí.

Concluimos desde la poesía misma, con esta cita de Armory Show: “Somos cinco peatones matinales… somos dentaduras articulando el mismo discurso en cada paso… y un viento largo y frío nos construye la idea del regreso”.

 

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Edgar Paiewonsky Conde. Poeta, ensayista y profesor universitario. Nació en Samaná, República Dominicana el 16 de agosto de 1943. Actualmente dirige el Dpto. de Espanol de Hobart and Smith Colleges. Su poesía, prácticamente desconocida, se articula en espanol y en inglés recurriendo a signos visuales para ilustrarse. Es autor de numerosos ensayos sobre Cervantes, Góngora y el Arcipreste de Hita y acerca de figuras contemporáneas de Latinoamérica como Rulfo, García Márquez, Carpentier y Fuentes.



 



 

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