Lo cotidiano me enseñó su rostro (Ediciones Estrofas del Sur), de Alejandro Lavquén, se parece al recuento que hacemos de lo escrito, después de publicar algunos poemarios y de llegar —o estar cerca— a cierta edad declarada eufemísticamente como “tercera”; creemos entonces que debemos dejar algún testimonio definitivo de lo vivido y reflejado en nuestros versos, para que sirva de algo a lectores del futuro. Desde los poemas de los primeros libros de Lavquén se percibe que se ha escogido esta hoja de ruta, persiguiendo tal vez esa huella: las vivencias de la niñez y los dolorosos sucesos que generó la sanguinaria dictadura en Chile; la imaginación poética que acompañó las primeras creaciones con flechazos de la memoria, combinados con la belleza que exige el verso.
El mensaje siempre se encuentra al lado de la justicia, aunque pueda ser incómodo a unos u otros, sobre todo a quienes les interesa conservar una imagen pintoresca de Chile y no “cogen al toro por los cuernos”, haciéndoles pases y banderillas…, porque la verdad sin afeites siempre molesta a alguien. El poeta le incorpora una plataforma mitológica que la hace perdurable. La cultura grecolatina, que también forma parte de la hibridez latinoamericana, se convierte no pocas veces en recurso reiterado, válido para desempolvarla y hacerla más presente, al conducirla por los caminos de la justicia social, actualizándola y aterrizándola a situaciones concretas, a pesar de que no pocos la quisieran escondida en Grecia, bajo asépticos programas académicos.
La poética personal de Alejandro es confesional y se confunde con la poesía social; de ahí brota un compromiso sincero, casi impúdico, muy raro actualmente; se trata de una lucha cotidiana frente a poderosos cantos de sirenas disfrazados con los más tentadores atractivos, “las sillas que invitan a sentarte”, según la canción de Silvio Rodríguez; incluso, usando el discurso rojo de la “izquierda” y las banderas de los antiguos revolucionarios, el lenguaje cínico del “haz lo que digo, pero no lo que hago”. Ya conocemos demasiado bien a esos farsantes trepadores, han sido un desastre para el verdadero avance de la emancipación social en nuestros pueblos.
El balance de la definitiva cotidianidad con la suficiente memoria ha marcado el verdadero camino, más allá de cualquier dogmática teorización o doctrina extranjera. Las historias personales desde la intimidad del amor hasta la tragedia vivida, la desmitificación de la sociedad contemporánea preñada de intereses egoístas bajo las más creativas máscaras y el tránsito de la hipocresía “viceburguesa” —como decía el Che— de la colonialidad al atroz cinismo de seudorrevolucionarios de los más variados colores políticos, señala la vía de esta denuncia en versos comprometida con la vida, al margen de representantes ideológicos, burocratismos partidistas y discursos obsoletos y ridículos frente al horror de la actual turbulencia.
Una lectura entre líneas de su poética, siempre acompañada por la belleza, revela el verdadero rostro de una realidad que va desde la bohemia juvenil hasta el pensamiento crítico de la madurez expresiva, con no pocas influencias de la procacidad del otro Pablo, el de Rokha. La Grecia del poeta ni siquiera es Chile, sino el universo habitado en su cotidianidad y que sirve para cualquier sitio: su existencia se ubica entre el laberinto de la pobreza y las sombras de los nuevos mercaderes, sin abandonar el alimento espiritual de la poesía; su discurso, fundido a su vida, da cuenta de la filosofía de la orientación y el quehacer de los que sobreviven desde abajo y adentro.
La presencia del amor en la obra de Alejandro es constante. El amor al prójimo y a la pareja, el amor romántico a primera vista consagrado en el sexo y el de la costumbre; el amor convertido en cariño y apego familiar; el amor a las ciudades, a sus rincones perdidos, cantos y querencias, con los repasos de intensos lugares y recuerdos reiterados en compañía de amigos, una bohemia que nunca termina porque perdura en la imaginación poética. Posiblemente el más intenso de todos ellos es el amor que surge de la amistad; ese echa raíces tan profundas y puede ocasionar tanto dolor en las desapariciones, que a pesar de los acertados y valiosos poemas escritos para su homenaje nunca se completa todo lo que se queda adentro.
El mar es un símbolo transversal en esta poesía. Su presencia constante queda más allá de revelaciones y dudas. No cesa de estar en el viento salitroso y la noche lo denuncia en los rugidos de las mareas o en los amaneceres siderales con el peso de las estrellas reflejadas en el agua. El mar, por lo general, es inseparablemente nocturnal. El puerto casi siempre está, pero de noche; el intercambio de paisajes en su abandono de miradores y elevadores en Valparaíso, se complementa con el paisaje humano, para construir el hábitat natural de una buena parte de los poemas, bajo un cielo oscuro y frío.
La ciudad y la amistad son las maestras nocturnas del poeta con el mar de fondo. La denuncia ante la injusta pobreza en un país rico y los golpes de la memoria que irrumpen en el discurso, constituyen constantes en una obra coherente y consecuente, con unidad y estilo. Fechas que recuerdan el invierno y un predominio brumoso, entre invocaciones y rutas perdidas, dejan constancia de lo que Lavquén no entiende: el cambio de registro de algunos que una vez fueron sus amigos y hablaron el mismo idioma.
El otro tema persistente es la muerte, por lo general no explícito en su desgarramiento, porque la intensidad para referirse a los ausentes los hace presentes. La muerte se escabulla entre los versos, se infiltra desde palabras dejadas al descuido, se declara en las dedicatorias pero se esconde por los textos. Parece que no está preparada para subsistir después de tanto fuego. A veces se enmascara en una calle vacía o en la rabia de tantos mártires que se siguen haciendo presentes. La Innombrable pasa, no se detiene, y la vemos difusa en la evocación de amigos que ya no están, porque nos han dejado una llamarada de recuerdos inolvidables. Entre el ir y venir, el viaje y la oscuridad, la Parca se asoma, hace una mueca y se va, pero no se instala porque no existe el espíritu doloroso de los cantos elegíacos de la tradición española, sino la energía vital para seguir el ejemplo de los que faltan.
La selección poética de Lo cotidiano me enseñó su rostro mantiene un intenso urbanismo nocturno y marino que se siente en cada momento. Queda registrada en estos versos bajo discusiones con amigos, la memoria de la lucidez en medio de la confesión entre la intimidad del amor, para dejar atrás los fantasmas más perversos. Poética que reitera la persistencia de las palabras para reivindicar la denuncia ante la injusticia junto al desamparo; conversión de la luz del firmamento en energía provechosa; silencio cuando lo irremediable es mudo siguiendo el ineludible paso del tiempo. Entre memorias y reencuentros pernocta esta poesía cargada de amor, armada de razones y ardiendo en la pasión de los rostros de quienes se han ido.
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"Lo cotidiano me enseñó su rostro", de Alejandro Lavquén
Por Juan Nicolás Padrón
La Habana, Cuba, abril de 2024