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RETRATO DE UNA PROFESORA PRIMARIA DEL SIGLO XX, MI MADRE

Por Adriana Lassel



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¿Y si en realidad no la conocí? Mis recuerdos personales son fragmentos de vida y largas ausencias. Mi memoria guarda imágenes de armonía e imágenes de discordia. La emoción que me provocaban estos recuerdos puso un freno a la curiosidad normal de querer conocer mejor su trayecto vital. Hoy, mi mirada irá a la persona que ella fue y con lo poco que sé. A mi edad puedo comprender y admirar sus cualidades, sobre todo la independencia de carácter que mostró desde su juventud. Pero no sé lo que dijo, no escucho el sonido de su voz ni conozco las palabras que empleó en ese tiempo en que yo aún no existía o era muy pequeña.

El mundo de mi madre desapareció, aún el mundo de mi edad adulta ha cambiado enormemente. Ningún joven puede imaginar hoy cómo se vivía entonces sin internet ni Smartphone, sin la rapidez para viajar  ni la información casi instantánea; sin  consolas ni juegos videos; sin  lavaplatos ni lavadoras. Volver pues, a la vida de mi madre es desenterrar hechos que son ya polvo y olvido.

Tenía 35 años cuando yo nací. Me dijeron que sentía miedo del parto a causa de su edad porque según la creencia de entonces  era un riesgo dar a luz pasados los treinta. Pero no era miedosa, al contrario, era intrépida y valiente. Nací en la casa de mi abuelita que era matrona. Todo pasó en familia, mi abuelita y dos de mis tías, también matronas se ocupaban del parto y mi tío cuidaba que dos de mis hermanos, niños todavía no entraran en la pieza.

Mi madre daba a luz al sexto de sus hijos.

Era la mayor de una familia de seis hijos de la clase media santiaguina. Sentía hacia su hermano Manuel y sus cuatro hermanas un profundo cariño. Mis tías eran mujeres de carácter, generosas y trabajadoras. La vida no siempre fue amable con ellas pero las recuerdo a todas con un alma combativa, haciendo frente a la borrasca cuando les caía encima.

Contaba con dieciocho años cuando recibió su título de contadora comercial. En esa formación se habían conocido con mi padre, él empieza, pues a dar los primeros pasos en el ejercicio de la profesión pero a ella no le sedujo ese trabajo. Su vocación era otra: quería ser profesora, maestra de niños de clases preparatorias.

Corría la segunda década del siglo XX.  Mi madre, conocida hasta entonces por ser una jovencita  que  sabía tomar sus decisiones y llevarlas a cabo —fue la única mujer en su clase en el Instituto de Comercio— se encuentra de pronto frente a hechos que cambiarán su vida: muere prematuramente su padre, causándole un gran dolor y dejándola sin sus consejos;  al mismo tiempo decide dejar de lado su título de contadora y seguir unos cursos para ser maestra.

En este impulso de iniciar su vida laboral como enseñante se convierte en madre de un varoncito y al año siguiente da a luz nuevamente a una niña. Se diría que su destino ya estaba trazado por la tradición: debía dedicarse a las tareas domésticas y a la crianza de sus hijos.

¿Cómo la vida cambió su destino? No lo sé. Sólo veo su fuerte voluntad de realizarse en lo que quería ser y su desafío a la sociedad. Desafío como mujer, como madre, como maestra.

En esos años ya había en el país movimientos por la emancipación femenina y proyectos de ley para dar derechos de ciudadanía a la mujer. Pero en el interior de la sociedad esta emancipación era mal vista no sólo por los hombres, sino también por las mujeres. Presumo que fue desaprobada por las mujeres de la familia paterna. Sin ser una militante, mi mamá guardó toda su vida una gran admiración por las luchadoras que hicieron avanzar la causa de la mujer.  Era también simpatizante del partido comunista en el cual se encontraban altas personalidades del magisterio chileno.

En ese tiempo, pues, en que ya es madre de Cesar y Amanda decide aceptar un cargo de directora y única maestra en la escuela rural de Ramadilla, situada a 355 Km. al norte de Santiago. Partió con sus niños de dos y tres años dejando a mi padre ocupado en instalar en Santiago a su propia familia, su madre,  cuatro hermanas y un  hermano, llegados hacía poco a la capital desde el sur del país.

Ramadilla, pueblo de la región de Coquimbo tenía poca importancia pero una larga historia como lo demuestran algunos petroglifos de la región y el hecho de que en esa localidad se hubiera instalado uno de los primeros asentamientos españoles. Era un lugar precordillerano, de calle única trazada en la falda de la montaña a 1550 metros sobre el nivel del mar. Para llegar hasta ahí era necesario detenerse primero en la ciudad de Combarbalá, situada en el valle a varios kilómetros más abajo. Debido a los pocos medios de transporte de esos años el pueblo vivía en un cierto aislamiento que llevaba a sus habitantes a vivir, en cierto modo, como sociedad cerrada.

Un día vieron llegar a la nueva directora, una bonita mujer joven, acompañada de dos niños de baja edad, que empezó a conversar con todo el mundo, sonriente, expresiva y que se instaló en los aposentos contiguos a la escuela, en el extremo de la Calle, allí donde ésta se abría y donde se encontraba la iglesia, construida hacía unos veinte años  y el retén de Carabineros.

Mi madre pasó a ser un personaje importante del pueblo, junto al cura y al carabinero.

Ella era de fácil comunicación, de esas personas que en una fila o en una sala de espera empieza a conversar con la persona que está a su lado y que pronto pueden tener una animada charla. Me imagino, pues, que no le fue muy difícil irse conquistando a la población del pueblo. La gente de Ramadilla era de estrato social medio bajo que vivía de la agricultura de subsistencia trabajada en sus propias chacras. Algunos hombres se desplazaban por la región en trabajos de temporadas frutícolas y uno que otro realizaba trabajos de minería.

Hacía pocos años que había sido promulgada la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria. Eso significa que todos los niños tenían que ir a la escuela. Como lo hizo durante toda su vida de maestra rural iba a la casa de la gente a conversar con ellos para convencerlos de mandar a sus hijos a estudiar. El mejor incentivo era ofrecer un desayuno por la mañana, antes de las clases.

Fue, pues a Combarbalá, cabeza de la comuna y empezó su batalla de pedir leche para su escuela, libros para su escuela, juguetes en navidad para su escuela. Aumentó la matrícula y pudo esperar que sus alumnos, por lo menos algunos, después del certificado de Estudios primarios pudieran ir a Combarbalá a continuar sus estudios.

No sé con qué regularidad bajaba de su pueblo montañés para ir a la ciudad. Pero sé que allí se hizo de amigos, sobre todo la familia González  le ofreció cariño y hospitalidad. Con ellos tuvo una amistad que se prolongaría en Santiago, años después, cuando alguno de los hijos  se fue a la capital.

Mi papá, mi abuelita y alguna de sus hermanas iban a visitarla. La región era bonita, con un riachuelo cercano a la montaña y mucha vegetación. Quedó muchos años en ese lugar, mi hermano Octavio y luego Manuel nacerán en Combarbalá   quedando esa ciudad norteña para siempre,  inscrita en nuestra historia familiar.

Muchos años más tarde, cuando yo era adolescente mi madre quiso visitar Ramadilla y me llevó con ella. Era un regreso a su pasado, a su juventud, a la región que iluminaba algún rincón de su alma.

Transcribo algunos párrafos de mi libro “Aquella Casa Nuestra”:

Llegamos primero a Combarbalá donde fuimos recibidos por la familia González. «La señora que nos recibió y su familia se contaban entre las amistades más cercanas que tuvo mi madre en sus años de Ramadilla. Nos encontramos en una buena casa de pueblo (…) Creo que en esa casa mi mamá removió recuerdos y se impregnó de nostalgia. Comprendo que ella  pensaría en esa joven que era entonces, la que trajo al mundo a dos de sus hijos, posiblemente en esta misma casa.

El viaje continuó con la subida a Ramadilla que es una larga calle que corre a 1550 metros sobre el nivel del mar. Este último  trecho antes de llegar a nuestro destino final lo hicimos montadas a caballo, pertenecientes a la familia González. Alguien nos acompañaba montado sobre un burro.

El paisaje era árido y pedregoso lo que nos hacía subir lentamente, pero la montaña se acercaba poco a poco. En una época anterior a los españoles los habitantes de  esta región habían dejado vestigios de su paso por la tierra, trazando  dibujos sobre la piedra. No recuerdo cuánto tiempo duró esta travesía pero me imagino que no mucho.

A los pies de la montaña corre un riachuelo y el paisaje se anima de verde. Llegamos a Ramadilla, allí donde mi mamá comenzó su carrera de maestra rural. La historia familiar dice que se destacó como una mujer de coraje y sociabilidad, siendo respetada por niños y adultos. Así se comprende la alegría con que nos recibió la gente,  invitándonos a sus casas, ya sea las que sus huertas descendían hacia el riachuelo o aquellas cuyas chacras subían por la montaña” (Aquella Casa nuestra, pp.33-34 Editorial Escritores.cl)

La siguiente escuela fue la de Graneros, ciudad de la región del Libertador B. O’Higgins, a 74 Km. al sur de Santiago y 12 Km. al norte de Rancagua, la ciudad cercana más importante. Mi madre ya estaba en la fértil región de los valles centrales, donde priman la agricultura y las empresas mineras, en especial la ciudad minera de Sewell, en la cordillera de los Andes.

Ella llegó a una ciudad nueva. Hacía sólo 30 años que ésta  había sido fundada  en las tierras de la antigua hacienda de la orden religiosa de la Compañía de Jesús. Cuando la hacienda fue dividida en fundos, el heredero del fundo Los Torunos dio vida a un poblamiento, delineó calles y les dio nombres y en 1899 el poblamiento adquiere el título oficial de Villa Graneros. Factores como la instalación de una fundición metalúrgica, del paso de la línea férrea en 1905 y del camino longitudinal hacia el sur dan a este caserío un crecimiento físico importante.

He leído en el  Diario Independencia, publicación virtual, el testimonio de una señora que vivía en Graneros por los años en que mi mamá trabajaba allí. Acompañada por su nieta, quiere visitar su antigua escuela pero no la encuentra; quizás un terremoto o quizás el tiempo derrumbaron la vieja construcción.

Las escuelas de la época eran construcciones ligeras, de adobe, vulnerables no hechas para perdurar. En Graneros quedan en pié  la iglesia y las casas de los señores, los herederos de las tierras de los jesuitas.

Pero para mi madre, Graneros fue un paso más en su carrera de maestra y fue el lugar de nacimiento de su hijo Leonidas. Allí llegaron otra vez mi abuelita y mi tía Toya, matrona también, para asistirla en su parto. En realidad, mi abuela nos trajo a todos los hermanos al mundo así como mi madre fue la primera maestra de todos.

Después de Graneros se fue a la escuela de Olivar Bajo que estaba ubicada hacia el norte del pueblo cerca del río Cachapoal y en la frontera con la comuna de Rancagua. Quizás la cercanía con Santiago o quizás porque no se sintiera bien, lo cierto es que mi mamá se fue a pasar sus últimos días a la casa de su madre y así es como yo nací santiaguina.

Dos o tres años después tuvo un traslado definitivo a la ciudad de Santiago, donde trabajó en diversas escuelas  de la ciudad, pero a estas tareas pedagógicas se agregan otras de carácter educacional o quizás sindical. No lo sé bien. Durante mi adolescencia la vi moviéndose en este torbellino, pero hoy no sabría decir exactamente qué es lo que hacía. Sólo recuerdo que siendo yo estudiante de 22 o 23 años mi mamá se acercó a mí y me pidió que la ayudara a preparar unos exámenes. Sus ojos y su cuerpo ya estaban cansados y su cabeza era blanca pero quería terminar ese curso en el que se había embarcado.

Se puede apreciar en este relato que la juventud de mis padres transcurrió cuando el país era joven, una nación en formación, con el predominio político de las clases aristocráticas y dueñas de las tierras. Dentro de esta sociedad tradicional, católica y heterogénea mi madre aparece como una mujer atípica y excepcional.  Mis padres vivieron con una libertad anterior a su época.

Tal como la recuerdo en mis años juveniles, mi mamá era el pino que da sombra en un día de sol, la dueña de casa que podía cocinar para un montón de personas los fines de semana o los días de fiesta, la madre o la tía que partía de vacaciones con sus hijos y sobrinos, organizando actividades y paseos, como una maestra con su colonia de vacaciones.

Podía ser gritona y hasta excederse en el lenguaje (¿huella de sus años rurales?). No era persona de mimos o palabras cariñosas. Era tierna a su manera, antes que nada en su activa preocupación por alguien. Eso lo conocí en su relación con sus nietos, sobre todo los mayores. Se ocupaba de ellos, podía defenderlos como una leona, o protegerlos como una coraza. El mayor de todos los nietos, Fernando, la recuerda en unas líneas: “Doy gracias al cielo de que hayan existido los abuelitos (…) La abuelita era hermosa con su cabello blanco y sus dientes de perlas, su orgullo. Con su tez de un color moreno claro y sus facciones finas era la imagen de la reina árabe o sultana de las historias que me contaba el abuelito”

Su hermano Gandhi vivió con mi mamá en la escuela de Los Lirios (a 97 Km. al sur de Santiago), en la cual ella trabajó cuando, después de jubilarse, encontró su vida vacía y se reintegró a la educación. A Gandhi lo atacó la poliomielitis a la edad de un año y cuando vivió con su abuela en Los Lirios, era cojo de una pierna. Gandhi dice hoy día de ella “Gran parte de mi infancia la viví con ella, quien me dio la fortaleza para caminar y para ser una persona”.

Eso es lo que puedo contar de mi mamá. No viví mucho tiempo con ella —salí de mi casa a los 24 años— pero los viajes que hicimos juntas, uno a Ramadilla y el otro a Punta Arenas, el norte y el extremo sur del país, son joyas que brillan en un rincón de mi memoria.


Clichy-la-Garenne, junio 2020

 

 

 




 

Imagen superior: Paisaje de Ramadilla, Norte de Chile


 

 



 

 

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