Este año se cumplieron el 21 de junio pasado 120 años del nacimiento del filósofo y escritor francés Jean-Paul Sartre, punta de lanza del pensamiento crítico de la posguerra francesa, moviéndose entre territorios disciplinarios que por momentos él hace confluir o no, según los casos. Pero ese juego interesante de cruce de interdiscursividades y de epistemologías será una de sus rasgos de autor.
Su biografía atravesó los grandes hitos que marcaron los sucesos históricos más trascedentes del siglo XX en Europa. Motivo por el cual, a mi juicio, se impone un balance de tan ambicioso proyecto creador. Imposible separar de su figura, también carismática, no con idénticos intereses pero con incuestionables afinidades, a la también escritora y ensayista Simone de Beauvoir, su compañera e interlocutora de toda la vida.
En efecto, los escritores Jean-Paul Sartre (Francia, 1905-1980) y Simone de Beauvoir (Francia, 1908-1986), más conocidos como existencialistas franceses (pongo a un lado a Albert Camus) fueron intelectuales públicos que indudablemente sentaron las bases del impacto que tendría en adelante la palabra en el orden de lo real (no solo en Occidente). De hecho Simone de Beuavoir realizó un extenso reportaje a partir de un viaje por China, al que sumó material de investigación histórica de archivo y cultural, que tituló La larga marcha. Un ensayo sobre la China (1957). Ambos autores, en situación (término técnico de su filosofía que utilizaban con frecuencia), se posicionaban respecto de la relación entre orden establecido e impacto significante, traducido en intervenciones públicas concretas de carácter discursivo (tanto ficcionales como en lo relativo al ensayo de ideas, no solo filosófico, a lo que sumo en ocasiones contextos mediáticos o bien de auditorios con giras de conferencias o bien exposiciones públicas). Esta clase de acontecimientos marcarían el compás de los tiempos políticos y sociales del siglo XX, al calor de los que ellos escribieron. A partir de su palabra dinamizarían esa misma realidad porque impedirían la reproducción indefinida del estado de cosas vigente que llevaba a la cultura burguesa dominante a naturalizar su ideología social adoptando la del poder hegemónico. Porque su posición era precisamente esa: la clase dominante, la burguesía había naturalizado y elevado a principio universal su ideología de clase. Esta circunstancia, por exclusión, dejaba por fuera e invisibilizaba los intereses de las clases dominadas. Este era un dato inadmisible e inaceptable para los existencialistas (quienes no fueron los únicos en atacarla, encontraron aliados en ese camino) en virtud de lo avasallante de su poder que se internalizaba de un modo automático en los sujetos (varón y mujer), causando estragos. Era habitual la alienación que provocaba en los sujetos la frustración, el modo paralizante en que cercenaba la realización, la infelicidad a que condenaba a las personas, la circularidad a la que las sometía a las biografías, las ensoñaciones nostálgicas a que los confinaba, siempre incumplidas y causantes de desdicha, los comportamientos carentes de toda creatividad y lo arrasador de esa misma cultura de clase en lo relativo a la posibilidad de generar una cultura crítica, además de postular como verdades inamovibles o ideales lo inauténtico. Lo que resumiría en la incapacidad para generar un proyecto. Así, el capitalismo de por entonces fue, de modo notable, puesto en jaque a través de sus libros, de naturaleza siempre polémica, pero también muy influyentes en buena parte de la sociedad francesa, en particular cuando fueron escritores que alcanzaron la consagración y el reconocimiento mundiales unánimes. Ambos se posicionaron desde sus comienzos como autores incómodos, perturbadores del orden social, que esa sociedad repudió tanto como finalmente terminó por admitir, coronar y hasta aclamar, en virtud de sus libros descollantes, de su trayectoria tramitada, como dije, en ficciones, dramaturgia, crítica literaria y filosófica, libros de memorias y ensayos crítica literaria o estudios biográfico/críticos, epistolarios y diarios. A mi juicio eso es o debería ocurrir en todos los casos con quienes se dedican a la profesión de la literatura y la filosofía de modo idóneo y con ética profesional: mantener una actitud de alerta hacia las instituciones sociales y el campo del poder. Ser un llamado de atención contra las instituciones dadoras de devoción cultural. Impugnar todo atropello contra la libertad de acción y de expresión. Circunstancia que no siempre tiene lugar porque muchos autores y autoras eligen la asimilación exitosa cuando no existista al sistema, con mansedumbre, sin toma de distancia crítica de las ideologías más reaccionarias para la expansión de una sociedad más libre, más justa, más equitativa y naturalmente desentenderse de toda causa social o relativa a los DDHH. Existen escritores y escritoras perfectamente funcionales al sistema. También académicos “de gabinete” que no suelen salir al ruedo sino mantenerse tras las confortables murallas universitarias en una cofradía de pares ejerciendo en ocasiones una competencia despiadada traducido en un narcisismo en el que acumulan CVs. y antecedentes de los cuales se jactan como de propiedades. Y existen académicos que además de tener protagonismo en las aulas y en sus respectivos proyectos de investigación, eligen realizar intervenciones públicas demoledoras. Pienso como paradigma de ello a Michel Foucault, alguien que estuvo cerca de ellos en algún momento, pese a sus diferencias o desavenencias. Todo ello depende de múltiples factores. Pero en principio lo atribuyo a un cierto egoísmo, una tacañería propia del triunfador egoísta o quizás falta de vocación por el bienestar del semejante por parte de quienes solo aspiran a un lugar de coronación en su carrera, mediante el logro merced a la aprobación de las instituciones dadoras de devoción cultural, además de por un conjunto de lectores y del periodismo cultural oficial. Hay todo otro conjunto de escritores o pensadores (de ambos sexos) quienes, por el contrario, no hacen concesiones al orden establecido. No admiten que exista lo inequitativo entre los hombres y las mujeres. Aspiran a que el bienestar sea generalizado y que la causa de la solidaridad no sea un mero slogan. En definitiva, las cosas me parecen bastante sencillas. Esto está claro. Sin una ética no puede haber una política. La ética es la que rige un universo de valores y principios a partir de los cuales los sujetos desarrollarán sus vidas y se desenvolverán en el mundo no solo de la literatura a través de una política defendiendo una determinada ideología. Sartre y Simone de Beauvoir optaron por el camino más difícil, marchar a contrapelo del mundo social y político que de otro modo los hubiera adulado seguramente, aclamando meramente a “buenos escritores”. O los hubiera canonizado en vida con proyectos poco interesantes, como sucedió con tantos. Sin embargo la toma de posición siempre crítica está y resulta siempre perturbadora. También está claro que fueron consecuentes. Hasta el final de sus días escribieron libros que quemaban las manos.
Paralelamente, ambos dejaron una difícil herencia para los intelectuales, pensadores y escritores (mujeres y varones) que les proseguimos, que debimos tomar distancia del modelo de ese legado de tal infinita riqueza, para poder definirnos identitariamente, tanto en lo relativo a la ideología como a la estética, a los efectos de contornear nuestro propio proyecto creador. También las sociedades de América Latina y Argentina no poco tienen en común con la francesa. Y es cierto que solo desde la relatividad pueden ser adaptadas a un territorio tan arrasado como los latinoamericanos. Esta operación de traducción, por llamarla de alguna forma, por otra parte, no fue sencilla. La distancia histórica, a diferencia de nuestro caso, era escasa. y el proyecto existencialista era de naturaleza totalizadora además de sumamente potente y eficaz. Era paradigmático. Eso por un lado. Por el otro, dicha definición ocurrió en términos relacionales. Los proyectos creadores que vinieron por detrás, herederos o en disidencia con el existencialismo, también los tomaban como punto de referencia. En muchos casos se partió de su sistema de ideas para polemizar con ellos. Para desmarcarse de su trayectoria potente. En otras, en cambio, escritores e intelectuales se plegaron a ella prosiguiendo un linaje con aportes valiosos a la Historia del pensamiento y de las artes.
De la mano del existencialismo, figuras revulsivas del pasado o el presente histórico literario franceses irrumpieron en la esfera pública (el Marqués de Sade, Jean Genet) y Sartre procedió a escribir en un libro monumental una pormenorizada lectura en clave biográfica/psicoanalítica, de la vida y las condiciones de producción cultural y las claves del universo vital del escritor francés Gustave Flaubert. Fue un emprendimiento descomunal (rasgo que sería inherente a los existencialistas: la desmesura de sus proyectos editoriales) que le demandó sendos gruesos tomos (en la edición en español al menos) a los fines de deslindar algunos factores identitarios del autor de Madame Bovary y su psicología. Lo hizo para comprender no exactamente circunstancias meramente biográficas sino para entender de qué modo el sujeto Gustave Flaubert en virtud de su historia personal había configurado una poética singular y había devenido el escritor que fue. Con Jean Genet la operación no fue exactamente la misma, sino la de realizar un estudio sobre su dimensión más iconoclasta. Se concentró en el dramaturgo francés como figura maldita, rabiosa (incluso criminal, recordemos que fue encarcelado por delitos que no fueron graves, pero que lo condenaron judicialmente hasta situarlo en la esfera de la clandestinidad) contra la cultura oficial francesa, que al igual que con Sade nunca supo muy bien el francés cómo digerir a estos íconos del pensamiento salvaje en el seno de su tradición de las ideas iluministas. Es más: ciertos creadores y creadoras francesas, en función de su desafiante posición respecto de la cultura oficial, procedieron a la invención de una tradición (en términos del crítico inglés Raymond Williams), sembrando de turbación a esa sociedad sociedad aparentemente tan apacible y meridiana. Esa tradición se prolongaría hasta nuestros días y de algún modo es mérito de Sartre y Simone de Beauvoir el haberlos abordado en sendos ensayos al punto de ver en ellos a víctimas de la sociedad francesa de su tiempo histórico. Sumaría a esta lista de “indeseables” por parte de la cultura oficial francesa naturalmente a Arthur Rimbaud en su dimensión más escandalosa, así como al Conde de Lautréamont. Artaud ha sido otra figura incómoda para los bien pensantes. Sartre y Simone de Beauvoir pensaban que era una tarea importante sacar a la luz a estas personalidades antiburguesas, provocadoras de una insurrección en el orden social y de las condiciones de producción que las habían alumbrado. Esclarecerlas mediante estudios que fueran lecturas de sus poéticas insubordinadas resultaba primordial. Opino lo mismo. Si un crítico se aboca al estudio de proyectos creadores confortables, funcionales al sistema: ¿de qué modo tal sociedad está en condiciones de realizar una autocrítica severa sobre su statu quo y sus mecanismos de legitimación de artistas? En el caso de Jean Genet, no solo por su homosexualidad sino por lo revulsivo y por la radicalidad de su propuesta estética, particularmente de su dramaturgia era irritante para la cultura oficial francesa.
Simone de Beauvoir, por su parte, también en sendos volúmenes interrogó la condición femenina desde una perspectiva analítica pero crítica, una vez más. Abordó el modo en que para el varón el sujeto mujer mujer era la alteridad inferiorizada devenida inmanencia (o “en-sí”, en términos de Sartre), carente de toda trascendencia, de todo proyecto con vistas a un horizonte orientado hacia un futuro de realización. La mujer estaba, por el contrario, cautiva del relato del varón que mediante mitos de dominación o de halago y adulación la mantenían por fuera de esa situación de satisfacción a buen resguardo de la acción, de la toma de iniciativas, de la revisión de sus estereotipos, de la posibilidad de una vida en la que desplegara un proyecto hacia la trascendencia, del resquebrajamiento de la doxa, en palabras de Roland Barthes. Y del peligro que sería su emancipación si la conquistaba a esa libertad definitiva. Cuestionó los paradigmas del psicoanálisis y del materialismo histórico en el marco de los cuales la mujer era interpretativamente una figura pasiva e inexistente en su epistemología. Los estudiosos que la abordaban eran varones y elaboraban teorías a partir del marco de referencia patriarcal y masculinista. El sexo femenino era objeto de estudio e intervenciones invasivos por parte del varón. Ella no había sido históricamente sujeto activo de cambio o, en todo caso, de intercambio equitativo amoroso, no solo conyugal sino más ampliamente parental de orden prácticamente mercantil. Tampoco había sido historizada en tanto que sujeto por una mujer sino siempre por varones, lo que conllevaba la situación de “ser narrada”, “ser hablada”; por una voz ajena. De ser heterodesignada y no autodesignarse. La autora identifica, como dije, los mitos según los cuales ha sido un arquetipo inmanente de modo abnegado o bien cosificado desde el punto de vista del deseo y del amor. Las argumentaciones de Simone de Beauvoir podrían seguir ininterrumpidamente, el tratado in extenso es muy rico en ideas, relatos de casos clínicos, extractos de diarios íntimos, de epistolarios o simplemente cartas, estudios de caso, investigaciones acerca de la sociedad según los términos en que los sujetos varón y mujer son criados en la sociedad occidental al menos, luego educados, punto de partida causal que es directamente proporcional al lugar que luego atributivamente se le asignará a cada uno en la pirámide de la sociedad. Pero como para ir al punto crucial cerraría esta sumaria exposición precisamente con la frase que abriría el debate definitivo en los estudios sobre la mujer o, más ampliamente, los estudios de género, y no solo respecto del tema mujer: “Mujer no se nace, se deviene” (final del Tomo II, titulado “La experiencia vivida”). Un sintagma que haría correr ríos de tinta porque proponía explicar de qué modo la condición femenina en su construcción es el resultado de una serie de operaciones culturales, no digitadas por ella necesariamente, sino ocupando un lugar subalterno, que recaen sobre su identidad, por lo general reprimiéndola o gobernándola, confinándola a orbitar en torno del varón como posesión o mercancía. Pero Simone de Beauvoir invitaba a que la biología era solo un punto de partida sobre el que se ejercía inscripción social o cultural. Ser mujer no consiste solamente en un dato de la biología, afirma Simone de Beauvoir, en un gesto indudablemente subversivo, de abierta disidencia y discrepancia con las teorías de construcción de la feminidad y ya no digamos de la maternidad. De este modo abría la puerta a la acuñación de la categoría de género, que tendría lugar recién hacia los años ’70. Fue una precursora. Pero al mismo tiempo, si bien la mujer ha ocupado un lugar históricamente subalterno, cabía la esperanza (y la posibilidad) de que esa circunstancia pudiera ser desmontada y revertida en sus zonas inaceptables, desventajosas y conflictivas para el sexo femenino. Incluso en sus bases económicas. Esto es: el sexo no es destino. La maternidad no es destino. Bien se puede ser mujer sin acatar el destino o el mandato de la maternidad y por supuesto el matrimonio. Pero sí por ejemplo sumarse al universo del trabajo, del cual estaba excluida por hegemonía del varón. La sociedad, si se dan ciertas condiciones dinámicas, está preparada (con resistencias seguramente) a cambiar sus roles, la asimetría entre el poder de la mujer y el del varón, entre la superioridad masculina a la hora de tomar las decisiones fundamentales de la Historia. En definitiva: un llamado a ser también protagonistas de la Historia simbólica y material se imponía. No solo una figura vicaria, sometida. Ese es el motivo por el cual el trabajo tanto intelectual como de crítica tiene sentido para Simone de Beauvoir. Lo más inquietante de todo, simultáneamente, resultaba que, analógicamente, de modo similar esta idea podía ampliarse y postularse a la cultura en su acepción más amplia. Toda cultura era pasible de ser un lugar más auspicioso, cambiante y fluido para los seres humanos. Esa era una de las bases, precisamente, del proyecto (trascendente, para proseguir con sus categorías) del existencialismo. No solo una hipótesis interpretativa sino una matriz de intervención en el orden de lo real para alertar acerca de que otro mundo alternativo es posible si el sujeto mujer toma las riendas de su vida y es ella quien a su vez asume las decisiones. El mundo no es una realidad demostrada. Es una organización pasible de ser desmontada en sus pilares que conducen a un statu quo. El segundo sexo (1949) se convirtió en el tratado feminista más influyente del siglo XX. Fue inspirador de un movimiento que agitaría las aguas cuyos ecos recién hace unos pocos años están volviéndose de naturaleza nítida y claramente visible en forma generalizada, al menos en América Latina, en donde la desigualdad y la violencia de género resulta escandalosa.
Sartre, con su teatro, desenmascararía la hipocresía social (desde mi punto de vista con ecos no demasiado invisibles, de Guy de Maupassant) de la burguesía más reaccionaria y anquilosada en sus tradiciones y en el pensamiento único, tanto acudiendo a espacios cerrados claustrofóbicos en los que un grupo de personas es obligado a convivir (A puerta cerrada, 1944 y La mujerzuela respetuosa, 1946). Surge así lo más miserable y lo más noble de la condición humana que queda puesto de manifiesto en su dimensión más ilegítima. También acudió de modo elocuente a la recreación de mitos griegos (como en su pieza Las moscas, de 1943). Y Simone de Beauvoir, en diversos libros de ensayo o artículos, pondría en evidencia las astucias del pensamiento político de la derecha mediante un abordaje filosófico de sus premisas que están empapadas de un pensamiento que alimenta un tipo de acción que fomenta la exclusión. Esbozaría una ética existencialista en dos de sus libros, como corolario definitivo en Para una moral de la ambigüedad (1947). Pero como su antecedente inmediato en el así traducido por el argentino Juan José Sebreli Para qué la acción, cuyo título original es Pyrrhus et Cinéas de 1944 (una moral existencialista que era una tarea que Sartre había dejado pendiente en sus tratados, a su juicio). Simone de Beauvoir se consagraría a un estudio de la poética y el proyecto creador del intratable para la cultura oficial francesa del Marqués de Sade, como dije, el otro maldito de la serie inmaculada de los clásicos intocables de la tradición francesa, iniciada por Sartre. En efecto, esta autora considera a Sade un libertino pero sin el correlato de un proyecto de liberación social colectivo salvador para la comunidad. Es un proyecto individual. Sin trascendencia. Más cerca de ser causa de escándalo, de la excomunión que de la construcción de una sociedad más justa y socialmente encolumnada tras un proyecto comunitario de naturaleza libertaria. Sade fue un simplemente un libertino. Busca eliminar la noción de pecado y remordimiento para poder alcanzar la posibilidad de la libertad de intervención en el cuerpo ajeno, en su tortura y goce.
A decir verdad, el existencialismo francés venía a decir con sus puntos de partida, en ocasiones originalísimos, en diversos trabajos teóricos y críticos que: “la esencia no precede a la existencia”. Somos lo que elegimos ser y hacer de nosotros mismos. Nuestras vidas no nacen prescriptas sino que somos los hacedores de nuestro futuro. O un proyecto trascedente o bien ese concepto tan penoso: incurrir en la inmanencia. Cosificarse, propiedad que se predica de las plantas o los objetos. De las cosas, los seres inanimados. Los seres humanos, si bien somos “arrojados al mundo” (un mundo al que sí, esta vez no hemos elegido llegar ni evidentemente hemos podido evitar hacerlo bajo ciertas circunstancias), depende mucho de nosotros lo que hagamos con ese contexto al que llegamos. ¿Aceptaremos el reto? ¿o nos quedaremos inmóviles, paralizados, con una vida resultado de la inercia de otras o de la propia en relación con lo que va dictando un destino que eligen otros por nosotros? Así como Simone de Beauvoir dijo de la mujer: “La biología no es destino”, también para el caso similar vale como una propuesta a la que nos invitan los existencialistas: “ser arrojados a este mundo no es destino. Podemos modificarlo, cambiar el rumbo de nuestras vidas, cambiar a partir de su punto de llegada aunque no el de partida. Hacer algo distinto de nosotros mismos”. Es una filosofía de la acción y la elección. A lo que agregaría yo: y es una filosofía del optimismo, pese a que se ha visto en ella históricamente un catálogo de quejas y de pesimismo tal como superficialmente se pinta a la condición humana, sin la redención divina, para Sartre y Simone de Beauvoir. Es una filosofía, en palabras más simples, del libre albedrío, pese a ser posición teológicamente atea.
Hacia el final de su vida Simone de Beauvoir escribió el extenso libro La vejez en el que denunció abiertamente, el modo como los ancianos, en tanto que sujetos económicamente improductivos para el sistema capitalista, eran concebidos como sujetos socialmente prescindibles. Así, la sociedad procedía a discriminarlos, confinándolos en hogares o geriátricos, segregándolos, marginándolos, subestimándolos, pagándoles sueldos de miseria y, ellos también, al igual que las mujeres, eran sometidos a la inferiorización y particularmente también a la exclusión social. De modo que las novedades que hoy escuchamos como grandes innovaciones provienen de una temprana vanguardia de antaño que no manifestó cobardía en hacer públicos sus puntos de vista y enfoques acerca de fenómenos sociales acuciantes para una sociedad que, o bien los ocultaba o bien los negaba por detrás de fantasías edulcoradas presentando a los más viejos en los discursos sociales de toda naturaleza (tanto audiovisuales, gráficos, literarios, mediáticos), como figuras que encarnaban la sabiduría, instruían a los más jóvenes y llevaban una vida de grato retiro recoleto. Sin embargo, el confinamiento, la soledad, el deterioro, terminaban siendo un destino de inmanencia.
Si bien la principal escritora de libros autobiográficos fue Simone de Beauvoir, quien además hizo ingresar en su poética la experiencia vivida (motivo por el cual debió pagar altos costos), Jean-Paul Sartre también escribió una autobiografía bellísima, Las palabras (1963), un libro no demasiado extenso en el que narra su infancia. Allí se refiere a su abuelo, una figura de autoridad, a sus primeros descubrimientos librescos (precoces por cierto), a su relación con el lenguaje y sus componentes, a sus vínculos más primarios y al modo en que a su juicio se fue configurando definitivamente lo que sería su vocación, constatándola de índole temprana. Este libro no carece de pinceladas líricas y es uno de los de más bella escritura de los que nos dejó la pluma de Sartre.
Los existencialistas fueron universitarios, graduados en la Sorbona con las máximas calificaciones, dejaron en claro sin embargo que su destino no sería el de las aulas académicas ni los gabinetes ni las clases magistrales. Si bien habían estudiado Filosofía y no literatura (para luego impartir clases), siempre habían sido grandes lectores (esto puede apreciarse especialmente en las autobiografías de Simone de Beauvoir así como en distintos ensayos de ambos consagrados a la literatura de la época o a los clásicos). Y también esa formación tan sólida como contundente en humanidades y artes sería fundamental como hito para escribir libros de investigación con rigor exhaustivo o bien para sus ensayos y ficciones, siempre exploratorios y renovadores. Pero también en particular para configurar sus poéticas. Un proyecto creador, el del existencialismo que, desde dos frentes, de común acuerdo, como un Jano bifronte atacaría frontalmente el sistema capitalista patriarcal. Y, de común acuerdo también, sería el producto de largos y acalorados debates entre ambos compañeros, largos viajes y varios amores (según sus palabras “contingentes”, frente al suyo, el “necesario”), pero también de una independencia sin precedentes. En un mundo en aflicción como el nuestro, en especial que afecta a América Latina, África y buena parte de Oriente, continentes a los cuales ellos fueron particularmente sensibles, recuperarlos como paradigmas que marcaron la Historia del pensamiento, la teoría crítica y de la literatura también combativa de modo contundente y politizado resulta primordial. Por ese mismo motivo, regresar por estos días a estos clásicos contemporáneos constituye una forma privilegiada de repensar los sucesos de nuestro tiempo. Ellos se hicieron cargo de los del suyo. Corresponde a nosotros hacer lo propio con los del nuestro. Sartre recibió el Premio Nobel de Literatura en 1964, que rechazó, porque consideraba que aceptarlo sería ser devorado por el sistema, institucionalizarse, burocratizarse, de pasar a formar parte de la cultura oficial. Y Simone de Beauvoir el prestigioso Premio Goncourt por su novela Los mandarines en 1954, el Jerusalen en 1975 y el Premio Austríaco de Literatura Europea (1978).
Cuando sus vidas llegaron al ocaso una obra formidable se cerraba dejando el saldo de decenas de libros imprescindibles para interpretar las claves del mundo moderno, la filosofía, la literatura crítica, interpelar de modo activo al sujeto varón y mujer. Pensar las biografías como instancias en las cuales era posible cambiar el mundo sin pecar de ingenuo. Las palabras modificaban el mundo, y ellos estuvieron a la avanzada de esos cambios y sacudones de la condición humana, que los alentaron y alentaron a otros a ser sujetos agentes de la Historia.

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