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SOBRE LA DANZA DE LOS CUERVOS…

Por Alejandro Lavquén

 

 


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El libro La danza de los cuervos, el destino final de los detenidos desaparecidos, del periodista Javier Rebolledo, ha sido publicado recientemente por CEIBO Ediciones. Se trata de una investigación acerca de uno de los lugares más siniestros de los implementados por la DINA para retener, torturar y asesinar personas, el cuartel Simón Bolívar, ubicado en el número 8.800 de la calle del mismo nombre en la comuna de La Reina. En aquel lugar –del cual nadie salía con vida- fue asesinada en 1976 la dirección clandestina del Partido Comunista encabezada por Víctor Díaz. Allí funcionaba la siniestra Brigada Lautaro, a cargo del capitán Juan Morales Salgado, agentes de íntima confianza de Manuel Contreras, al extremo de haber sido encargados de “su seguridad”. Junto a ellos actuaba el llamado Grupo Delfín, creado para exterminar a los dirigentes y militantes del Partido Comunista. Este grupo era comandado por el capitán Germán Barriga Muñoz. En el cuartel Simón Bolívar se decidían las desapariciones de personas y se practicaban las más atroces torturas. De esta instancia de la DINA y sus delitos se tenía noción, pero no existían datos certeros para poder dar pie a una investigación judicial sobre la base de hechos concretos. Esto hasta la captura, en el año 2007, de Jorgelino Vergara Bravo, en la VII región, gracias a las pesquisas del inspector Claudio Pérez de la Brigada de Derechos Humanos de la Policía de Investigaciones. Jorgelino Vergara sería clave para la investigación impulsada por el ministro Víctor Montiglio y la captura de unos setenta agentes de la policía política y su posterior procesamiento por crímenes de lesa humanidad. Algunos de estos agentes, a la fecha de la captura de Vergara Bravo, permanecían en el más absoluto anonimato.

Pero ¿quién es este personaje, del cual se tenían vagas noticias? Jorgelino Vergara fue, como él mismo se definió en su declaración ante el magistrado, “asistente de mozo en la casa del Mamo Contreras”, función que luego habría continuado en el cuartel Simón Bolívar, asegurando que él jamás torturó ni mató a nadie, acciones que algunos agentes sí aseguran que Vergara realizó. Incluso un agente lo inculpó de ser el autor de la muerte de Víctor Díaz. Su “carrera” la comienza en la casa de Manuel Contreras, donde fue llevado, cuando tenía casi dieciséis años de edad, por sus dos hermanos que vivían en Santiago y que trabajaban para personas vinculadas a la dictadura. Como asistente de mozo fue ganándose poco a poco la confianza de la esposa e hijos del jefe de la DINA, al extremo que veraneó con ellos. Más tarde, como “premio” a su disciplina y despliegue servicial, y tras recibir adiestramiento en armas de fuego y defensa personal, pasó a ser parte de la DINA como mozo del cuartel Simón Bolívar, donde sería testigo de las peores atrocidades mientras servía el café durante las sesiones de tortura. Todo esto lo contaría ante el juez Montiglio, que investigaba el llamado Caso Conferencia, lugar donde cayó la mayor parte de la dirección del PC. Pero ¿Diría toda la verdad? También cumplió funciones de agente haciendo guardia en el cuartel y en casa de Contreras, además de patrullajes, aunque él dice que no era agente en el sentido “profesionalizado” al que siempre aspiró, porque no le pagaban como tal sino el mínimo y jamás dejo de cumplir sus labores de “mocito” ¿Cinismo? ¿Sorna? ¿Desprecio? Quizá más que eso.

Libros como éste, por muy crudos que resulten, son necesarios pues rescatan la memoria de un período sinistro de nuestra historia que no debe ser olvidado. Y no se piense que se pide recordarlo por masoquismo, sino que se recuerda para crear conciencia de que lo sucedido en Chile no puede volver a repetirse jamás, así como para educar a las nuevas generaciones en el respeto irrestricto de los derechos humanos y en la necesidad de hacer justicia. Sin justicia no puede existir una sociedad sana ni podrá existir reconciliación de ninguna especie. Las violaciones a los derechos humanos fueron atroces y hoy la derecha y los militares pretenden que la impunidad arroje un manto de olvido sobre lo hechos de los cuales ellos son culpables. Una muestra es que medios de prensa como La Tercera y El Mercurio han callado ante la publicación del libro La danza de los cuervos, y la televisión abierta lo mismo. No quieren que la ciudadanía se entere de las bestialidades cometidas por los militares amparadas por la derecha. Además muchas personas vinculadas a los medios de comunicación neoliberales solidarizan con quienes atropellaron los derechos humanos; entonces, qué mejor para ellos que el silencio.

Lo grave del silencio sobre estos asuntos es que se presta para encubrir a personajes que habiendo hecho la vista gorda ante los crímenes de la dictadura –es decir, haber sido cómplices- hoy aparecen como adalides de la democracia e interlocutores válidos frente a la sociedad, incluso muchos de ellos ocupan –o han ocupado, después de 1990- cargos públicos. Ejemplos de estos personajes tenemos muchos: Alberto Cardemil, Sergio Onofre Jarpa, Agustín Edwards, Cristián Labbé, Iván Moreira, Sergio Melnick, Ambrosio Rodríguez, Raúl Hasbún, Hermógenes Pérez de Arce, Pablo Rodríguez, Alfonso Márquez de la Plata, etcétera. Esto sin contar a los cientos de ex agentes de la DINA y CNI que están pasando desapercibidos y la justicia no hace nada por encontrarlos y juzgarlos. Tras las declaraciones judiciales de Jorgelino Vergara y las de los agentes que fueron detenidos y confesaron sus crímenes quedó claro que los cuerpos de los detenidos desaparecidos fueron arrojados al mar, hechos desaparecer en socavones, en Colonia Dignidad y otros lugares que quizá jamás sean identificados. Tras la tortura y luego de asesinar a los detenidos, los agentes les quemaban el rostro y las huellas dactilares con sopletes, en un acto de enajenación extrema. El “mocito” también confiesa que realizó seguimientos a numerosas personas, entre ellas gente vinculada al arte y al deporte: Héctor Noguera, Schlomit Baytelman, Carlos Caszely, Leonardo Véliz, Fernando Ubiergo, Nano Acevedo, entre otros. Además cuenta que uno de los financistas de la DINA fue el empresario Ricardo Claro.

Acerca del personaje central del libro, Jorgelino Vergara Bravo, sobre el cual también se realizó un documental llamado El mocito, a cargo de Marcela Said y Jean de Certeau, debemos decir que hoy se encuentra libre y viviendo como cualquier chileno más dentro del territorio, el juez Montiglio nunca lo procesó pues era menor de edad cuando ocurrieron los hechos en los que se vio involucrado como “mocito” del cuartel Simón Bolívar. Por otro lado, Jorgelino Vergara Bravo resulta ambiguo y contradictorio en muchas de sus declaraciones y respuestas. Incluso realiza reflexiones absurdas que tienden a la megalomanía, como la que hace sobre Dios al final del capítulo 24 del libro. Tras la “caída” de la DINA pasó en 1977 a formar parte de la CNI como miembro del cuartel Loyola hasta que fue dado de baja en 1985. Es notorio que Jorgelino Vergara se cree importante, dueño de secretos que no puede revelar pero que son fundamentales. En momentos da la impresión de que se siente salido de una serie de televisión relacionada con espías. En el relato el “mocito” deambula entre dualidades ¿víctima o victimario?, algo que nos parece fuera de lugar y ajeno a la realidad de los hechos, incluso el término “mocito” se percibe, de alguna manera, como cuando al genocida Augusto Pinochet comenzaron a llamarle “El Tata”. ¿Humanizarlo? ¿Por qué?, todos tenemos padre y madre, sufrimos y sonreímos durante nuestras vidas, y si faltamos a la ley somos enjuiciados, y si debemos tenemos que pagar. Así debería suceder con Jorgelino Vergara y otros como él que hoy permanecen impunes, a vista y paciencia de las autoridades.



 

 

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