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Destinos errantes de Andrea Jeftanovic,
Barcelona: Editorial Comba, 2016.
Por Constanza Ternicier
Universidad de Barcelona.
contiternicier@gmail.com
Publicado en CATEDRAL TOMADA: Revista de crítica literaria latinoamericana / Journal of Latin American Literary Criticism
Vol 4, Nº 7 (2016)
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Si Juan Villoro le llama a la crónica un ornitorrinco, salvaje y complejo, donde se mezclan diversos géneros periodísticos como el reportaje, el relato, el teatro y la entrevista; para nosotros se tratará más bien de un animal de frontera, de esos que se pasean a uno y otro lado del cerco sin quedarse en ningún sitio.
Porque lo que viene a hacer Andrea Jeftanovic en sus Destinos errantes, editado por Comba, es deambular por variados espacios en conflicto sin permanecer de modo definitivo en ninguno de ellos. El cronista se mueve en los bordes, en los intermezzo. Como el mismo Villoro señalara, aquellos personajes al que el cronista intentará llegar en un diálogo profundo, tal vez insólito, no son “ni los testigos ni los muertos ni los supervivientes, ni los hundidos ni los salvados, sino lo que queda entre ellos”. Andrea Jeftanovic, como para empatizar con dicha indeterminada condición, sitúa su discurso también en una zona límite, errante, migrante: entre Perú y Chile en el caso de la crónica sobre el poeta peruano-japonés José Watanabe, para quien todo inmigrante tiene derecho a inventarse un pasado; entre California y Chile cuando nos narra su experiencia como estudiante en Berkeley; entre la contemporaneidad que le tocó vivir y los años del movimiento beat o del posterior hippismo en que le hubiese gustado haber vivido, aprovechando que por allá siempre la confundían con Janis Joplin; entre las geografías de Sarajevo y de Santiago, la ciudad con forma de cuenca y ese río y esa montaña que la dividen en dos; entre el subterráneo y la ciudad que está encima donde el infierno y el cielo parecen darse vuelta, invertirse por completo, como cuestionando ese borde que los separa –“En la ciudad, el infierno; en el subterráneo de un patio, el cielo” (17). Y recorre los 7 círculos junto a su guía Edis, el Virgilio de Sarajevo, sin dejar de pensar nunca en cuál sería la dialéctica entre el cielo y el infierno que podría darse en Chile, allí donde migró su familia luego de que su abuelo fuese fusilado en Zagreb. Escenarios de guerra que se cruzan en el viaje de la autora–; entre la imaginación y la crónica que anima la escritura de Clarice Lispector, quien además sella su identidad entre Rusia y Brasil, la escritora desencajada para quien escribir es una maldición que salva; entre la puerta de Madrid y la puerta de Alcalá, en aquella pensión o cuarto propio donde no entran las miradas de los demás y se prepara para la entrega del Premio Cervantes; entre la literatura española y la latinoamericana, y ese segundo descubrimiento que está aún pendiente, en el cual nosotros habríamos de conquistarlos a ellos, dice la autora; entre Palestina e Israel y su intento por mezclar ambas identidades confundiendo a los autores de uno y otro lado en los anaqueles de una biblioteca pública; entre los de derecha y los de izquierda en ese país tan dividido por las circunstancias políticas, luego de que un helicóptero se volviera “un pájaro negro emitiendo zumbidos en el paisaje” (183) de la ciudad; entre los hijos y los padres –desde la voz de una niña Andrea que le permite inscribir su resistencia, porque la infancia, según el propio texto de Jeftanovic, Hablan los hijos (2011), se ha vuelto una estrategia narrativa para hablar por los otros, por los subalternos, para re-crear la memoria reconociendo que se trata finalmente de un artificio, porque los niños recorren las zonas límites sin pudor, y los padres son simplemente los guardianes de aquellos umbrales, los abridores o cerradores de puertas. Es también, por tanto, el límite entre la memoria y el olvido, de esos archivos que guarda Casa América en Cuba y que, según Derrida, suponen un ejercicio complementario de presencia y ausencia –el archivo que lleva implícito lo que abriga y también lo que olvida. Conviven en él una pulsión de conservar, pero también de muerte, destructiva, que trabaja contra sí mismo. Mal de archivo (1995).
Entre lo propio y lo ajeno.
Sus crónicas dejan entrar lo ajeno en el terreno de lo propio. Tal como sucede en la autobiografía –donde siempre está latente la presencia del otro y el yo, como plantea Paul de Man, tiende a desfigurarse cada vez que intenta afirmar su identidad–, el yo queda desfigurado en múltiples identidades y se vuelve también fronterizo. Escribir es una forma en que la intimidad se vuelve otra: “Escribir es una puesta en escena donde las cosas ocurren una, dos, tres veces. Escribir para el lector que llevo dentro, para que mi intimidad entre en contacto con otra, que no conoce ni conocerá, para que, en un punto mínimo, mi biografía se cruce con la historia. Escribir para modificar nuestros originales” (117). Escribir es re-escribir, re crear la memoria y ser capaz de darle un sentido diferente a todo lo que pudo haber ocurrido.
Con todo, en ese movimiento que merodea lo propio y lo ajeno, nuestra autora parece querer estar volviendo siempre al terreno de lo propio. Para poder sentirse a gusto, tiende a buscar semejanzas con su entorno más directo allí donde viaja. Siempre está estableciendo analogías: en la comida, en la geografía, en las calles, en los gestos, en los hechos de la historia. Es su truco, dice, para luchar contra la sensación de ajenidad.
En mi experiencia viajera, en cambio, ando siempre tras lo ajeno, lo otro, lo que me permita pasar desapercibida y perderme en un tumulto que no soy nunca yo. ¿Será que somos de dos generaciones distintas? Andrea es hija de una dictadura que los dejó a ella y a todos los suyos como huérfanos, con las raíces al aire (como dijera Rodrigo Cánovas). Y nosotros somos hijos de no sé qué, de ese proceso raro y amorfo que algunos llaman transición. Andrea y los suyos impugnan a esos padres soberanos de guerra por haber participado de tal catástrofe, por haberse convertido incluso en cómplices. Los llevan a tribunales privados y les piden una declaración. Nosotros ya ni siquiera sentimos que nuestros padres nos deban algo. Hace algunos meses, un amigo escritor, Pablo Azócar, de una generación mayor que la de Andrea (de la de Bolaño, los que nacieron en los 50s), me pidió escribir sobre viajar, esa actividad incansable que parece ser la única prioridad de mi vida –y de mi escuálido bolsillo–. Y entonces comencé a pensar por qué es que me gusta tanto andar tomando aviones. Y recordé que una amiga alguna vez esbozó un día una respuesta mientras caminábamos por la Quinta Avenida en NY, cuando yo estaba ya medio extasiada de tanta locación peliculera junta. Es por lo relativo que se hace el tiempo, dijo. Es como matarlo, remató. Una necronía, decidimos ponerle en un arranque neologista. No hay nada más placentero que esa relatividad. Permanecer allí sin saber a ciencia cierta cuánto tiempo pudo haber pasado. Como dormir, como derrochar, como perderse. Como ser inducido a un coma.
Viajar es instalarse en ese espacio en el que nadie te conoce ni te prejuicia, en donde lo inútil es valioso. Ser extranjero allí donde vayas y sin existencialismos. Donde se hablan lenguas desconocidas benditamente indescifrables. Donde el tumulto indiferencia la sangre y los colores. Viajar es olvidarnos de que somos de un país apretujado entre la cordillera y un mar tremendo. Es el placer de no reconocer las fronteras, de traspasar lo indómito. Es la trashumancia que recorre veranos e inviernos sin saber a qué parte del año corresponde cada cual. Es salirse del pasillo que es Chile para, sin embargo, volver allí. Porque ellos y nosotros, los de la otra generación y los de la nuestra, estamos siempre volviendo. Porque los hijos de esto y de lo otro finalmente queremos perdernos para encontrar. Por muy desarraigados que nos creamos, la necesidad de volver es inevitable. Y la escritura de Jeftanovic eso lo ha tenido siempre en claro. Residir en esta tierra donde el tiempo sí existe y es real. Para terminar concluyendo que las “necronías”, esa palabra que un día nos inventamos, definitivamente, están siempre en otra parte.
Y es que el trabajo del cronista, nos dice Monsiváis, nos dice Caparrós, nos dice en realidad su etimología, es querer captar el tiempo, el instante, el tiempo narrativo, al huidizo Cronos. Pero en ese espacio indeterminado y fronterizo en que ella se ubica parece tratarse de una tarea imposible. Como la escritura misma, nace de su propio fracaso. Y cito a Caparrós: “la crónica (muy en particular) es un intento siempre fracasado de atrapar el tiempo en que uno vive. Su fracaso es una garantía: permite intentarlo una y otra vez, y fracasar e intentarlo de nuevo, y otra vez”. Jeftanovic funde tiempos como en una transtemporalidad y tranespacialidad donde el mundo y la literatura se disuelven para dar paso a pequeños e íntimos momentos que son casi imposibles de aprehender. En su habitación de Casa América, donde cruza los tiempos de la Revolución Cubana con otros tiempos, nos confiesa: “Me siento en la orilla de la cama a esperar que algo se manifieste. Sentarse a esperar una revolución íntima, esperar incluso el fin del mundo o, por qué no, el fin de la poesía” (215).
Se juega un papel heroico en esta empresa. Como dice Darío Jaramillo, el poeta colombiano que escribe una antología sobre crónica hispanoamericana actual, se requiere una gran presencia de ánimo y no tener noción del peligro. Hay que tener entereza moral. Para Jeftanovic, que le sobra la entereza, la escritura es una forma de denuncia: “La escritura siempre tiene algo de ‘funa’; la escritura tacha, señala, subraya” (188). Al darle voz a los excluidos o a los que nunca hablaron, aquellos que nunca fueron reporteados en los medios oficiales, se ubica el foco en otro lugar. Entonces, la crónica se vuelve prácticamente una ucronía. Qué hubiera pasado si…. los protagonistas hubiesen sido otros. Como dijera Monsiváis, es el arte de recrear literariamente la actualidad. Y es aquí donde la crónica se acerca a la ficción, a la literatura, porque narra lo que no ocurrió, lo posible, lo que pudo haber sido. Conjeturas, sueños y fantasías: terrenos en los que Andrea se mueve libremente con su pluma para que, como el túnel suberráneo construido en Sarajevo con el fin de protegerse durante la Guerra de los Balcanes, podamos “urdir pasadizos secretos a la intemperie” (36). Esa intemperie que para Walter Cassara, escritor argentino, implica el salto de la horizontalidad a la verticalidad (la verticalidad de las múltiples memorias, de lo que ocurre una, dos, tres veces), es:
el olor sagrado del sotobosque en el hocico de algún animal salvaje, siempre en el hocico de algún animal salvaje. O es una palabra que pide que nos frotemos, que nos cobijemos en ella, nos desnudemos en lo misterioso, lo casi monstruoso de su sonido […] Es la distancia tónica que irrumpe en la cueva de la propia subjetividad, el espacio abierto que ventila la mente, deshollina el yo, lo apacigua y ensancha en la conciencia de su infinita pequeñez. (216)
La intemperie que libera, por la que se pasea el alma y allí donde el yo se topa con todos aquellos otros que lo devuelven a sí mismo. Lo íntimo se cruza con la historia, como pretendiera Andrea. Su generación de autoras que trabajaron con la urdimbre de la familia y la intimidad –como Lina Meruane, Andrea Maturana, Nona Fernández, Alejandra Costamagna– han comprendido mejor que nadie que esos universos aparentemente cerrados tienen un alcance social, explotan en el exterior más allá de los espacios cerrados de las casas. Tal como Clarice Lispector, no hay nada que les parezca más participativo que los sentimientos humanos. La intemperie es el espacio recorrido por el viajero, es la errancia por donde se mueve la mirada:
El derecho a la mirada es una forma efectiva de rellenar el espacio vacío de la memoria. He mirado esas imágenes con las prótesis ópticas de las cámaras, los escáner para registrar y volver a observarlas en las pantallas del computador. Entonces viajo por el habitual deseo de ver ‘por uno mismo’ las pruebas de la victoria y de la catástrofe. La dialéctica de verpor-uno-mismo. (Jeftanovic 211)
La mirada devela un aura, nos dice Benjamin. Allí donde el pasado se convierte en destino y en futuro. Es el deseo de unir los tiempos. Desaparece, entonces, eso que llaman generaciones. Parecemos un aullido común. Y precisamente ahí asoman estos “destinos errantes”.