Gran Sertón: Veredas. Joao Guimaraes
Rosa
Adriana Hidalgo Editora. 555 páginas
Larga vida al Gran Sertón
Por Susana
Cella
Página 12. Domingo, 6 de septiembre
de 2009
A pesar de su aridez, la zona del noreste
brasileño ha sido más que fértil y productiva en materia literaria. En
esa tradición se destaca Gran Sertón: Veredas, el clásico de Joao
Guimaraes Rosa que acaba de publicarse en una cuidada edición argentina
(Adriana Hidalgo), una novela que ha entablado un diálogo universal con
Joyce, Faulkner y Lezama Lima.
El sertón brasileño, la yerma zona del noreste, ha
sido, desde el fundamental relato de Euclides Da Cunha, Los sertones,
inversamente, tierra fértil para la literatura con autores como José
Lins do Rego, Jorge Amado o Graciliano Ramos. Joao Guimaraes Rosa
(1908-1967), hizo del sertón (sertâo) el ámbito de varios relatos
y en particular de su sobresaliente novela Gran Sertón:
Veredas, publicada en 1956. Médico y diplomático, inició con
Sagarana (1946) –cuya traducción al castellano, al igual que esta nueva
versión, fueron publicadas en Argentina por Adriana Hidalgo Editora– un
proyecto de escritura tendiente a explorar las posibilidades del
portugués a partir de la utilización de diversos procedimientos que no
excluyen una peculiar sintaxis, neologismos, palabras derivadas,
arcaísmos, hablas, así como remisiones a otras lenguas (en tanto
Guimaraes Rosa era conocedor de gran cantidad de idiomas).
En Gran Sertón: Veredas tales estrategias se
manifiestan en la voz de un solo narrador, que rememora su historia como
yagunzo (mezcla de soldado y bandido), pero asimismo, sirven para
configurar una zona mediante una escritura –un sertón cuyos límites se
expanden, es el Gran Sertón y están las veredas o arroyos– que conserva
simultáneamente los referentes geográficos, la diversidad del
territorio, los movimientos de la naturaleza y los modos de ser de sus
habitantes, al tiempo que instituye una entidad simbólica análoga a la
de otras regiones literarias. Si alguna vez, en ese tipo de
comparaciones destinadas a exaltar una obra por semejanza con otra, se
dijo que Gran Sertón: Veredas era el Ulysses latinoamericano,
el punto común radicaría en el logro de indagar en el espacio propio
hasta convertirlo en una totalidad significante y omniabarcativa. Un
espacio así no puede dejar de incluir lo que es humanamente común, pero,
justamente, desde una precisa ubicación que soslaya la exterioridad o la
generalización. Si el diálogo precede al monólogo, porque un yo
enunciante se define por su relación con otro, en Gran Sertón... esto se
manifiesta claramente a partir de ese único narrador que está relatando
su pasado a un interlocutor sólo perceptible por las apelaciones de
quien habla. Curiosamente, o no tanto, y en contemporaneidad, este mismo
procedimiento aparece en un cuento de Juan Rulfo, “Luvina”.
Pero más importante que señalar esta modalidad, que
apuntar a la no interferencia de quien mudamente recibe el relato, menos
que señalar la disimetría –por otra parte, de un modo u otro siempre
presente– entre el que habla y el que escucha (ex yagunzo uno, hombre de
ciudad el otro), es destacar que esta función apelativa recurrente en la
extensa narración permite además incorporar comentarios sobre el modo en
que se está contando, cómo se dosifican los hechos o datos: lo que se
posterga con cierto suspenso, lo que se adelanta, resume o despliega en
el detalle de un evento o en la intercalación de episodios, según quién
cuenta y cómo cuenta, para revelar, explicar, deshacer prejuicios,
plantear y plantearse interrogantes, a la vez que erige como actual
presencia, en imagen persistente, al sertón. Porque ese nombre, repetido
como eco a lo largo del extenso relato de Riobaldo, el narrador, se va
cargando de significaciones que exceden la delimitación del mapa pero al
mismo tiempo lo circunscriben como fuerza centrípeta. La acumulación de
definiciones de la zona, esparcidas a lo largo del decir de Riobaldo, se
resumen en el logro apuntado antes, de plasmar una región que a la vez
“es el mundo”, ya que ahí todo tiene cabida, de modo similar al Sur
faulkneriano.
En Guimaraes lo vívido del sertón parece surgir, entre
otras cosas, de esa inmediatez resultante de la puesta en escena de la
situación narrativa, de ahí quizá la necesidad de nombrar a quien la
comparte, cuyo silencio permite una continuidad que, como los yagunzos
por el sertón, el lector no puede sino recorrer dejándose llevar con
interés creciente por los sinuosos relieves de una voz avasallante. Un
modo de lectura que, por un lenguaje radicalmente original y un marcado
ritmo envolvente, se asemeja al que demanda Paradiso de José Lezama
Lima.
¿Cómo escribir la guerra, la muerte, la carencia, la
sed y el hambre? Guimaraes Rosa acudió a todo lo que su experiencia (en
el doble sentido de experiencia de lectura y experiencia de vida) le
proporcionó para este intento como un saber indispensable en tanto es
imposible escribir desde la nada ni desde cualquier ninguna parte. Al
eludir los lugares comunes en un relato, en todos sus componentes, desde
serializar la novela en determinada línea o subgénero, hasta el mínimo
detalle de la composición de cada frase, Gran Sertón: Veredas
es una apuesta fuerte en favor de la capacidad de la literatura para
producir una significación potenciada por el modo en que se trama el
texto. De ahí que esté todo el paisaje sin que esto signifique una
especie de manual de flora y fauna, hidrografía y relieve. Y
conjuntamente, una enorme cantidad de personajes, sean principales o
secundarios, siempre dotados de algún rasgo que los caracteriza de
manera indeleble. Enlazados estos elementos, inclusive en comparaciones
que hace el narrador, o en el extrañamiento que conlleva la mención
inusual y a veces casi personificada, de rocas, arroyos o flores con los
actos humanos, consigue que cada cosa aparezca concreta, actuante,
tangible. Poco entonces sería decir que la novela rompe los moldes del
realismo (de cierta vertiente del realismo sería más exacto). En cambio,
más bien, parece inclinarse a buscar por otros senderos, que desde luego
nada tienen que ver con la forja de una suerte de ámbito fabuloso o cosa
por el estilo, una captación acentuada de la multifacética, misteriosa y
mucha veces incógnita realidad cuyos límites ensanchados son los que
justamente asoman en este largo viaje a la vez por las regiones del
nordeste brasileño y por la memoria del narrador.
El recuerdo y el olvido recurren en la historia que
cuenta Riobaldo, la voluntad de recuerdo y de memoria, sentidas
reminiscencias, reflexiones (entrecortadas, con altibajos, conflictivas,
angustiosas, imperativas) sobre el modo de ser de las cosas y los
sentimientos y ambiciones de los hombres, sobre la felicidad y la
desgracia a partir de los recovecos de la amistad y el amor (muy
especialmente en la relación entre los yagunzos Riobaldo y Diadorim), la
fuerza del odio, la traición, el afán de venganza, los códigos del poder
o la inmisericorde fiereza en ese rumbear incesante que va pautando en
su cadencia el mismo relato, que asimismo encadena con todos estos
asuntos el fundamental dilema del bien y del mal (Dios y Diablo) en
tensión continua y omnipresente en todo lo demás. Imbricar entonces
cuanto atañe a la existencia, con los acaeceres de un puñado de mujeres
y hombres mostrando en simultaneidad lo específico del sitio y el
sustrato común a todos los seres humanos a partir de una voz capaz de
conjugarlos es lo que hace a esa perdurabilidad que convierte a una obra
de arte en un clásico.