DISCURSO DE INCORPORACIÓN A LA ACADEMIA CHILENA DE LA LENGUA
Andrés Morales Milohnić
Santiago de Chile, 20 de octubre de 2008
EL LUGAR DE LA POESÍA EN EL POETA, EL ACADÉMICO Y EL LECTOR: UN SECRETO A VOCES
Señor Director de la Academia Chilena de la Lengua, Don Alfredo Matus Olivier; Señor Vicepresidente de la Academia, don Gilberto Sánchez; Señor Secretario de la Academia don José Luis Samaniego; Señor Censor de la Academia, don Juan Antonio Massone; Señores Académicos; Señor Decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, don Jorge Hidalgo Lehuedé; Señora Embajadora de la República de Croacia doña Vesna Terzić; Señor Encargado de Negocios de la República de Polonia, don Maciej Zietara; Señoras y Señores; estimados poetas, colegas y estudiantes; amigos todos:
Pero, ¿qué voy a decir yo de la Poesía? ¿Qué voy a decir de esas nubes, de ese cielo?
Mirar, mirar, mirarlas, mirarle, y nada más. Comprenderás que un poeta no puede decir nada de la Poesía. Eso déjaselo a los críticos y profesores.
Pero ni tú ni yo ni ningún poeta sabemos lo que es la Poesía.
Federico García Lorca, Poética
A Dunja Morales Milohnić, in memoriam
La poesía tiene secretos que solo unos cuantos “elegidos” parecieran poder descifrar. No es que ésta sea ni deba ser “para unos pocos”, como algunos aseveran, pero, de ninguna manera –y más en estos tiempos- no es para mayorías, ni menos multitudes. Como ha dicho Juan Ramón Jiménez, la poesía está abierta a esa inmensa minoría que realmente es capaz de abrir los ojos, la mente y el corazón a esa honda cavilación de las emociones y del pensamiento. Todo esto puede aparecer muy obvio, muy dicho y hasta repetido, pero a la luz de las carencias que manifiestan muchos lectores ante el género, incluso argumentando “no entender nada de la poesía”, hoy es un deber urgente para el poeta, para el académico, para el crítico, e, incluso para el generoso buen lector (sobre todo en Chile, en este tan mentado “país de poetas”), desentrañarla y desprejuiciarla de una vez por todas y hacer crecer a esa inmensa minoría. Abrir las puertas, las ventanas, los sótanos y las buhardillas de “la casa de la poesía”, con sus jardines y terrazas, con sus ruinas y ampliaciones, con sus techos antiguos y aquellos temerarios pisos vanguardistas que escalan el cielo inquiriendo respuestas o desafiando a los dioses. Es hora que nos preocupemos, que tomemos conciencia. El poeta ha de tener siempre, fuera de sus búsquedas estéticas, una posición ética y crítica ante el mundo que le ha tocado vivir: basta ya de concesiones, de silencios y de renuncias. Como he dicho, la casa de la poesía ha de ser abierta a todos aquellos que quieran visitarla, habitarla, incluso hasta robarle alguno de sus objetos, aunque sea sólo con la memoria. Los niños y los jóvenes son los primeros que deben entrar: es misión nuestra, no obligarlos, sino “encantarlos” para que jueguen, y canten, y bailen y se pierdan en los laberintos de esta mansión extraordinaria. Es hora, también, que revisemos cómo se enseña, o mejor, quiero decir, cómo se seduce, en el mejor sentido de la palabra, a estos nuevos lectores en sus hogares, en sus escuelas y en sus realidades más particulares. Tal vez, es necesario mostrarles cómo ya habitan poéticamente el mundo, o cómo ya viven la poesía (sin siquiera saberlo o intuirlo), mucho más que cómo la “entienden”: concepto, a mi juicio, absolutamente inútil cuándo alguien se adentra por primera vez en este género.
Mi relación más temprana con la poesía empezó desde muy niño. Mi admiración por la naturaleza, fundamentalmente por el mar -que nunca ha dejado de romper en mis oídos- en las vacaciones en los pueblos costeros de Isla Negra o de El Tabo, o en el patio de mi casa de Santiago, a la sombra de un árbol inmenso que plantó mi madre: Todos estos espacios fueron quizás, entre el asombro y el descubrimiento, el primer lenguaje de la poesía que conocí y amé. Poco a poco llegaron los libros, en la escuela fiscal primaria donde tuve el honor de ser formado por profesoras normalistas que nos leían poemas, que nos enseñaron a recitar con cariño, sin sonsonetes ni sobreactuaciones, los versos de Pablo Neruda y de Federico García Lorca, entre otros. De esos días aún recuerdo el poema “Hay un día feliz” de Nicanor Parra que muchas veces recité, al principio con vergüenza, luego con orgullosa seguridad, ante mis compañeros y las autoridades que, a veces, nos visitaban en algún acto de importancia. Mi familia, mi madre Visnja Milohnić Roje y mi padre Juan Alberto Morales Malva, ambos científicos, pero tan humanistas como para llegar a publicar libros de poemas y de cuentos, ambos también extranjeros, exiliados políticos provenientes de Croacia y España, fueron abriendo mis ojos a otros poemas y a otras formas de la poesía: cómo olvidar esas hermosas “Trece canciones populares” recogidas y armonizadas por Federico García Lorca y que mi madre me cantaba; esas palabras en una lejana y difícil lengua croata, donde aprendí un poema de memoria que me enseñó mi abuela Ljubica Roje: también escritora, incluso publicada y reconocida en la tradición literaria de su idioma. Mi casa, “del color de las grandes pasiones y desgracias”, al decir de Miguel Hernández, visitada por amigos y poetas, por mi tío, quien también fue uno de mis primeros críticos y quien me aconsejó con gran sabiduría, el dramaturgo y académico, José Ricardo Morales y su mujer, la pintora y grabadora francesa Simone Chambelland, por el poeta Gonzalo Rojas, cuando regresó del exilio y a quién debo un bello prólogo a mi segundo libro, Soliloquio de fuego (1984), por Jesús Ortega, ese mimo, actor y poeta maravilloso que siempre ha sido, para mi, una caja infinita de sorpresas. Mi casa, digo, fue ese otro espacio esencial donde no sólo me enamoré de la poesía, sino de las palabras, de su magia, de su increíble fuerza evocadora. Algunos años de estudios de piano me enseñaron a dimensionar el ritmo y el silencio, a deslumbrarme con el lenguaje único de la música, que tampoco me ha dejado, como el mar y el silencio, en la experiencia de la escritura y la lectura.
Pero hubo un hecho en especial, un trágico hecho, que me hizo buscar en el poema la respuesta a lo que nunca tendrá respuesta. La prematura muerte de mi hermana Dunja (a quien dedico este discurso y con quien, secretamente, celebro este momento), en el terrible dolor que sólo puede ocasionar la muerte de algún niño, despertó en mi la inquietud por la expresión: por arrancarme ese llanto y ese grito callado, por conocer las razones, por aquietar mi espíritu, por indagar hasta siempre lo que es la realidad y cómo poder cambiarla… Esos años de introspección y de grandes preguntas derivaron, lentamente, en esos primeros poemas, sentidos y, por cierto, muy malos, con lo que uno comienza a escribir poesía. Años más tarde, en esa “civilizada jungla” que fue para mí el Instituto Nacional, conocí a un hombre extraordinario, mi primer maestro, quien junto a mi madre, siempre me animó a seguir en la tozuda batalla de los versos. Me refiero a don Gastón Sánchez, mi profesor de castellano, quien leía y criticaba mis poemas, quien me sugería lecturas y quien habló con Guillermo Blanco, académico y narrador, hombre de letras más que generoso (a quien también agradezco sus valiosos consejos y estímulo), para que me recibiera y leyese mis escritos. Sin estos apoyos, jamás habría perfeccionado mi oficio, jamás habría escrito, quizá para fortuna de mis lectores, gran parte de lo que he publicado. Fue Guillermo Blanco quien me envió a Miguel Arteche gran poeta y académico, quien en esos años había fundado el ya mítico “Taller Nueve de Poesía”. Con mi uniforme de institutano acudía a las sesiones, a veces ásperas pero absolutamente necesarias, donde el maestro abrió aún más mi horizonte de lecturas y donde me enseñó a usar las herramientas de la lengua para ese trabajo alquímico que es la transformación de las palabras en poesía. Ahí aprendí que los talleres de poesía eran claves para la formación de un poeta, pero que era también fundamental buscar en soledad el camino zigzagueante de la escritura. Así, abandoné el taller (con la soberbia del joven poeta) para iniciar mi andadura solitaria, la única posible en este oficio, que al cabo de un par de años se materializó en un primer libro, Por ínsulas extrañas (1982), donde, gracias a la visión del gran poeta Eduardo Anguita y del gran editor Eduardo Castro, en tiempos más que difíciles para la poesía y la cultura, pude publicar en Editorial Universitaria ese primer poemario con un prólogo muy alentador del inolvidable Miguel Arteche.
Si me he referido a estos años iniciales de esta trayectoria de más de treinta años en la poesía, es justamente para ilustrar aquel problema que enunciaba al comienzo: la urgente necesidad de “provocar”, digo bien, provocar, la lectura y la escritura de la poesía en los más jóvenes, los que, al mismo tiempo, siempre son los más curiosos por conocer este mundo y todos los otros, posibles e imposibles.
La vocación poética es una de las más radicales que puede sentir alguien en estos tiempos, donde la estupidez es la norma y la vulgaridad la costumbre. La misión del poeta, si es que hay una misión específica, es la de enrostrar incansablemente las miserias que hoy son parte de una cotidianidad descerebrada, insulsa y desensibilizada. En ese sentido, Francisco de Quevedo, a quien siento, junto a San Juan de la Cruz, como un padre espiritual, me ha señalado la ruta del estoicismo que ha de seguirse cuando uno apuesta por el derrotero de la poesía. De igual forma, Quevedo, corto de vista, pero no por eso ciego, fundó en nuestra lengua, a ejemplo de Fray Luis, esa “ética del poeta”, quien, insisto, ha de ser un crítico más que un adulador. Lejos, como diría Huidobro, la poesía “reproductiva”. Lejos, la poesía del poder y/o para el poder. Lejos, muy lejos de mi, la poesía oficial… Con todo el respeto a Walt Whitman y a Pablo Neruda y a tantos otros que admiro sinceramente, creo que la poesía adánica y fundadora (o refundadora) ha llegado a sus últimos días. No es que piense que no ha de celebrarse nada en este mundo, pero, ustedes convendrán conmigo que, cada vez hay mucho menos que celebrar y más por hacer, desde la ecología a la medicina, desde la teología al derecho, desde todas las artes hasta la poesía. El artista, el escritor, el intelectual, el poeta, no es un personaje decorativo, como en aquellos decimonónicos salones decadentes donde la soberbia imperaba sobre la cordura. Sin pecar de ingenuo o de idealista, y aunque peque, creo en una poesía viva, que logre fracturar los cráneos de las testas más duras y pueda reinventar el mundo actuando como memoria y conciencia, pero con un discurso que siempre propone, dialoga y discute.
De esta forma y en pos de satisfacer mi insaciable apetito por la poesía es que las circunstancias me llevaron a estudiar la carrera de Literatura. Desde luego, pensaba y aún pienso, no siendo éste un requisito insalvable para mi formación como poeta, pero sí un instrumento intelectual revelador para ahondar en la cristalización de un estilo y en el conocimiento de autores, técnicas e ideas en torno a la creación. En el año 1980, junto a escritores y poetas de gran valía como Alejandra Basualto, Mauricio Electorat, Gregory Cohen, Bárbara Délano, Juan Ignacio Siles, Lilian Elphick y muchos otros más, ingresé a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, mi alma mater, donde fui formado por una legión de extraordinarios profesores que tuvieron la valentía de enseñarnos la literatura sin prejuicios políticos, sin censuras, sin omisiones. La lista de estos otros maestros es larga, algunos de ellos, han sido o son, hoy en día, afortunadamente, mis colegas y, a pesar del paso de los años, aún se desviven por desentrañar y transmitir la belleza de la lengua y de la literatura. Entre ellos: Alfredo Matus, director de esta Academia Chilena de la Lengua, Lucía Invernizzi, Ana María Cuneo, Eduardo Thomas, Eladio García, Luis Vaisman, Guillermo Gotshlich, María Eugenia Góngora, Carmen Foxley, Eduardo Godoy, Carlos Morand y Ambrosio Rabanales, los tres últimos miembros de esta Academia. Al finalizar mis estudios de pregrado, el destino quiso llevarme a la tierra de mi padre, España. Cruzando inversamente el Atlántico, océano que él atravesara junto a mis abuelos y a mi tío José Ricardo en el famoso vapor “Winnipeg” (gracias a la ayuda de Pablo Neruda y del gobierno del Presidente Pedro Aguirre Cerda), en el año 1984, desembarqué en Barcelona, donde obtuve mi Doctorado en Filosofía y Letras con mención en Filología Hispánica junto a nuevos y también inolvidables maestros que no quiero dejar de nombrar: Alberto Blecua, Joaquín Marco y Claudio Guillén, entre otros. Ellos tuvieron la paciencia de formarme en la filología y en la crítica textual, en la literatura comparada y en la poesía de los Siglos de Oro. Allí, intenté unir mis dos mundos, América y Europa, en una tesis sobre nuestro gran Vicente Huidobro y su influencia en la poesía española contemporánea. Años, al principio, de soledad y de mucha escritura, donde mi necesidad por poetizar la experiencia que vivía era indispensable. Reencuentro con una tierra que, como Croacia, mi otra segunda patria, es uno de los pilares fundamentales para mi escritura y mi visión de mundo, a veces más mediterránea que chilena. Y, además, reencuentro con algunas personas, como Mauricio Electorat, quien se constituyó en un amigo y en un crítico esencial. También tuve la suerte de poder relacionarme con algunos poetas de la lengua castellana como Jaime Siles, o de la lengua catalana, como Antoni Clapés, ambos amigos hasta el día de hoy, y además, autores influyentes en mi experiencia literaria. Años, también, donde se adentró con fuerza en mi escritura la reflexión sobre la lengua y el oficio, como igualmente logre profundizar en obras y autores de otras tradiciones literarias: la poesía francesa y Paul Valéry, o la poesía anglosajona y T. S. Eliot, o la poesía neohelénica y Constantino Kavafis y Yorgos Seferis, donde las traducciones del académico y profesor Miguel Castillo Didier fueron más que iluminadoras.
Luego, muchos años, muchos libros, leídos, escritos y publicados, muchos viajes, pero por sobre todo, el esfuerzo por ahondar cada vez más en mi desvelo por la escritura y, hasta el día de hoy, por lo que Octavio Paz llamara “la pasión crítica”, esa pasión que consume, como la creación poética, pero que se centra en la investigación y, de especial manera, en la enseñanza de la literatura. Viviendo una sana “doble vida” he logrado conciliar al poeta y al académico, al profesor y al investigador con el iconoclasta, el clásico y el crítico. Tradición y vanguardia, historia y teoría, reflexión y emoción han coexistido, han “cohabitado” este mismo cuerpo posesionándose equilibradamente y, a veces, no tan equilibradamente… He permitido que el poeta entre al aula y delire, en ocasiones, en un éxtasis demasiado intenso, frente a algunos alumnos que, no es de extrañar, me observan con ojos extrañados. Lo que he tratado de evitar, eso sí y muy cuidadosamente, es que el académico traspase el umbral de la escritura poética. No por un prejuicio en el que se defienda un coloquialismo a mansalva y una aparente espontaneidad que, al parecer, hoy por hoy, son requisitos insoslayables para lograr un buen poema, asunto de larga discusión, sino, porque pienso que el texto poético ha de reflexionar y ha de sentir desde la perspectiva del ser humano a secas, libre de ver en cada línea un influjo, un modelo o un modo de discurso teórica o históricamente enmarcado en determinadas líneas o preceptos. La idea de pertenecer a una tradición y de entender el concepto del palimpsesto borgeano en la poesía es algo que siento íntimamente ligado a mi proyecto de escritura. Desde luego, uno es “muchos” que se reencarnan con frecuencia en los versos que pensamos nuestros. La tablilla del poema suele conservar la huella del escriba anterior. Y esa es la maravilla que conecta, tal vez, de forma más vívida la escritura poética con la enseñanza -si es posible utilizar este término- de la poesía. También aquí hay un fantástico palimpsesto, donde uno es la voz que intenta articular todo lo que ha leído (uniéndose el poeta, el lector y el académico), pero también, lo que otros le han heredado en agridulces horas de clases. Es por esta razón que pienso que el lugar del poeta, del académico y del lector, aunque desdoblados de distinta manera, es el mismo. Ese pálido papel que vibra bajo la pluma del poeta es, desde ese momento exacto, el mismo lugar imaginario donde vibra la hoja del futuro lector y del exégeta futuro. Esa idea, esa pasión, esa crítica afilada es la que traspasará el horizonte del tiempo y del espacio para clavar sus flechas en el “desocupado lector”, víctima y victimario de toda escritura.
Al comenzar estas palabras me referí a ese “secreto a voces” que parece tener la poesía: un lenguaje oscuro, difícil, lejano para muchos. Al final de este discurso me gustaría creer que he podido demostrar que, por distante y despreocupado que pueda parecer el poeta (un lugar común más entre los muchos en torno a los artistas), éste tiene los pies muy bien puestos sobre la tierra. Sin desdeñar tantas utopías o proyectos que quizás aluden más a otros mundos que al nuestro, quiero subrayar la condición y la oportunidad única que la poesía puede tener hoy en día: no sólo ser un medio, una excusa, un referente, sino, también, un lugar de convivencia, de convergencia o divergencia, un continente a medio descubrir que sobrevivirá a todas las amenazas, externas e internas, y en las que algunos predicen su crepúsculo o su muerte.
A mis colegas más jóvenes y no tan jóvenes, tanto poetas como críticos, profesores y académicos, quiero aprovechar esta ocasión para decirles que es hora de terminar con ese “canibalismo” desatado en la pelea por un metro más de gloria, poder o figuración. He mencionado a Anguita y a Arteche, pero quiero señalar a Enrique Lihn y a Juan Luis Martínez como ejemplos también de esa “ética poética” que los tuvo siempre más cerca de las preguntas que de los reconocimientos. Chile es un país pequeño pero, lo crean o no, es también inmenso. Su grandeza no está en los mapas, en la topografía, en las cartas de navegación: su vastedad inigualable está en su poesía donde, con todo el derecho a la disidencia, cabemos todos.
Agradeciendo muy sinceramente a la Academia Chilena de la Lengua este alto honor que hoy se me confiere al incorporarme como miembro correspondiente por la ciudad de Santiago de Chile y al poeta y académico don Juan Antonio Massone por su cálida recepción. No quiero dejar de enfatizar que el espacio, el lugar de la poesía, está en todas partes. También, y, por supuesto, en las academias. Si es que existe una condición para habitar ese espacio es darse cuenta, de una vez por todas, que no es un “coto vedado”, ni es un privilegio, ni siquiera una recompensa. El lugar de la poesía está en nosotros, en todos nosotros y es más cercano e infinito que cualquier horizonte, cualquier mar, o cualquier cielo; con islas, con estrellas y con constelaciones que nos hablarán mañana, como lo hacen hoy: detrás del estrépito, en voz baja pero muy clara, diciéndonos, sin prisa ni temblor, que aún existe la belleza.
Muchas Gracias.
Santiago de Chile, 20 de octubre de 2008