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Adriana Lassel | Autores |




 







Vengan a ver los buitres en la ciudad

Adriana Lassel



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La Estela es una mujer sufrida y valerosa. Siempre la he visto doblada sobre su máquina de coser haciendo faldas,  camisas o vestidos para sacar adelante sus dos hijos. El marido, que gana bien su vida con su imprenta, se gasta toda la plata en el nido que le tiene a su joven amante. El hombre no ha abandonado su familia,  pero viendo que su mujer trabaja,  le deja poco o ningún dinero y más de una vez, el sinvergüenza, llega a casa pidiendo de comer.

La primera vez que me habló de lo que pasaba en la puerta de la Cárcel-1 de Santiago la miré incrédula y ella me echó una de sus sonrisitas irónicas. Mi amiga se gasta un fuerte sentido del humor, acompañado de la ironía, pero esta vez sólo me dijo: “Claro, vos te creís too lo que dice el gobierno y los diarios y la tele. Pero tú conocís a mi hjo, ¿podís creer que se metió a quemar edificios?”

Yo conocía al Pato y a la niña, la hermana chica. Somos vecinos en la calle Nataniel y a los hijos los conozco desde cabritos, sé que el Pato es un buen chiquillo. La verdad, no lo veo como un violento. Entonces, para reparar mi actitud idiota le dije que quería acompañarla a dejar la encomienda. Protestó que no se trataba de un paseo,  que había que levantarse muy temprano,  que había que soportar mucha humillación, pero al final aceptó.

Sí, mi amigo, usted que es un joven periodista con ganas de hacer un buen artículo, ahí tiene material para hacerlo. Le voy a contar.

Pocos días después la Estela golpeó a mi ventana a las cinco de la mañana. Cuando llegamos al lugar, como era de noche, el alumbrado público no alcanzaba a suprimir ciertas zonas de sombra. De allí venía el ruido de los que se atareaban con sus puestos de venta. Porque sí, resulta que allí no sólo llegan familiares o amigos a dejar una bolsa para el cabro que está encerrado adentro y que quizás ya está despierto, pensando que al otro lado de las paredes está su madre, o su padre que vendrán ese día a dejarle algunas cositas para comer o la ropa que esperaba porque hace frío allá adentro. Allí también hay vendedores, una discreta feria con gente de mala facha que de verlos, me puso tensa.

El lugar respiraba con un ruido sordo de gente hablando bajo o de autos que llegaban, depositaban a alguien y volvían a partir. Estela, que hasta el momento avanzaba junto a la alta reja que separa la cárcel de la calle se detuvo al final de lo que se podría llamar una fila de gente. Ella tenía el ojo para ver que era una fila, yo veía más bien grupos de personas, unos detrás de otros. Más adelante se veían unos toldos, protegiendo a los que estaban ya instalados en unos pisos de plástico. Muchos pisos se veían vacíos. Cerca de la puerta de entrada alumbraba una fogata, quizás para calentar a los que estaban bajo los toldos o a  los que se movían  diariamente por allí.

Le pregunté a Estela que por qué no íbamos a sentarnos bajo los toldos. Me respondió: “porque ese es el lugar de los que pagan”. Recordé lo que me había dicho días antes. Una mujer había levantado el negocio de poner pisos de plástico y vender el lugar a unas cien personas o más. Estos quedaban en primera posición, cerca de la puerta de entrada. Los que estaban fuera de los toldos, de pié, aguantando frío o lluvia, tenían que esperar que pasaran los cien primeros.

Comprendí el abuso de los que hacían esto y de los que lo permitían. Estela me susurró: “una vez vi a la mujer pasar un atado de billetes a un gendarme”; “¿Está por aquí ella?”, le pregunté. No, no estaba la rubia teñida, la patrona del negocio, pero estaba una empleada suya.

Estela dejó la bolsa en el suelo. “Se ve todo tranquilo, pero no te engañís, por un cualquier ná se pueden oír gritos e insultos, no de nosotros, sino de la mafia que anda por aquí”. Fui comprendiendo lo que quería decir cuando me hablaba de humillación: en ese lugar no había respeto por los familiares de los prisioneros, no sólo tenían que esperar desde la madrugada para entregar la encomienda para sus hijos sino que tenían que soportar el no poder verlos.

Como si fuera un eco, se oyeron altas voces deformadas por la rabia y luego dos hombres se agarraron a combos. Otros se interpusieron y luego vino un gendarme a ver qué pasaba. Estela murmuró “siempre que no saquen cuchillos”. La disputa se calmó, los insultos disminuyeron y volvimos a nuestra situación de espera. Pensé que teníamos para rato allí y luego miré los pies de Estela y sus zapatos de gruesas suelas. Estela tenía una pierna más corta que otra lo que le daba un contoneo al caminar. Me dijo una vez que si de chica la hubieran operado, su vida habría sido más fácil, y para colmo ahora tenía  una artritis en la cadera; “Estela, ¿te causa mucho dolor quedarte tanto rato de pié?” le pregunté. Me miró y adiviné su sonrisita, debajo de la mascarilla. “Un poco, es la cadera que me duele, pero te aseguro que tengo aguante, pá qué te digo lo que he aguantado en mi vida, pero tener a mi niño encerrado aquí es algo que me duele mucho más que la cadera”. Sus ojos se entristecieron  y se calló.

En eso pasaron cerca de nosotros tres señoras, con sus encomiendas en los brazos. Una se detuvo unos segundos para saludar y luego corrió detrás de las otras. “¿Son de las que pagan?”, pregunté. Supe entonces que era la mamá de un joven que ya iba para el año  que estaba encerrado en esa cárcel, en prisión preventiva. Semana tras semana había hecho la fila desde el amanecer. Vio   llegar la primavera, los calores del verano. Temblaba ante la idea de que su hijo se contagiara con el corona virus o que se enfermara con los fríos que  trajeron el otoño y luego el invierno. Con el cuerpo y el espíritu cansados decidió pagar, llegar más tarde, esperar sentada, no imponerse más sufrimiento.

Las otras dos eran personas voluntarias que  traían encomiendas a los jóvenes que no tenían familia en la capital.

Hubo un movimiento entre la gente que estaba bajo los toldos, parece que iban a abrir las puertas. De pronto vimos a la madre que nos había saludado anteriormente, haciendo señas a Estela para que se acercara. Resulta que habían pagado cuatro asientos y quedaba un lugarcito que le ofrecían.

Es cierto que la patrona no andaba por allí, pero sí la empleada y ésta tenía un ojo de águila para dominar el lugar. No sé cuánto tiempo llevábamos allí, yo de pié detrás de las cuatro mujeres instaladas en sus pisos cuando oigo una voz destemplada, aguda, vomitando insultos: ¿y qué hace esta huevona aquí sin pagar? al tiempo que dejaba caer su mano, llena de anillos, sobre el brazo de Estela.

Escuché un grito que no supe identificar, aunque sabía que había brotado de la garganta de Estela. No era sorpresa. No era miedo. No era ni siquiera su voz. Fue un corto grito de terror, un grito que me puso la carne de gallina, y quedó vibrando en mis oídos. No soporté ver la humillación de mi amiga quien buscaba levantarse y deshacerse de la mano que la agarraba. Espera huevona, le dije en su propio lenguaje a la mujer, yo te pago su piso. Me miró y sin ser experta reconocí la mirada de una drogada.  Yo te pago su piso, repetí, ¿cuánto querís? Le di las cinco lucas que me pidió y puse suavemente mi mano sobre el hombro de Estela. “Siéntate tranquila, se acabó”. Estela no dijo nada, quedó un instante cabeza baja, abatida, con la bolsa sobre sus rodillas.

Pero ya dije que no era una pobrecita mujer, tenía carácter y era valerosa. Poco a poco fue reponiéndose, la cabeza alta, el rostro sereno y cuando empezamos a avanzar hacia la puerta me miró  y adiviné su sonrisa bajo la mascarilla: “Gracias”.

Cuando todo terminó y nos encontramos de nuevo en la calle Estela reía: “me dejaron pasar los sándwich de pollo con palta”. Que no le rechazaran sus bocaditos hechos en la misma madrugada, la hacía feliz. Por mi parte yo saboreaba el placer de haber hecho de contra-poder, unos instantes, a la mujer que organizaba y operaba la estafa inadmisible sobre los familiares y amigos de los prisioneros de la revuelta de octubre 2019.

¿Qué le parece, mi amigo periodista, se atreve a contar esto en su diario?

Octubre 2020

 



 

 

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