“Fiesta del alfarero”:
La exigente poesía de Alejandro Lavín
Bernardo González Koppmann
“Estamos en la hora en que el viento pasa
recogiendo su herencia por el tiempo”
I
Hace muchos años leí La muerte del cardo, notable poema que llegó a mis manos por esas misteriosas cosas del azar que uno, simple paisano desencantado ya del mundanal ruido, nunca espera puedan todavía acontecer, más aún en días tan siniestros para el arte y la literatura como aquellos de entonces. Inmediatamente experimenté la grata sensación de estar en presencia de un texto de real envergadura poética. Para sorpresa mía el autor, de quién sólo tenía algunas vagas referencias de oídas, visitaba esporádicamente el ámbito de la poesía como género literario, puesto que tan pronto como aparecía en tertulias y cenáculos abandonaba presto los versos, por largos y prolongados periodos, con el propósito de refugiarse de los acosos mordaces de la modernidad en el sorprendente e íntimo universo de la “greda vasija”, la cual como sortilegio acude desde el fondo de la tierra a sus requiebros tomando forma y fondo en preciosos cacharros y terracotas que fluyen mansos de sus dedos de artesano. Así, aunque truene y llueva y nieve el poeta-alfarero se retira, cual sabio Diógenes, a un santuario agreste y solitario llamado soledad. Allá, al interior de un bosquecillo de raulíes y avellanos en Vilches Altos, trumao adentro, apenas acompañado por acordes y arpegios, luces y sombras, grietas y tersuras, sofismas y mutismos de venerados maestros tanto de la música docta como de la pintura, escultura, filosofía e historia del homo bellus, Alejandro Lavín (Nueva Imperial, 1937), ¿de quién más podríamos estar hablando?, sobrevivió a la barbarie.
De tarde en tarde, remontando las edades, viaja esporádicamente al valle central y por ahí lo diviso cruzando la ciudad del trueno en bicicleta cual monje medieval cabalgando a otra escaramuza, en una ya perenne cruzada por el asombro y su esplendor.
Acicateados por el común interés, peregrinos de la misma huella o sendero o vía, a poco andar nacen algunas coincidencias entre sus arcillas y mis palabras, y espontáneamente iniciamos amenas conversaciones sobre lo humano y lo divino que, a pesar de los pesares, no se han querido interrumpir. Recuerdo una jornada en González Bastías. Bajo un árbol frondoso a orillas del Maule, degustando un mosto del lugar, convocamos a vates de China, Persia, Grecia, malditos y modernos, hasta llegar a nuestro Barquero, al inefable Teillier y a uno que otro joven poeta díscolo que desollamos a más no poder, aguijoneados por el aire costino, el rumor del río y el tinto vinillo que se nos iba acabando. Una guitarra a veces nos escuchaba reír, declamar o pleitear por asuntos que realmente no valían la pena el más mínimo disgusto.
Muchos pájaros han volado sobre los puentes, y Alejandro Lavín se nos presenta ahora apertrechado con un soberbio trabajo literario denominado Fiesta del alfarero, donde se nos revela y confirma como el sólido y auténtico poeta que nunca ha dejado de ser, a pesar de su mutismo consuetudinario. En 1964 había publicado Los gallos suburbanos, poemario de escasa y nula difusión, aunque ya se atisbaban en él los méritos personales de su lenguaje, temple y motivos que en el presente conjunto de poemas se potencian, pulen y maceran. Aquel cuadernillo, como casi siempre ocurre con estos afanes líricos del porfiado corazón, pasó por el valle del río de las lluvias perfectamente desapercibido; sin embargo, esta ofrenda dejaría en la memoria emotiva de uno que otro honesto amante de la poesía (Villablanca, Rafide, Jauch, Ross, Mesa Seco y alguno más), resonancias de versos de un carácter que no dudaron en estimar en su momento como esenciales. Y el tiempo les ha dado la razón, puesto que, a pesar del postmodernismo avasallador, estos no se han querido esfumar en las nieblas del olvido. Hoy insiste en el oficio de las letras y, sinceramente, creemos que su voz en esta oportunidad no va a pasar inadvertida.
II
Si tuviéramos que hacer una aproximación estética a estos poemas, breve, por supuesto, dada la naturaleza de un prólogo que se precie como tal, repararíamos en dos o tres ideas que quisiera comentar.
Empecemos por precisar que la obra de Lavín es muy difícil de clasificar, tanto en alguna generación como en una corriente o estilo literario, entre las voces más conocidas de la poesía chilena actual y, aún diría, universal. Su propuesta se remonta a una escritura pre-moderna, anterior a los experimentos de los ismos, tan célebres en su cuarto de hora y que pasaron tan fugaces como flor de un día por los escaparates metropolitanos. Esta poética en comento se nutre de autores de las más variadas disciplinas y coordenadas geográficas, poniendo su epicentro en una estética renacentista, aristotélica, si se quiere, dejando que la armonía greca y sus derivados inunden la hoja en blanco del poeta. Los grandes creadores contemporáneos no desdeñaron jamás a los clásicos antiguos.
El registro de Alejandro Lavín - poemas menores; léase versos cortos - se reviste y carga de una potente densidad, concluyendo, comúnmente, airoso en la tarea de elevar materiales ordinarios a la plenitud de la metáfora-símbolo; expresión estilística tal vez heredada de las iluminadoras teorías estéticas de Raimundo Kupareo, Carlos Bousoño y Gastón Bachelard, y que ha aplicado con sapiencia en su particular proceso creativo por estos andurriales maulinos. Tales influencias han sido constantemente reafirmadas por frecuentes y profusas lecturas que hace de pensadores y filósofos afines a su temperamento contemplativo.
Resumiendo, entonces, el párrafo anterior, nos situamos ante una poesía eminentemente hermética. Pero la novedad en esta propuesta se encuentra en que sus motivos no son únicamente metafísicos o existencialistas; su temple festivo se refocila en la floresta perfumada y fecunda con una simplicidad franciscana, desenfocando nuestra acostumbrada manera de relacionar a los poetas adustos y solitarios con versos amargos y denostadores. Lavín no; él se siente bien en el anonimato más rotundo, admirando la minucia y su esplendor. Vive encantado en su propia edad de oro que va reinventando en cada paraje que lo emociona con su preciosa carga humana, sumida siempre en las faenas rústicas y elementales de un tiempo inmemorial: muchachas, inquilinos, viejas de aldea que afanan con la leña y el agua. Sólo él descubre arrobadora belleza donde otros apenas ven polvo, indiferencia y hastío.
Lenguaje culto, cultísimo, haciendo reiteradas referencias especialmente a la música renacentista (Monteverdi, Antonio de Cabezón)y clásica (Bach, Stravinski), entre otras expresiones asimiladas del mundo plástico y literario, tales como la pintura de Picasso y la escultura de Rodin, incorporando, de paso, incrustaciones idiomáticas del léxico popular y refranero. Lenguaje, digo, al que estamos poco habituados después de la irrupción de Parra con su simpática antipoesía; pero textos absolutamente asequible tras pacientes relecturas que se nos van haciendo paulatinamente reveladoras de otros matices e interpretaciones que no captamos a simple vista. Debemos hurgar en de las mismas imágenes que ya nos iban pareciendo obtusas, para que se nos revele el canto profundo y sabio que ha plasmado el poeta. Estimo que la poesía, en este caso, exige lo mejor de nosotros para revelársenos con gracia y donaire, con total desnudez y hermosura, tal cual si tuviéramos que atravesar un oscuro bosque con matorrales enmarañados para llegar sedientos, moribundos casi, a una vertiente cristalina.
Así es esta poesía; así también, estimo, es la mejor poesía.
III
¿Desde qué remotísimo pacto con la materia desnuda, con los elementos prístinos, ha emergido semejante voz poética que no dudamos en calificar de magistral? No tengo la respuesta, pero sin duda ha dejado latiendo en nosotros esa alegría para siempre de la que nos hablara Keats. Palimpsesto prodigioso que se fusiona, germina y macera en palabra sapiente y agreste, pétrea e ígnea, lárica y holística, íntima y cósmica.
Por último, se agradece al poeta el que haya escrito tal obra en un dificil trance de su vida. El arte, de esta forma, nos reafirma las mejores cualidades del ser humano ante los remilgos del vacío, de la nada y de la muerte que se incuban en esta sociedad neoliberal que tan burdamente ha extraviado el rumbo.
Talca, otoño del 2010.