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La muerte de Muhamad Ali  (sobre literatura y boxeo)

Alvaro Monge Arístegui

http://www.reddigital.cl/



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Cuando niño me resultaba chocante  la figura prefabricada de Martín Vargas. Un boxeador mediocre, cuya carrera fue impulsada por la dictadura, a punta de rivales dudosos y de una prensa obsecuente. Más grato fue  ver a Carlos Monzón y, por supuesto, a ese verdadero bailarín –elegante y demoledor- que se llamaba “Sugar” Ray Leonard. Sin ser un experto, me parece que fue mejor que Muhammad Ali. Dicen, los que saben, que Teófilo Stevenson, el gigante cubano, por lo menos lo igualaba en calidad  (tres veces campeón olímpico de los peso-pesados, que se negó reiteradamente a pelear como profesional pese a las millonarias ofertas que le hicieron. “Antes rojo que rico” dicen que le dijo al inefable empresario “Don King”).

No obstante sus notables dotes técnicas, recuerdo de Ali, sobre todo, al hombre digno y de inteligencia superior, pródigo en frases brillantes y gestualidad elocuente. El  documental Cuando éramos reyes trata de la pelea Ali-Foreman en Zaire y refleja con sagacidad estos aspectos. Es conocido también el contexto de represión política y negocio descarado que rodeó esa disputa del título mundial. Sin embargo, quisiera detenerme en la presencia en la película de  George Plimton ( editor de The Paris Review y coautor de Edie, extraordinaria biografía de Edie Sedgwick) y Norman  Mailer, uno de los novelistas claves de la literatura norteamericana de posguerra.

En mi recuerdo, Ali está inseparablemente ligado a la figura de Mailer. Del escritor que construye el mito, que celebra y funda la grandeza de aquello que retrata. En el documental referido Mailer se explaya sobre las virtudes atléticas de Ali, pero todavía más en la dimensión épica de ese combate, en el cual un boxeador ya veterano, menos ágil y fuerte que su rival, sobrepasa esas limitaciones porque algo más fundamental que el dinero o la celebridad se encuentra en juego. Algo así como la dignidad y el amor propio.

Borges dijo una vez que “los escritores norteamericanos habían hecho de la brutalidad una virtud literaria”. Por supuesto que estaba pensando en Hemingway, linaje en el que, sin duda, Mailer se hubiese reconocido de inmediato. No sólo por haber escrito novelas como Los hombres duros no bailan, en las que la atmósfera boxeril es decisiva sino, sobre todo, por pertenecer a una estirpe literaria que elevó la experiencia vital a principio supremo. Quizás el interés de estos escritores por el boxeo se deba a que pertenecen a una época dominada por la pasión y el exceso.

Sudamérica ha sido un territorio propicio a estas relaciones. Es cuestión de recordar el relato Torito, de Cortázar, así como la impecable crónica de Osvaldo Soriano sobre el “mono” Gatica. En Chile, Enrique Lafourcade ( “Mano bendita”), Ramón Díaz ( “Atrás sin golpe o la noche en que Villablanca ganó el título mundial”) y Jorge Teillier ( “A un viejo púgil”)  han explorado en esos laberintos del valor y la traición. Con humildad y precisión las Memorias de Renato González Moraga, más conocido como “Mister Huifa”, se detiene  ante la memoria de boxeadores chilenos como  Vicentini, Romero o “Pelo duro” Lobos. Quizás menos celebres pero llenos de humanidad en su fragilidad. Seguramente para ellos escribió el poeta:

“Todas las tardes regresas sus admiradores/ que en la estación se empujan para llevarlo en hombros/ a la vuelta de su gira triunfal/y lo dejan en la primavera del césped de pez de castilla/donde –como le prometió a su madre-/sueña que ha esquivado –sin despeinarse- los golpes del olvido”.



 



 

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