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Por Antonio Muñoz Molina
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blicado en APSI N°279, noviembre de 1988


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Hay personas extremadamente favorecidas por los dones del orden y la clasificación, que nunca pierden nada. Ni la decencia, ni el encendedor, ni el tiempo. Son personas solventes que encaran la vida con una especial serenidad y que en los aviones y en los automóviles llevan siempre perfectamente abrochado el cinturón. Sus horas y sus días son provechosas cuadrículas donde todo quehacer ocupa ese mínimo y necesario lugar sin pérdida posible que ocupaban las pequeñas letras de plomo en los cajetines de las imprentas antiguas. Otros, en cambio, lo perdemos todo, nos perdemos hasta en las ciudades más cuadriculadas y en los horarios más rígidos, sobre todo en ellos, porque el orden extremo nos sume invariablemente en la confusión. Yo me pregunto adónde van a esconderse las cosas y las horas que perdemos, en qué inmensos almacenes o casas de empeño de lo inútil y de lo microscópico acaban las tardes que nos sustrae la desidia, las agendas que de cuando en cuando adquirimos para no perder nunca más un teléfono, aquella pluma o encendedor que nos regalaron y juramos que guardaríamos siempre, aquel documento cuyo extravío inexplicable nos condena a peregrinar sin dignidad por las ventanillas hostiles de la Administración.

Casi todo lo que poseemos se nos va y no sabemos adónde, y las pocas cosas que todavía perduran a nuestro alrededor son apenas los residuos de un naufragio perpetuo. Buscamos una carta que imperiosamente debemos responder; en ninguna parte aparece, y comprendemos que quien nos la envió entenderá nuestro silencio como un agravio calculado, pero al menos logramos que nuestra búsqueda inútil nos devuelva otra carta que dimos por perdida hace varios meses y que ya no vale la pena contestar. Aceptando las ventajas de la cibernética, nos afiliamos al uso de la tarjeta de crédito, de la que nos dicen que nos eximirá del trato innoble con el dinero y con los carteristas, pero esa enérgica apuesta por la modernidad queda cancelada al cabo de unos pocos días, cuando descubrimos con horror que la tarjeta, tan pequeña y delgada, se nos ha deslizado por una de esas fisuras traicioneras que suelen abrirse para nuestra desgracia en la realidad y en los bolsillos, y que ya nunca la recobraremos, con la consiguiente penitencia de acudir en seguida a dar parte de su pérdida, no sea que ya obre en las manos de algún veloz estafador, y de enfrentarnos a la mirada de reprobación de un empleado de traje azul marino que deplora amargamente la confianza que depositó en nosotros.

Algunas veces, para eludir el infortunio, uno piensa que sólo puede perderse lo que nunca se tuvo, y que esa ley vale lo mismo para la amistad y el amor que para los encendedores. Al fin y al cabo vendrá un día en que lo perderemos todo: ya dijo Graham Greene que basta perder la vida para que no le quede a uno nada más que perder. Y casi todo lo que hacemos hasta que llega la hora de ese despojamiento último es ir dejando atrás un rastro de cosas olvidadas y de tiempo perdido. Perdemos diariamente regiones enteras de la memoria, despoblamos el mundo de sensaciones y nombres que sólo nosotros habríamos sido capaces de recordar, de posibilidades de inteligencia y de ternura que a nadie más le fueron concedidas. Recordamos cosas triviales que nos hicieron compañía durante mucho tiempo y nos parece que las ha ido pulverizando el simple paso de los años, porque no las hemos tirado ni roto, pero ya no están, ni cerca de nosotros ni en ninguna otra parte: no son nada, ni siquiera imágenes salvadas de lo que no existe, y lo peor es que sabemos o imaginamos que una cualquiera de esas cosas nos revelaría, si pudiéramos verla ahora, el secreto del tiempo, la clave oculta de una edad de nuestra vida. Lo que Proust aprendió en el sabor de una magdalena mojada en una taza de té nos aguarda a cada uno de nosotros en los objetos olvidados o perdidos, en una caja de cerillas, en una canción, en la litografía de un almanaque de 1960.

El recuerdo consciente es casi siempre un ejercicio de amnesia, porque la memoria, aislada de las sensaciones, se obstina en el vacío y segrega mentiras. A despecho de Valle Inclán y de la mayor parte de la literatura, las cosas son como son y no como las recordamos: encontrar de nuevo algo que perdimos —una ciudad, una casa, un rostro— nos induce automáticamente al desengaño o al asombro, nunca a la confirmación de una certeza. Recordar y buscar son acciones inútiles, lo mismo en la vida que en el arte. ‘Yo no busco —decía Picasso—, yo encuentro'. Marcel Duchamp convertía en esculturas cosas vulgares que encontraba, objects trouvés, esas cosas banales y olvidadas y huérfanas que algunas noches encontramos tiradas junto a los cubos de basura. Un sillón desfondado en el que podría arrellanarse un fantasma. Un calentador que puede ser una máquina inexplicable o la prueba de la existencia humana en otros mundos. Un zapato cuarteado que parece morirse de nostalgia y pobreza. Un sillín y un manillar de bicicleta que bajo la fulgurante mirada de Picasso puede convertirse en la cabeza de un toro.

Quienes lo guardan y lo clasifican todo no saben que su avaricia no los salvará del desorden que gangrena silenciosamente las cosas Los que tenemos la costumbre de perderlo todo sabemos que el mismo azar que nos despoja puede cualquier día entregárnoslo todo, o una sola cosa en la que todas se cifran, o una sola hora que contenga la vida. Para un artista o un científico, los largos años de la búsqueda estéril se salvan en un minuto de iluminación. Para un escritor, que está perdiéndose siempre en el desaliento y en el tedio de las palabras, que no sabe nunca nada, que escribe vanamente contra si mismo y contra su propia enfermedad del olvido, toda su disciplina y su búsqueda no valen si en un cierto momento no encuentra algo que no esperaba, no recuerda algo que no sabía. Por eso para escribir un libro hace falta primero merecerlo. Y luego tener la suerte de que sus dos o tres primeras líneas aparezcan en el papel, ante nosotros, como un objeto perdido y encontrado.


*Escritor español. Ganador del Premio Nacional de Narrativa 1988. de su país.

 

 

 

The Inside of My Dad's Shed/The Inside of My Dad's Head, May 2010 by Sean O'Hagan




 



 

 

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Por Antonio Muñoz Molina
Publicado en APSI N°279, noviembre de 1988