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"EL TRABAJO DE TALLER: DIEZ PERSONAS TENDIDAS EN UNA PLAZA”
Andrea Jeftanovic
Este artículo es parte del proyecto Fondecyt "Memorias del 2000: narrativa chilena y globalización" publicado
en el libro Eltit: redes locales, redes globales;
editado por Rubí Carreño, Editorial Vervuert- PUC, 2008.
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Escribir para intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos”
(Margarita Duras)
Llegué a Diamela Eltit y a su taller por un libro. Mi compañera de trabajo Paulina Matta, con quien subterráneamente cultivábamos un interés literario en medio de una consultora de comunicaciones, me prestó
Vaca Sagrada. La lectura de la novela me erizó la piel: cómo alguien podía manejar así el lenguaje y producir esas escenas. Comencé a caminar por la calles con la
imagen de la bandada de pájaros sobre mi cabeza, mientras me decía a mí misma: “Debo, tengo
que conocer a
esa ‘vaca sagrada’”. Por tres años me dirigí a la calle Lincoyán a sentarme en una
silla, y desde ahí, como hoy en relato-testimonio, enhebrar pensamientos en torno al trabajo literario, la práctica escritural y su inserción en el circuito cultural.
El procedimiento de taller: tres lecciones y una epifanía
En todo taller literario, al menos en un buen taller, hay un implícito PACTO SECRETO, por lo que parto con cierta incomodidad al tener que hablar de él. Me refiero a un pacto implícito, porque se entiende que lo que ocurre en las sesiones no sale de ahí. Cuando alguien da a leer un texto sabe que habrá una conjunción de críticas, de frustraciones, de claves personales y de errores a la vista; y eso se resguarda.
El procedimiento de trabajo tal vez era el tradicional: lectura de textos de autoría propia, cotejarlos entre el grupo, algunos ejercicios, análisis de textos de autores consagrados. Pero había algo en cómo esa metodología se llevaba a cabo, una perspectiva sobre el trabajo creativo y literario. Cada lunes entre 7 y 9, cuando alguien leía, éramos parte de un ritual. Esa persona incluso venía vestida distinto, impostaba su voz en medio de un respetuoso silencio para luego anotar los a menudo punzantes comentarios de la ronda de crítica. El turno final era de Diamela, que implacablemente lúcida interrogaba el texto y sus operativas, desmantelaba facilismos, problemas de estructura, lugares comunes, exigiendo más allá de lo evidente, dando una lista completa de otras referencias culturales que podrían nutrir ese proyecto. Había que tener resistencia frente a la crítica, en especial la de Diamela — muchos no regresaban después de su lectura. Los textos no eran sólo “reparados”, a modo de un taller mecánico; eran puestos en medio de preguntas literarias: a dónde iban, en qué tradiciones se insertaban, qué preguntas levantaban, qué rupturas proponían. He ahí lo exigente, la pregunta abierta, y el balbuceo de una respuesta que se resuelve sólo en la escritura. La conciencia de que el acto de escribir no es un proceso aislado, sí solitario, pero una confluencia de tramas, lenguajes y estéticas que se inscriben dentro de una larga tradición cultural. Primera lección, tal vez obvia, pero necesaria para escritores noveles que debían comprender que la escritura es continuidad y ruptura, que no hay escritura que nazca de la nada, y que un escritor se forma en las páginas de otros escritores.
Para esta ponencia rescato los cuadernos de taller. Son varias croqueras con tintas de distintos colores en las que fui registrando las sesiones de los casi tres años. Cito algunas anotaciones en relación a mi proyecto (para no romper el pacto con el resto de los integrantes): Diamela dice “falta concreción de los personajes, vida cotidiana, organización interna; lo teatral no es el eje, sino que el andamiaje”. Agrega: “Las cosas ocurren muy vertiginosamente, las escenas no se fijan, falta más precisión, poblar el esqueleto, urdir las ligazones internas”. Alguien dice: “insiste en las zonas dañadas, en las imágenes del trauma“. Otro añade: “los personajes parecen un poco vagos, ausentes, o quizás quieres presencias fantasmagóricas, pero precisa eso”.
Al mismo tiempo, en el taller los textos y los autores éramos insertos en una red de tráfico y microtráfico, entre las escrituras y lecturas de Diamela y del resto de los participantes: “¿Leíste tal novela?”, “¿viste esa película?”, “¿conoces el trabajo de ese artista plástico?”, “una vez conocí a alguien que le pasó algo similar...”, “lee a este teórico”, “piensa en tal imagen”.
A quién le cabe duda de que para escribir bien es necesario leer mucho, y “leer” no sólo libros. Creo que este punto es fundamental y diferencia el espacio de taller de aquel de una clase académica. Me refiero a ese libre intercambio de sus miembros que se urden en función del proyecto personal. Pero, cuidado, este tráfico comporta riesgos, y son los de la influencia. Nunca olvidaré esa frase que me dijo Diamela a mí y a otros en algún momento: “No me leas, te estás influyendo”. Aprecié y aprecio esa honestidad. Por eso me extraña cuando las personas dicen que los talleres son fábricas de autores cortados por la misma tijera. Eso es un mal taller, y debe ser infinitamente más fácil para todos que el tallerista monte su cadena de montaje, dictando cátedra sobre cómo se debe escribir y recomendando un reducido espectro de nombres para leer.
Aquí viene la tercera lección: un taller es un espacio para desplegar el registro propio, generar una política de escritura, y trasladarla a una operación de lenguaje. Despertar una conciencia de cómo nosotros y los otros vigilan esa escritura. Así fue como los dispositivos comunes, tales como ejercicios, temas y lecturas, confluyeron en indagaciones específicas que luego se tradujeron en novelas, libros de cuentos, de testimonios, textos sobre arte. Porque un taller, al menos como yo lo viví y lo trato de hacer ahora como tallerista, es un detonante que permite discernir cuándo se está siendo fiel a la propia voz, o cuándo se está siendo enmudecido por las influencias o las modas. Un buen taller abre nuevas rutas de navegación e interpretación, ilumina los textos en zonas nunca visitadas, es una constante retroalimentación para pensar y experimentar estéticas futuras.
Ahora que dirijo mi propio grupo de taller literario me sigue deslumbrando esa instancia, donde se reúnen personas de diversos oficios y edades, formaciones y experiencias, que opcionalmente reservan horas de sus ocupadas vidas sin esperar nada a cambio. Porque en un taller no hay títulos, diplomas ni la certeza de que se podrá terminar un proyecto o que un día se publicará. Un taller es un espacio lleno de incertidumbre; no hay pruebas ni calificaciones, sino la posibilidad de crear y apreciar la sutileza de una frase, el poder de una imagen, reconstruir el proceso que dio como resultado ese texto. El programa de estudios está sustentando básicamente por lo que sus participantes son capaces de producir. Y rescatando el espíritu del taller renacentista, es un espacio en el que estudiantes y maestros viven en la práctica y en la reflexión sobre su quehacer, en el contexto continuo de la conversación sobre el escribir en el escribir. Un espacio vital donde el escritor convierte a sus discípulos también en escritores, y donde los discípulos amplían los horizontes de su guía y de sus compañeros con nuevas indagaciones y formas. Se ayuda a cada autor o integrante a trazar la trayectoria entre su pulsión y una determinada escritura; es un momento difícil de lograr, no siempre se da, a veces se ronda, pero cuando ocurre, cuando ese proyecto encuentra la corriente de aire que lo llevará lejos, somos testigos colectivos de una epifanía literaria, una intensa sensación de goce, convirtiéndose esas hojas leídas en una esfera perfecta que estalla en el centro de la mesa de trabajo.
2. “Los niños y las niñas del taller salen a la venta”
Parafraseo el final de la novela El Cuarto Mundo, para hablar de lo que ocurre después del taller. Sería más fácil obviarlo, no decir nada al respecto, pero creo que en este coloquio, y en especial en esta mesa en torno al trabajo de taller y las escrituras que de allí emergieron, es oportuno revisar cómo la crítica ha leído esta producción más allá de quienes las emiten, porque en este caso creo que es más importante el mensaje, el síntoma cultural que estos discursos representan. Un crítico al comentar el criterio de selección para una antología de cuentos del siglo XX, expresa en los medios: “Yo no tengo problema con que se me tilde de nada. Elegir entre un gran número de cuentos implica, más que capricho, una opción que me parece legítima. Elegí pensando en cuentos atractivos para el público, porque si pongo a la Andrea Jeftanovic, Diamela Eltit o Guadalupe Santa Cruz, la gente huye despavorida y no lee nunca más en su vida”. O bien un columnista de un suplemento de libros anuncia cierta programática en una escritura que tendría hasta una tipología: “Cuando Bolaño hablaba de las ‘diamelitas’ supongo que se refería a eso, a obras como, por ejemplo, Mapocho de Nona Fernández, que contiene todos y cada uno de los temas esbozados en los últimos quince años en las aulas universitarias: la opresión genérica, el incesto, la historia de Chile, la ciudad y sus márgenes, la orfandad, los guachos... Especie de compendio de las estéticas de la diferencia sobre las que Nelly Richard y sus clones vienen pontificando desde hace más de 20 años...” O bien frente a la premiación del libro de poesía de una destacada creadora: “Hace un par de años el crítico x dijo que Diamela Eltit era ‘la Marcela Serrano de las universitarias chilenas’, aludiendo a la milagrosa legibilidad que cobran las novelas de Eltit en la academia local. Diamela Eltit, en todo caso, es y seguirá siendo la Diamela Eltit de la literatura chilena: lo verdaderamente preocupante es la enormísima cantidad de sucesores y sucesoras que se disputan la franquicia, a veces con resultados sorprendentes, como la poeta Malú Urriola, que con un diameloso libro titulado Nada ganó, el año pasado, todos los premios literarios, transformándose, de este modo, en a lgo así como la Rockefeller de la poesía chilena”. O bien esta nota publicada tras el coloquio y titulada Le pasa a las "diamelitas" no tiene nada que ver con las religiosas Carmelitas, pero son igual de fervorosas. Las llamadas "diamelitas" son un grupo de escritoras que comparten su pasión por Diamela Eltit -entre ellas Lina Meruane, Andrea Jeftanovic y Nona Fernández- y que en agosto pasado impulsaron la campaña para que la autora de Los Vigilantes ganara el Premio Nacional de Literatura. Pese a que sus esfuerzos fueron infructuosos, ellas se mantuvieron fieles a su maestra. Tanto, que recientemente pusieron en aprietos a la editorial Planeta, al entregar una novela escrita por cada una, al más complejo estilo "diameliano". Pero no esperaban que su más dura competencia viniera de la misma Diamela Eltit, que durante esos días también entregó un manuscrito a Planeta. Y la casa editorial no dudó: frente a cuatro "diamelitas", siempre es preferible la original”.
Estas citas evidentemente van mucho más allá de la recepción de los textos escritos por quienes fuimos alumnos de Diamela. Habría que preguntarse por el sentido de esta hostilidad, por esa descalificación gratuita, de la caricaturización, del deseo de anulación de autoras. Me pregunto cuándo la crítica periodística reemplazó el análisis por el insulto. Es un problema complejo y apunta; me limitaré a enunciar algunas problemáticas.
La recepción sesgada en Chile para con la literatura escrita por mujeres. Porque si bien hemos avanzado en política, derechos laborales, roles familiares, la literatura escrita por autoras mujeres es mirada con sospecha, en un lugar secundario. Qué se persigue con esa agresión unilateral y obsesiva hacia algunas escrituras y redes culturales. Porque no es una crítica a los libros sino que a algo más cuando se dice: “Nona Fernández es pura caca, poto, nada”. O bien, cuando se hacen críticas tendenciosas como: “A Costamagna puede reprochársele, entonces, una radical incapacidad de armar ese universo compacto que tiende a asociarse con el género breve, lo cual es una lástima porque, pese a su prosa tan estudiada, tan apopléjica, a veces puede escribir bien. Lamentablemente, no basta con esto, pues muchas veces se hace arduo, o realmente inalcanzable entender lo que quiere expresar”. Y podría seguir infinitamente. Por cierto, todos sabemos que Fernández y Costamagna no fueron alumnas de Eltit, ni la han leído en extenso, entonces cómo se convirtieron en “diamelitas”. ¿Por osmosis, telepatía o reencarnaciones pasadas? O bien, ¿todas las mujeres que escriben son diamelitas? Entonces toda mujer que escribe es igualada, o borroneada, incapacitada en su posibilidad de narrar.
De una u otra manera las autoras que quedan reducidas a clones, luchadoras de franquicias, incestuosas, a fervientes fieles. Como sostiene Lina Meruane en su columna “Más mediocres que perversos”, en contra respuesta a la nota “les pasa a las diamelitas” el periodista autor (anónimo) de la nota “concluye que si no hemos logrado editar es por ser malas copias de la "original". ¿Qué es lo extra literario que crispa? ¿Qué es lo que enceguece? Como sostiene Meruane hay una falta de capacidad de señalar las diferencias estéticas de las obras, y que se trata simplemente de narradoras en serie”. Entonces las autoras no producen sino que se reproducen, es más se clonan, repitiendo un esquema de escritura, un esquema que peca de complejo, incomprensible. La idea que las mujeres no crean, sino que repiten, se repiten.
Por otra parte, los críticos literarios de los medios escritos tienden citarse entre sí en los pocos espacios literarios que existen, y así se va creando la ilusión de que en Chile hay UN tipo de escritura, que sólo hay escritores hombres, que sólo hay críticos hombres, que sólo escriben quienes salen en los diarios, que son pocas las mujeres que escriben y que, si lo hacen, producen best sellers o cosas raras y de dudosa calidad. ¿Cómo no acusar ese golpe de negación y anulación de ciertas estéticas? Si no, no me explico cómo narradoras sólidas e innovadoras como Guadalupe Santa Cruz, Cynthia Rimsky, Beatriz García Huidobro, entre muchas otras, sean injustamente poco leídas y legitimadas. Esto tampoco es nuevo: lo vivieron Brunet, Bombal y Mistral hasta el final de sus días.
El punto no se reduce a una lucha de autores contra autoras, no. Va más allá: va a la estrecha capacidad o ceguera de la crítica para abrirse y desentrañar la incertidumbre que contiene un libro y volverla activa y punzante. En los medios escritos donde hay algún espacio para la literatura se ha formando un olimpo defensivo y arrogante de escritores y de críticos, de escritores-críticos y de escritores-editores, que se han empeñado en dictaminar cuál es la única literatura válida. Es evidente que un crítico, tanto como un autor, tiene mayor sensibilidad e interés por unas estéticas que por otras. El problema se presenta cuando se ejercen dictaduras estéticas e ideológicas, cuando el crítico es incapaz de entrar en un libro y juzgarlo dentro del sistema que éste mismo propone. Como si en un país no fuese posible contar con un amplio espectro de escrituras y proyectos que convivan paralela y divergentemente sin tener que imponerse unas sobre otras. Además, el permanente rechazo a la complejización de la realidad y del lenguaje —ése “no se entiende”— no es nada nuevo. Ya, José Donoso, en su Historia personal del boom, de 1972, sostenía que “para el gusto chileno no hay peor anatema que no ser sencillo” (31).
Me resisto a pensar la literatura como mera entretención, como espacio domesticado, mimético. La sociedad capitalista ya nos inventa suficientes certezas y justifica crueles traiciones, y parapeta el valor literario en los rankings de ventas, en los escritores-rostros, y su afiliación institucional. Así, lo que se olvida es nada menos que el libro. Ese texto rebelde como todo texto, desde Flaubert a Jelinek. El texto que despliega en sus códigos escriturales procedimientos y prácticas discursivas. Creo en la literatura como un campo móvil y plural, creo que cada obra de teatro, cada película, cada texto literario — y esto sonará tremendamente marxista — es una “objeto de lucha”, una lucha que va más allá de la lucha de clases: el arte lucha contra la angustia del hombre, contra la muerte, contra la historia, contra los sistemas, el uso convencional del lenguaje. Cuando el sujeto, las relaciones humanas, los sistemas políticos y económicos, las comunicaciones, el ecosistema tienden a complejizarse cada vez más, se le exige paradojalmente a la literatura ser fácil, rápidamente digerible, transparente.
3. Urdiendo tramas creativas y afectivas o a “frotarse las antenas”
Vuelvo al taller para cerrar esta reflexión. Han pasado ocho años desde su finalización y compruebo que en tal experiencia están registrados mis mejores años de indagación intelectual y artística. Y también, de redes afectivas y creativas que persisten hasta hoy en día. En el taller conozco a Lina, a Nicolás, a Jorge Arrate, a Jorge Scherman, a Marisol Vera, a Pablo Torche, a Cherie, a Catalina Mena, a Sergio Missana, a Eleonora, a Auire, Pedro Stainer. Y me permito concluir con una “diamelada”, para contarles que en el taller no sólo nos “frotábamos las antenas” entre nosotros mismos, sino que también “nos las frotábamos” con Peter Handke, con Agotha Kristoff, sí, y también con Herta Muller, el Marqués de Sade, Mishima, Kawabata, Sebald, Margo Glanz, Cynthia Ozick, Lispector, Faulkner, Pasollini, Beckett, ¿con Beckett novelista o dramaturgo?, con los dos pues, sí. “Nos las frotábamos” con Thomas Benhard, Virginia Woolf, John Kennedy O Toole, Droguett, Donoso, con Lobo Antunes y más. Hasta que un día, con las antenas bien aceitadas, la maestra nos dijo uno a uno: “Es hora de que te vayas del taller”. A sí, sin despedidas, sin diplomas. Pero Diamela no deja a sus alumnos huérfanos, sabe de leyes de parentesco y nos sigue inscribiendo en tramas espesas y auto poéticas con esa maravillosa y simple frase: “Sabes, te quiero presentar a alguien”. Incluso ha mejorado la especie integrando miembros de otras tribus, porque nada mejor que la mezcla; y algunos de ellas y ellos incluso han viajado desde distintas latitudes hasta este coloquio. Diamela, como gran maestra, nos ha enseñado no solo una estética, entendida como un amplio registro donde cada uno busca su voz, sino también una ética, y es la de leernos crítica y generosamente unos a otros, entre escritores noveles y escritores consagrados, entre académicos y autores, entre críticos y autodidactas, entre los del norte y los del sur; sin jerarquías ni formalidades, cruzando fronteras, edades, títulos, geografías.
Durante esos años en el taller de Diamela... FUIMOS esa comunidad de trabajadores del supermercado en Mano de obra luchando contra el deterioro del lenguaje, contra la estandarización de los textos como mercancías alineadas según la oferta de turno, contra el fin de los colectivos.
FUIMOS los Gabrieles marchando por nuestra dignidad de creadores cuando las instituciones — ya sea universidades, medios de comunicación, editoriales, organismos del gobierno — siempre están listas para desecharnos, desvincularlos. ¿Por qué el trabajo artístico es trabajo-trabajo?
FUIMOS los hermanos mellizos de El Cuarto Mundo luchando por separarnos para dar a luz a una niña que venderá su sudor, su libro, a un precio irrisorio.
FUIMOS el vagabundo esperando al señor Colvin, al señor Luengo, que era el señor Pinochet, el Padre mío.
FUIMOS la niña con el brazo mutilado de Los trabajadores de la muerte empuñando una revolución en la taberna. O bien, los hermanos incestuosos que viajaban entre Santiago y Concepción en medio de pastizales a punto de incendiarse para sellar el círculo de alguna otra tragedia literaria.
FUIMOS la protagonista de Vaca Sagrada acostumbrada a soñar, a mentir mucho.
FUIMOS el niño tonto, tonto de Los vigilantes que se azotaba la cabeza contra la pared buscando el sentido de su texto, el niño que hablaba hacia adentro y atento al TUM TUM TUM del corazón hasta que lográbamos fundirnos con la página.
FUIMOS esa pareja de El infarto del alma, que ama por una taza de té y un pedazo de pan con mantequilla. ¿Se escribe por algo más? Mientras esperamos la respuesta, escribimos para aminorar la angustia de existir al perdernos en la cara del lector que nos afirma, pese a todo, nuestra humanidad.
FUIMOS “los desarrapados de Santiago, pálidos y malolientes” de Lumpérica, alrededor de la figura de La Iluminada esperando que la luz de neón nos rebotara en el cuerpo, y nos permitiera vislumbrar un nombre propio, una identificación ciudadana: la de autores. Todos nos tendimos en esa plaza iluminada de noche, y fuimos Y SOMOS sólo ESO: un grupo de personas que escribía, y que ESCRIBE, a la luz de una ventana mientras otros dormían, y todavía duermen.