Tierra del fuego
La luz rodea el verano en el recuerdo,
aquí la sombra deambula con los niños;
entre turberas y fiordos, los glaciares
hacen que el hielo se vuelva un enemigo.
En esta isla, la sangre se congela,
la piel se raja, la voz se hace chillido;
y hasta las bestias, las plantas, los caminos
creen que la nieve es ajena al paraíso.
Y es que no hay cardos, sudor, no hay regocijo
de tambos, de granjas ni de silos;
y si hay un sol, un día, una tarde,
se esconde junto al hierro sin aviso.
Jugar es cosa de adentro, no de plaza,
y a nadie se le antoja el infinito,
que está en el mar, en el nombre, en la bahía,
en todo el viento, y también, en todo el frío.
En un domingo de bosque y costa espesa,
la libertad una rama de lenga
quiebra
con la ilusión de salir y no encontrarse
con el blanco, el gris y la tristeza.
La isla para el niño es una cárcel
con gaviotas, nutrias y orcas muertas,
un exilio, un castigo, una venganza,
que en el sur de estos pies dejó su huella.
Tempestad
Detrás del vidrio se entroniza el gris,
en una superposición de formas de cemento,
de humedad que chorrea y se hincha,
de grietas que enmudecen y agudizan.
El verde más verde se mueve y se moja,
siente el frío temblor de las hojas
y narra
entre las ramas
impulsos de manos, pechos blandos, encrucijadas.
En volátil sedición, destiñéndose
las nubes se evaporan desiguales,
ultrajadas, proteicas, desmembradas
—más profundas son las líneas
cuando están desdibujadas—
y suman manchas más grises,
más lilas, más blancas
para enterrarse en el cielo.
La calma sin combate se adueñó del tiempo,
presumo un suicidio de pájaros y ecos.
Horizonte
Bicicleta y pedaleo
veo pasar la piedra
toda cortada en figuritas,
veo el cemento y las baldosas,
la tierra bajo mis ruedas
de triciclo
pedaleo
y me alejo porque no quiero
pero quiero
llegar al campo, rascar el cielo.
Perderme
entre los maíces
que grises se van poniendo
y entre semillas
y tallos —tumbas,
trigo, puentes, bayos
punzar el horizonte
muy lejos
muy alto
y en un punto
desbordado nubloso extremo
quedarme porque me siento
muy afuera
y muy adentro.
Canto
El viento hace temblar los destellos de las hojas
—remansos de una magia antigua
se destiñen con la lluvia —tan esperada.
El agua enturbia la esencia
de los árboles,
arrastra la memoria a los abismos.
Las antípodas se derrumban,
desaparecen los enlaces
—bisagras ocultas—
la tierra dista tanto del cielo
y las huellas susurran
desde todos los huecos
de la barda
—cierro los ojos, siento
las fricciones del tiempo.
La luna se aferra a lo eterno
y esmerila sus bordes con el viento.
Barda
No escucho más que la voz
del viento,
la veo quebrar
instantes como frutos secos.
El valle —un infierno verde—
nos hunde en este desierto
y son dos
los cauces que irrigan tu perfil bermejo.
Yo corrí esa piel muchas veces,
me enredé entre alpatacos
y le di mi carne a las espinas.
Pisé —y resbalé
tus piedras sueltas
y el hueso de algún cocodrilo
enraizado en tu vientre.
Desde el mirador, junto al canal de la ciudad
y la avenida, vi extenderse el campo de golf
—otra conquista
sobre tu parte dormida.
Me sentí libre en tus venas
—creo que también me sentí presa
y me fui antes de morderte más las uñas,
un intento voraz
de escaparle a la locura.
En constante retorno
Vuelvo a los sueños eternos de los veranos,
al cálido roce de las colchas rojas
sobre el piso helado.
Vuelvo a tomar la leche de las botellas,
a comer masitas de latas negras.
Entre la lluvia nadan unas memorias
y en una gota cabe todo el universo,
en una gota que me trago,
cuando cierro los ojos y adormezco el pecho.
Las baldosas bajo mis pies diminutos
son rojas —mis zapatos, negros.
A veces no sé si es cierto lo que veo,
las imágenes se funden con los hechos.
Sólo sé que vuelvo como un pájaro,
me extravío en los silencios.
Vuelvo al centro de la ausencia
y me construyo con ecos.
-Estos poemas pertenecen al libro Barda, editado el 2014 por Buenos Aires Poetry.