Desvelo blanco de Ana María Falconí
Por Miguel Ildefonso
Iniciamos este extático desvelo con dos misas, una en la intimidad, y otra en la naturaleza y la ciudad, donde el aliento y el cuerpo de la voz poética, empujados por el amor o por la ausencia del amor, participan con igual pasión de aquella Noche Oscura de San Juan de la Cruz y de Eielson; luego veremos que estos ámbitos separados (el interno y el externo) irán fundiéndose poco a poco en aquellos rituales del desvelo del alma o la invocación a la palabra que conforman esta espléndida entrega de la poeta Ana María Falconí. Octavio Paz decía: “La poesía, ha dicho Rimbaud, quiere cambiar la vida. No piensa embellecerla como piensan los estetas y los literatos, ni hacerla más justa o buena, como sueñan los moralistas. Mediante la palabra, mediante la expresión de su experiencia, procura hacer sagrado al mundo; con la palabra consagra la experiencia de los hombres y las relaciones entre el hombre y el mundo, entre el hombre y la mujer, entre el hombre y su propia conciencia. No pretende hermosear, santificar o idealizar lo que toca, sino volverlo sagrado.”
Es la sacralización de la realidad, en el sentido de Paz, lo que sucede de este Desvelo Blanco, compuesto de tres instancias, logrando, así, unir el Cielo Cosido con aquel lugar Donde no Muere el Olor del Mar; es decir, la promesa de lo eterno celestial con lo perentorio en lo terrenal. Estamos hablando, por lo tanto, de poesía como comunión del espíritu y del cuerpo: “Eres el horror de la noche/ te amo como se agoniza/ eres frágil como la muerte”, decían unos versos de George Bataille. Pero sigamos un poco más con el pensamiento de Octavio Paz acerca de la lírica: “Por eso no es moral o inmoral; justa o injusta; falsa o verdadera, hermosa o fea. Es simplemente poesía de soledad o de comunión. Porque la poesía que es un testimonio del éxtasis, del amor dichoso, también lo es de la desesperación. Y tanto como un ruego puede ser una blasfemia”. Efectivamente, Desvelo Blanco es la fluctuación entre el ruego y la blasfemia, entre el sueño y el desasosiego que conduce a la rebeldía. "No hay mejor medio para familiarizarse con la muerte que aliarla a una idea libertina", cita George Bataille una idea del Márquez de Sade en su ensayo El Erotismo Sagrado. En Desvelo Blanco vemos un proceso de quebrantamiento de los viejos moldes que nos coaptan; es una constante y obsesiva vigilia por la palabra anhelada, y es también la puesta en escena del acto mismo de la escritura. Igualmente Desvelo Blanco es un ritual iniciático mediante el lenguaje y sus significados; porque el lenguaje recoge los vestigios del deseo que han devenido en armonía, el velo que evidencia una esperanza. Nos dice la poeta: "Llegó sin prevenirla/ Se presentó como el extraviado silbato de un tren// Le dio en la cara mientras pensaba que no vendría/ Estaban sus blancos santos/ Sus viejas letanías como tambores lejanos".
Como en la poesía de César Vallejo, la palabra es pan, es la casa y la memoria. Pero la palabra, en Desvelo Blanco, también es la ausencia, la terrible espera, terrible porque, como dicen sus versos, "es blanco el sueño de la oveja". La oveja simboliza a esa espera que nos acerca al crepúsculo, al sacrificio; ese crepúsculo donde empieza el desfile del tiempo, de las malditas horas en blanco, logrando finalmente que la conciencia de ese vacío vaya al degolladero. Así nos lo describe la poeta: "Nubes que agonizan en el alba/ Se agolpa entre los perros/ Y lame a su pastor". En el ensayo antes citado, Bataille decía: “lo que la experiencia mística revela es una ausencia de objeto”. En este desvelamiento poético, la ausencia es el propio objeto, incluso, también, el sujeto. Cito otras palabras de Bataille: “La experiencia erótica, vinculada con lo real, es una espera de lo aleatorio: es una espera de un ser dado y de unas circunstancias favorables. El erotismo sagrado, tal como se da en la experiencia mística, sólo requiere que nada desplace al sujeto.”
En el poema Última Parada el sueño casi logra este utópico encuentro, vemos que la espera es de ambos. La manzana puede simbolizar ese anhelo de iniciar todo de nuevo, una nueva vida. Cambiar la vida, reinventar el amor, como reclamaba Rimbaud. El sueño une, pero la madeja del destino nos pierde más allá de los límites de lo real. Mientras más soñamos, más nos develamos. El desvelo es imprescindible para la existencia del amor. Sin embargo, no es posible definir un retrato objetivo del amor, se difumina todo rasgo, toda identidad, hasta quedar en blanco, el desvelo sin la palabra, en cada noche, en cada otra espera donde se acumulan plumas de cuervos. El cuervo aquí representa algo más que la muerte, es la sacralidad recobrada, un signo positivo al final.
Y hacia el final vemos el tren, a los pasajeros de un silencioso viaje, un viaje interior, un viaje hacia uno mismo, como dicen los versos del primer poema de la segunda sección: "Dejas atrás el terraplén/ Los solitarios animales de la carretera/ Las leyendas tintineantes de los muertos/ Y exhausto en un rincón del vagón/ Te preguntas por el destino oscuro que le espera/ A tu carga/ Y a ti". Contrario a lo imaginable, aquí no hay melancolía, hay contemplación, deseo y fulgor. Hay éxtasis, oquedad del alma que nos lleva como por un túnel, estado ingrávido y zen, porque así dicen sus versos: "será buena idea entonces/ estar/ blancos/ sonrientes/ vacíos". Gracias a este éxtasis podemos hallar un sótano en el ático o caballos de la noche, del deseo y la pasión, que vuelven con el recuerdo de una canción infantil en el poema Canción de los Caballos.
Finalmente la mar, que es también otra espera, y otra esperanza, como el pez en la visión de una vida prometida en medio del desierto. Pez que nos lleva al Río, metáfora de vida y resurrección. Y allí otra vez la noche, el lindero del mar de juramentos y promesas, donde no muere el olor del mar, inicio y fin de la palabra, de la poesía: la madre. Porque “la poesía lleva al mismo punto que todas las formas del erotismo; a la indistinción, a la confusión de objetos distintos. Nos conduce hacia la eternidad, nos conduce hacia la muerte y, por medio de la muerte, a la continuidad: la poesía es la eternidad. Es la mar, que se fue con el sol.”, decía George Bataille final de su ensayo. El resto es silencio.
Fall, 2010