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Tierra de Hombres

Por Alone

Prólogo a Vuelo nocturno. Tierra de Hombres, Antonio de Saint-Exupéry. Edit. Andres Bello 1979.


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Como todo sueño que se materializa, el volar ha resultado distinto de lo que se pensaba. Se creía en un alejamiento de los hombres, en una evasión del plano terrestre, en una especie de embriaguez que desataría todos los lazos para convertir al hombre en algo como un maravilloso pájaro de otra raza.

Pero no ha sido así.

Y ha sido casi lo contrario.

En este libro de Antonio de Saint-Exupéry vamos a verlo.


No podríamos advertirlo tan claramente en ningún otro; porque no se ha dado, hasta ahora, el caso que el autor nos presenta de un hombre dotado de gran sensibilidad, de extraordinaria fantasía, de un don expresivo prodigiosamente rico que, al mismo tiempo, fuera no un pasajero de avión, no un simple aviador profesional, sino uno que ha volado y volado por espacio de años, que no ha volado sólo a través de mares, desiertos y montañas, traspasando continentes y hemisferios, sino que ha volado también a través del tiempo, que ha crecido en los aires, que se ha desarrollado y tenido su evolución mental entre las nubes, sobre las alas.

Esta es una experiencia única.

Años atrás publicó Saint-Exupéry y tradujimos nosotros la novelita "Vuelo de Noche".

Es una obra fina y muy bella; pero algo tímida. Obra de juventud.

"Tierra de Hombres" encarna la plena madurez. Ya no hay aquí esa sorpresa del primer vuelo, después de todo, fácil de imaginar y que cada cual ha soñado algún día o una noche. No hay el vuelo por el vuelo, por el descubrimiento de impresiones, por el placer de alzarse y planear bajo los astros.

Todo eso resulta primitivo, como los riesgos mismos de la aviación tan atenuados que casi se anulan con el perfeccionamiento de la mecánica.

Ahora se trata de otra cosa.

"Vuelo de Noche" era la obra del que parte; "Tierra de Hombres" es la obra del que viene de vuelta.

La aviación ya ha entrado en la rutina cotidiana, en el comercio, en la administración pública. Hay correos aéreos con itinerario fijo. Hay aviones de pasajeros cuya lista aparece en la Vida Social junto a los viajeros ordinarios. Viajan señoras ancianas, viajan Arzobispos, viajan enfermos, heridos y hasta cadáveres en su ataúd. El avión es. un tren o un vapor de la carrera y sólo se distingue de ellos por la mayor celeridad y también por la tarifa, naturalmente, más alta.

No vamos, pues, a descubrir el avión.

Vamos a exprimir su esencia, a saber su lenguaje.

¿Qué dice el hombre que vuela?


Acercar, aglutinar

El título del libro nos adelanta, desde luego, un poco de su contenido y nos ofrece una fórmula en que está implícita la contradicción a que aludíamos, el error sugerido por la idea de vuelo: "Tierra de Hombres", en vez de desatar al hombre, en vez de lanzarlo lejos de los hombres, procura apasionadamente ligarlo y reducirlo; quiere, de un modo casi ansioso, estrechar las relaciones humanas, acercar unos a otros almas y espíritus, confundirlos, aglutinarlos.

En este sentido, es un libro que puede llamarse religioso.

No lo parece a primera vista y por la superficie: nunca habla de Dios ni menciona siquiera la inmortalidad del alma.

Pero hay que haberlo leído lentamente y a fondo y, para eso, conviene mucho haberlo traducido...

Confesaremos que la primera lectura de ''Tierra de Hombres" nos produjo sólo como un deslumbrado encantamiento. Aparecía, ante todo, a nuestros ojos el arte, la belleza, el ritmo musical de la frase, tan cadenciosa en su brevedad, tan cargada de imágenes y sentencias, con cierta ondulación particular que nos llevaba hacia los grandes soñadores y los paisajistas, que nos mecía entre reminiscencias de Chateaubriand: como René descubrió la selva americana, Sain-Exupéry ha incorporado a las letras el espacio aéreo; con recuerdos de Renán: había algo de profundamente místico en las descripciones impalpables y en la meditación intensa; y también de Loti y hasta Proust. Cierta grandeza de melancolía, cierta finura sutil de análisis, la manera de construir las metáforas, audaces y modernas, y la importancia que de pronto adquieren detalles minúsculos, vistos al microscopio, permitían suponer toda clase de influjos, incluso el del maestro del Tiempo Perdido. aunque tan encerrado en su habitación y tan expandido en sus períodos enormes. La austeridad moral, totalmente laica, una especie de opulencia ascética de la imagen y del sentimiento, revelaban, además, la presencia de Gide, acaso su inspirador más directo.

Algo hay, en verdad, de todo eso en "Tierra de Hombres" y conviene indicarlo para situar su linaje.

Pero es sólo la cáscara.

A fin de abrirla y gustar su contenido, hay que cerrar el libro, alejarse de él y olvidarlo un poco: entonces aparecen los detalles que puntualizan la idea central y muestran el esquema de la composición.

Esta composición no se sujeta a un plan riguroso. Tiene la libertad de las memorias personales y va, despreocupada, engarzando escenas, paisajes, diálogos, pequeños episodios significativos, tipos de funcionarios de la línea, una geografía aérea de España, retratos de los camaradas heroicos: Mermoz, Guillaumet; tal visión de Punta Arenas, la ciudad más austral del mundo, y luego una caída en el Sahara, sobre los arenales tórridos, tras la angustia de verse perdido en la noche sintiendo abajo el resonar del océano y sin otro punto de mira que los astros engañosos arriba. Momentos extraordinariamente dramáticos, de un patetismo angustioso, alternan con historias sonrientes o tiernas, como la de Bark, el esclavo que se llamaba, en otro tiempo, Mohammed y era pastor de ovejas.

Ese capricho vagabundo, propio del que está en contacto con las grandes fuerzas naturales y no se sujeta a los caminos rutinarios, deja exhalar desde lo hondo una preocupación que tampoco es terrestre y lleva continuamente al hombre que vuela hacia imágenes y reflexiones superiores.

Se ha alejado la amenaza continua del accidente que volvía incierta la primera época de los aviadores, aunque siempre puede surgir la muerte en el sendero; otro abismo se evidencia entonces, todavía más trágico, otro pensamiento que inspira reflexiones y sugiere asechanzas contra las cuales no puede nada el progreso de la técnica.

La idea del más allá, el sentimiento de la partícula inmortal oculta por la envoltura transitoria. Ya hemos dicho que Saint-Exupéry no habla de eso.

No se lo formula concretamente como un problema definido ni allega materiales filosóficos o científicos para encontrar su solución.

No tiene nada de dialéctico ni se propone sistemas.

Es un hombre que vuela, pensando.

Y haciéndonos pensar.

Desde hace algunos años, tras la última etapa de negación positiva, experimental, por el mismo camino de las ciencias críticas, el hombre de la edad moderna vuelve a sentir la presión de lo invisible y a cercar de preguntas lo desconocido. Los laboratorios echan cada día abajo murallas que se creían eternas. Entre la energía y la materia ya no hay divisiones. El átomo, apremiado por aparatos potentes, se disuelve en fuerzas. Animalillos minúsculos, sorprendidos por el ultramicroscopio, cristalizan como el mineral. Y productos de la muerte irradian una vida mágica, inquietante. perpetua. Se oye a distancias siderales y se ve a través de los cuerpos opacos. Las viejas leyes naturales han hecho bancarrota y los filósofos, intranquilos, dejan sus antiguas categorías mentales, abandonan las afirmaciones y las negaciones terminantes, buscan nuevos sistemas de conocimiento y abren crédito a la intuición impalpable, al sentimiento de lo que es, aunque la razón proteste. Se había proscrito el misterio y he aquí que el misterio despliega alas más anchas que nunca; retornan supersticiones inmemoriales y la física, la química, la astronomía, las matemáticas vacilan conmovidas por el relativismo universal.

En esta carrera cada vez más rápida hacia el más allá, en este avance de la caravana por la sombra, les corresponde también su papel a las artes.

Poesía, pintura, música y hasta arquitectura se desmaterializan, se hacen irreales, paradójicas; el verso, el cuadro, la sonata y el edificio sufren cambios trastornantes, como la sociología y la política, como la economía, la familia y las costumbres.

Ya no hay nada estable, según el viejo concepto.

El mundo se diría presa de un delirio.

¿Vamos al caos?

Miremos al hombre que vuela regularmente, día y noche, con un pequeño firmamento mecánico a su disposición para orientarse, con un resumen del cosmos en su tablero de agujas y cuadrantes.

Infinitamente libre, siente su ligadura con los astros y con los hombres.

Medita.

Esta meditación es la que nos interesa y la que nos permite acompañarlo. Siente, se examina, se interroga, se ausculta. El aire de las alturas le ha comunicado un poco de su transparencia y le revela el sentido de cosas que aqui, abajo, solemos olvidar o que nos ofuscan, como lo demasiado próximo.

A propósito de Saint-Exupéry, hemos nombrado a Proust. Parece remota la relación entre el hombre enfermo, confinado, casi inerte y ese pájaro activo, ese poderoso animal con alas, señor de la atmósfera. Y. sin embargo, el parentesco existe, no sólo en la forma, sino hacia adentro. Son de la misma época. Negadores ambos, reacios a la creencia sobrenatural, uno y otro se ven conducidos, como a pesar suyo, a la investigación de lo absoluto trascendente. No hablan de Dios, no mencionan el alma. Eso no importa. Dos o tres veces, en el curso de su obra, el implacable disociador de seres y de cosas, el pulverizador de ideas y de imágenes que era Marcel Proust, se sorprende como en el umbral mismo de la región infinita, lo sobrecoge un sentimiento tal de la presencia desconocida, que equivale casi a la certeza. Y no es en el dolor que clama, natural e irresistiblemente por esa presencia, sino en el paroxismo del placer, en el goce sobreagudo de ciertas audiciones musicales, o contemplando un cuadro o, más bien, al experimentar ese fenómeno de la memoria involuntaria que hace nacer dentro de él a una criatura imperecedera para probar sabores liberados del tiempo.

Dos o tres pasajes de Saint-Exupéry evocan la experiencia proustiana.

Cuenta en uno la caída de Guillaumet sorbido por un "pozo de aire" sobre la cordillera andina y el viaje increíble que hizo de cinco días y cinco noches, sin parar, sin comer, sin dormir, atacado por el hambre, por el frío, por la fatiga, sintiendo cómo, paulatinamente, perdía la envoltura corpórea, dejaba atrás cuanto podía humanamente sostenerlo, privado de toda alimentación hasta no quedarle sino la llama interna, pura y centelleante, el milagro de una voluntad inmaterial como espada que resplandece fuera de la vaina. Sin proponérselo, por la forma ceñida de su relato, Saint-Exupéry impone con sus palabras la sensación del espíritu vencedor de la materia y tal es, sin duda, el sentido de la frase que su camarada pronuncia cuando lo encuentran:

—Mira, lo que he hecho, te lo juro, ningún animal lo habría podido hacer.

Otro episodio paralelo es la propia caída del autor en el Sahara, cerca de Egipto. Fueron tres días de andar por las arenas minerales, bajo un sol tórrido, privado de agua. Toda clase de espejismos le asaltan, como a los Padres del Desierto afligidos por las visiones demoniacas. El anduvo y anduvo, rumbo a su instinto. Y cuando, extinguida toda racional esperanza, cavó el suelo y se acostó, renunciando a la vida, una inmensa paz, una conformidad desconocida le sobrevino, una delicia inexplicable que hacía vanos los temores y le cambiaba el universo. Totalmente desprendido de la tierra, de su cuerpo enfermo hasta la suprema angustia un elemento ignorado emergía haciéndole gustar deleites de que no tenía idea. Tal como a los místicos en las grandes mortificaciones.

Estos signos le dan la alarma y, a su luz, examina cierta noche la cara de un soldado español a quien despiertan para llamarlo al combate, a la muerte, y que, ante tal perspectiva, desperezándose, rudo, medio adormecido aún, sonríe... "¿A qué banquete —se pregunta el narrador— estaba aquel hombre convidado que valiera la pena morir?"

Repetimos que no se trata de un hombre, en el sentido vulgar, de índole religiosa. Su experiencia, entonces, no tendría la misma importancia y vendría de fuentes ya reconocidas. Saint-Exupéry jamás alude siquiera las verdades que estiman inconmovibles los creyentes y que obtienen por la oración y las prácticas litúrgicas: sin nombrarla, suprime por el silencio la creencia.

Lo que hacia allá lo conduce, como el polo a la aguja magnética, es la experiencia humana del vuelo, es la meditación sobre las nubes, bajo las constelaciones y el aspecto total del planeta que sus elevaciones le permiten. Volar así, meditando, se ha convertido para él en un ejercicio espiritual, en una preparación ascética. Su carne se ha adelgazado al trasponer los aires de la altura y la cara de la muerte no le inspira terror, sino una especie de vértigo.

Esto mirando al más allá.

Hacia la vertiente de este mundo, el resultado es también de pura esencia religiosa: es el amor a los hombres, a la tierra de los hombres. Amor a los que padecen, no tanto a los que sufren materialmente de hambre y frío —él conoce también el frío y el hambre, y la sed y la fatiga extrema— sino a los que carecen de conciencia, a los que ignoran su categoría, a los que van convirtiéndose por la rutina en simples piezas de máquina. A ellos consagra su piedad y para esos querría la luz que proyecta sobre cada humilde acto la inteligencia de lo que significa dentro del universo.

Todos llevan adentro una partícula inmortal; pero no todos lo saben.

El lo ha sentido allá arriba.

Y, para decirlo, escribe.

Tenemos integrada la pareja de experiencia y completo el círculo.

Es una esfera natural y sobrenaturalmente religiosa.

¿Vale la pena, después de esto, hablar de las anécdotas, de los paisajes, de los mil incidentes que en la vida del aviador ocurren? Son siempre descensos. Arriba no sucede nada. No hay nada que contar. Las nubes, los astros, la noche, el amanecer, la caída de la noche y los juegos de las luces y los vientos hablan cosas sublimes; pero son pocas y nuestro lenguaje no está hecho para decirlas, porque el idioma sólo entreteje nociones comunes.

Las necesitamos esas nociones y ese lenguaje; porque no estamos hechos sólo de espíritu y aun para conocer el espíritu hay que revestirlo de carne; pero la gran palabra es la que resuena arriba, sobre la "Tierra de Hombres".

Ahora podemos entender el nombre paradójico que el aviador ha dado a su obra.

Y nos explicamos el parentesco que enlaza a este mecánico del aire con los sabios, los pensadores y los artistas de nuestra época.

Oficio de hombres es el que se ejercita en una tierra de hombres. Y es de hombres ese oficio heroico de volar y es la verdadera tierra de los hombres la que se descubre al levantarse sobre ellos y perderlos de vista.

No otra cosa han hecho los místicos de todas las religiones, aun las menos puras, y eso también, por sus sendas particulares, han entrevisto un Pascal y, hoy día, un Bergson, un Keyserling, un Carrel, un Huxley, un Proust, más la corte obscura o gloriosa de los investigadores, hombres capaces de creer en el milagro y que, a veces, como para dar su prueba, lo realizan.



 

 

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