EN LA VEREDA
Cuento en "Gato
Por Liebre" Caos Ediciones 1998.
Ana María
del Río
Nadie sabía más detalles, pero le decían la Italiana,
tal vez por la increíble cantidad de tallarines que compraba
en el consorcio San Francisco, que era el único que traía
los paquetes envueltos en celofán. O tal vez le decían
así por esa manera de caminar, tan distinta a todos, con los
pies dueños de la vereda, como mascando la calle, esparciendo
las caderas a diestro y siniestro, con una alegría de fruta
madura en el tope del azúcar. La mayoría de las mujeres,
de boca fruncida y tejido receloso, movían la cabeza al verla
pasar con la cartera balanceándose como barco henchido y se
contaban historias maravillosas sobre la Italiana, pero con unos nombres
tan antiguos que nosotros no entendíamos nada: que había
sido la no sé qué de un musolini. Y que había
llegado a Chile en el avión correo, metida en la bolsa de los
telegramas.
—No, pues, no le pongan tampoco —decían los hombres,
acodados tras el bar—. La Italiana está bastante bien, pero
no es para morirse.
No sé cómo se las arreglaba la Italiana para parecer
que siempre estaba disfrutando de la vida y que, a veces, la vida
estaba disfrutando de ella: metida en una gran presión llena
de fuerza, dentro de un inmenso racimo latiendo alegre, con el pulso
de la vida.
—No es conventillera —corregían las comadres.
Y no era. La Italiana se hallaba a gusto en el medio de la gente,
eso era todo.
Incluso en medio de los paseos alrededor de la plaza, los domingos
por la tarde, cuando cada uno se afanaba por sentarse con lo mejor
que tenía y caminar derramando el perfil más correcto,
largando el sedal con el anzuelo, buscando remedio contra la arrebatada
arena de la soledad.
La Italiana tarareaba, porque la Italiana era la única que
sabía tararear y marcar el compás con las uñas,
y además porque tenía una de las tiendas más
fascinantes que conocimos jamás, rebosando de cajitas color
concho de vino con Santiago de Compostela en la tapa, sin número
ni clasificación alguna. Las cajitas se encaramaban solas,
unas arriba de otras en los estantes construidos para sacos harineros,
y cuando a la Italiana le pedían algo, desde botones hasta
medias del cinco, ella comenzaba la búsqueda, subida arriba
de una escalera de podar enredaderas, tratando de adivinar cuál
sería la caja correspondiente, palpando bajo las tapas con
sus bellas manos olor a risa y a agitación cálida. Los
clientes no sabríamos jamás que cada cosa que sacaba
la Italiana era un milagro de adivinación en cualquier cajita,
sobre todo en los días nublados, en que la luz de afuera se
negaba en redondo a entrar en la casa de adobe grueso con el alero
de lluvia goteando hermetismo.
La Italiana devoraba cada momento, incluso aquel en la madrugada,
cuando la mitad de los habitantes debían levantarse, medio
dormidos, a ordeñar sus vacas, que esperaban heladas de oscuridad
junto a las ventanas, porque si no, la leche se les pudría
y el queso salía amargo, lo cual era lo peor que podía
acontecer en un pueblo quesero. La Italiana partía tirando
las almohadas contra la pared, cantando una tarantela inverosímil
que despertaba al valle y balanceando un tacho de aluminio, mojándose
las piernas en el duro y empecinado pasto de las madrugadas, donde
cada brizna largaba un enconado chorro de garúa conservada
durante la noche.
Nadie podía entender cómo la Italiana estaba metida
en tantas cosas a la vez.
—Pero esa mujer debiera tener alas en los tobillos para alcanzar todo
lo que tiene que hacer y parece, en cambio, que echara raíces
en todas partes —dijo alguien de los hombres, mirándola conversar
con todos a la vez.
Era cierto que la Italiana andaba bien pegada a las cosas de esta
tierra: los céntimos que le sobraban los iba amontonando en
una gran alcancía en forma de buzón, situada en el lugar
de la caja registradora de la paquetería; repartía el
diario en una bicicleta vieja en la mañana, vendía números
de lotería, llevaba y traía almuerzos servidos, escribía
cartas a los viejos de la Fundación, mostraba las bicicletas
y los caballos que estaban para la venta, recibía recados,
vendía huevos, inventaba pecados para las niñas aturrulladas
con lo de los malos pensamientos, que venían a confesarse por
primera vez, buscaba empleos a quien quisiera de veras trabajar y
no tuviera miedo a transpirarse las cejas... Al mes de llegada, la
Italiana había penetrado en el pueblo como una lanza, alcanzando
la humedad de tierra temblorosa con que estábamos hechos.
Cuando recién apareció en la pisadera del bus, con sus
tres maletas escandalosas de brocato rojo atronando en la plaza bajo
la mirada boquiabierta del General Bernardo 0'Higgins subido en su
pedestal junto al temblor de las varillas de fierro de la pérgola,
las mujeres del pueblo, soplando sobre sus teteras, le echaron una
sola mirada y la hicieron caer en el hoyo de las "sueltas",
ni portaligas trae, debe ser otra de las queridas de ese turco asqueroso
del almacén, dijeron.
Y se pusieron a barrer furiosas, levantando el polvo de su asombro
y admiración porque el peinado y el vestido de la Italiana
merecían verse y contarse: sus ondas rubio oscuro, perezosas,
saliendo casi de los mismos ojos, todo merecía verse en ella,
junto con sus caderas gloriosas, por las que los hombres se salieron
de las mesas del almuerzo y la partida de dominó quedó
inconclusa esa tarde, porque todos se dedicaron a apostar sobre su
edad y la continuación de sus muslos. La Italiana traía
una flor de género en el nacimiento de sus pechos: una decidida
hortensia azul, plena como ella misma.
En seguida de llegar, casi antes de saludar a nadie y contraviniendo
todas la profecías que brotaron de las escobas al mirarla —ésta
no aguanta una semana aquí: quiere guerra, se le nota en las
pestañas—, la Italiana armó su negocio trapeando el
suelo con lavaza y aserruchando ella misma. El letrero de la entrada
lo pintó, sacando un poco la lengua mientras escribía
"Paquetería El Vesubio".
Todo parecía sobrar y ser fresco cerca de la Italiana. Se abrió
su negocio ese día domingo, y a pesar de las alertas que mandó
la hermana del señor cura, cuidado con los que trabajan en
domingo, las mujeres fueron llegando con una curiosidad de narices
distraídas. Se quedaron todas hipnotizadas por la anchísima
presencia de la Italiana, que las besaba en ambas mejillas y parecía
conocerlas a cada una con antiguos lazos familiares: se sabía
el nombre de los cardúmenes de hijos y al día les iba
siguiendo las muelas cariadas, las espinillas, las primeras reglas,
las notas en matemáticas, las peleas, los pantalones largos.
Las mujeres abandonaron las palabras afiladas y las escobas detrás
de la puerta y se acercaron en las tardes a la paquetería:
permanecían allí un rato, sentadas en sillas de paja,
sin siquiera hablar; se hacía menos dura esa masa inmensa que
amasaban a través de los días interminables e iguales.
La Italiana ofrecía al caer la tarde un refresco de guinda
tan maravilloso que hacía salir lágrimas. Desde su tienda,
las mujeres veían elevarse el humo de sus propios hogares,
a veces tan desgarrados que parecían gritos de auxilio en gris.
En los hornos de tierra se cocían a fuego lento los minúsculos
rencores. De esas cosas que nunca se podía hablar a nadie,
de esas cosas que a la Italiana le importaban más que los hilos
y los botones o la fiesta de Cuasimodo.
Las mujeres se demoraban en ese descanso que no habían soñado
jamás.
La primera explosión —porque el nombre de la Italiana iría
asociado siempre a sucesos volcánicos— fue cuando Manuel, jefe
de la quesería, el que trasladaba las piedras del cuajo a mano,
en una erupción de furia, con la voz que se le oía a
dos pueblos, llegó un día al negocio de la Italiana,
indignado, a buscar a su mujer, la señora Piedad, que andaba
con el pañuelo de cabeza de las catástrofes y tiritaba
de sólo oírlo caminar.
La señora Piedad era tan nerviosa que tartamudeaba
en un pestañeo eterno. Pero la Italiana la había oído
hablar por dentro de su cansancio sin esquinas; la señora Piedad
manipulaba todos los palillos del mostrador y le enredó todos
los tamaños en su terrible miedo de ver a su marido a la puerta.
Entonces la Italiana mostró quién era y
cuáles las cosas que le importaban. Salió tienda afuera,
dejando el chal tirado en el suelo, y enfrentó a Manuel con
las palabras tan fuertes, los ladridos tan hoscos y los zapatos tan
levantadores de polvo como él.
El pueblo se llenó de tierra ardiente. La Italiana
gritaba moviendo las manos, que él fuera sabiendo que su mujer
no era su sirvienta, ni aunque ella misma creyera que lo era, y que
estaba bueno que fuera aprendiendo a prender el fuego de su cocina
sólito y que para acercarse a su mujer por lo menos se lavara
los pies y que aprendiera a dar las gracias por las camisas lavadas
y planchadas, que no eran lo mismo que el sol que sale en las mañanas,
invariables, y que fuera teniendo cuidado con los golpes y los gritos,
le habló a gritos de los tribunales de Santiago, que protegían
en contra de los abusos, y le dio todas las direcciones de Centros
de Protección a la señora Piedad, pero ésta no
anotó ninguna, temblando como hoja, porque era la primera vez
que en su familia se le hablaba así al hombre.
El Manuel se fue preocupado sacándose la mugre
de las uñas con un palito y pensando que algo especial había
ocurrido en el pueblo con esa paquetería "El Vesubio":
muy a su pesar, descubrió una admiración por la Italiana
que no había sentido en los días de su vida por ninguna
mujer y se dio cuenta de que era algo más que bultos carnosos,
nocturnos, de olor ácido y resignado: a cada segundo volvía
a ver a la Italiana gritándole, y al fuego que salía
de entre sus labios rojos.
Esa noche no le hizo nada a su mujer y comió en silencio a
pesar de que los vecinos le habían recomendado que usara la
tranca.
—Quedó tonto el Manuel con la Italiana esa—dijeron los hombres
en el mesón tras los vasos morados—. Y más encima, le
sublevó a la mujer.
Pero todos hablaban con una secreta envidia de la entrevista, imaginándose
en el fondo de sus vasos que habrían dicho ellos a esa mujercita
calentona, como le habrían puesto los puntos en las íes,
y alguna otra cosa le habrían puesto también, se rieron,
si estaba como para rajarla con la uña.
Y el coronel de Carabineros, resumiendo, dijo que cuando la gallina
nueva se subía al palo del gallo, había dos posibilidades:
o dejarla, o...
*
La Italiana comenzó a recibir visita de mujeres
en las mañanas, cuando el trabajo rugía en las casas
y los hornos quedaban gritando. Pero la pena y los sufrimientos escondidos
bajo las camas eran muy fuertes también. La Italiana sabía
entender todas las cosas, hasta las imposibles de explicar sin sollozos.
Por eso fue que a nadie le extraño cuando apareció un
día la Almendrita, la hija de la señora Piedad, que
iba en camino de ser una segunda señora Piedad, con el mismo
pañuelo de cabeza y los huesitos en los codos, como teclas
descompuestas.
Traía los ojos brillantes —por primera vez parecieron
dos verdaderas almendras amarillas—y venía
a hablarle a la Italiana —porque en la casa no se podía hablar
de eso— de un hombre, del hombre más maravilloso del mundo
que había conocido y que la había mirado por primera
vez en el galpón donde se empaquetaba la uva.
Almendrita pasó la tarde entera en la paquetería de
la Italiana, sentada sobre el mostrador, derramando una elocuencia
que nadie le conocía, hablando del momento en que él,
con el sombrero en la mano, como en las fotos, la abrazó y
le había pedido la amistad. La señora Piedad se paraba
cada dos minutos para hacer callar a su hija, shh, cállate,
iba a cascarla, esas cosas era una cochinada decirlas. Pero las otras
la detuvieron: en "El Vesubio" se hablaba de cosas que no
se podían decir en ninguna otra parte. Entonces, la Italiana,
en medio de su tienda, con las cortinas volando de un viento escandaloso,
lleno de humedad prometedora, con las mujeres moviéndose, eligiendo
hilos, dedales, tapacosturas, dijo algo extraño, que hizo enredarse
de pronto a todos los hilos de bordar:
—Mándemelo para acá. Almendrita, a su joven —dijo—.
Dígale que venga a verme. Yo se lo voy a entregar suave como
la piel de ante, listo para hacerla feliz.
—¿Qué? —dijo Almendrita—. ¿Quiere que...?
—Como los cueros nuevos, para curtirlo —explicó la Italiana
poniéndose todas sus pulseras en la mano derecha. Y nos miró
a todas. Fue tan clara su mirada, tan sin temblor la hortensia de
su pecho, que todas le creímos de sopetón.
Las entrevistas de la Italiana con el novio de Almendrita se llevaron
a cabo esa misma semana, porque si de algo estaba convencida la señora
Piedad era de la buena intención y de la fuerza granate y terrícola
de esa mujer.
Por esos días se vio, sigiloso, al novio de Almendrita, con
los ojos encandilados como los buhos, cruzar los potreros para ir
a encontrarse donde fuera con la Italiana, que lo esperaba sentada
como una pantera serena en los bancos de la estación o se dirigía
hacia él en medio de su enloquecedor caminar desde una alameda
poblada por el viento. Almendrita, entretanto, dormía tranquila,
esperando.
Adonde fueron la Italiana y el novio de Almendrita, qué hicieron
o cómo pasaron el tiempo, es cosa que no se sabe, pero lo que
sí se supo fue que un mes después, el muchacho golpeó
la puerta de la Almendrita con la mirada desconocida del amor para
siempre y en un estado de gran solemnidad pidió su mano a su
suegro, que lo miraba boquiabierto sin entender muy bien quién
iba a poner el chancho para el futuro casamiento.
El muchacho cortejó pacientemente a Almendrita, esperando que
terminara de amasar el pan y de lavar a sus once hermanos, esperándola
en sus cambios de humor, cuando la Almendrita amanecía con
mil guarenes en el cuerpo y los soltaba por la lengua, o cuando le
dolían los huesos en el agua congelada de los inviernos.
Le construyó la casa más linda que hubo soñado
mujer alguna, desde que se inventó la madera tinglada: con
una pieza de estar sola, encortinada de verde, para escuchar a la
perfección el canto de las cigarras de la siesta...El novio
de Almendrita se convirtió en un modelo inaudito de amor incondicional
y en un traidor al gremio de la fortaleza y golpear sobre el mantel
exigiendo cosas. Los hombres hablaron hasta la saciedad y se llegó
a la conclusión de que después de haber pasado por las
manos de la Italiana, el Medina chico había quedado suave como
cuero de ante, tal como ella había dicho.
—Huevón, digan, más mejor —dijeron los hombres, masticando
su rencor. Ya no contarían más con él para los
partidos con siete chuicas, en el bajo del estero, los sábados.
Lo que se vio también fue que Almendrita era tan feliz que
se le olvidó cómo se llamaba, creció sus buenos
centímetros y comenzó a estar segura definitivamente
del color que le gustaba y de la música que prefería
y a darse gustos personales, como el de comerse un melón chorreándose
entera en plena plaza, acompañada de todos los pelusas que
lavaban camiones en el estacionamiento del peaje.
—Definitivamente huevón —dijo el ferretero—.
Mire que venir a decir que la cabrita esa es la más linda del
mundo entero... Y todos recordaron entonces los ojos de fuego de la
Italiana, prendidos como luciérnagas de los arboles.
Una mañana, la hija adolescente de la Delmira, la viuda más
acida del valle, apareció en la paquetería con un muchacho
de la mano, avergonzado y los ojos suaves como duraznos.
—Para que me lo arregle a éste también, Italiana, si
puede, por favor—dijo.
Primero fueron las risas de las mujeres, y la cachetada
de la Delmira a su hija, esta chiquilla está más loca
que una cabra, pero después la Italiana anunció que
cerraría temprano y salió con el muchacho del brazo,
al cine del pueblo de al lado. Desaparecieron durante siete días,
al cabo de los cuales, en la micro intercomunal, se vio llegar al
muchacho derecho a la casa de la muchacha y temblándole la
voz como a un hombre la llevó a la duna, detrás de la
fábrica de cemento donde se fabricaba la cal y los hijos naturales,
pero él hizo sentarse a su novia y le recitó un horrible
poema de amor lleno de vocales conmovedoras que hizo llorar a todo
el pueblo, incluso hasta a la hermana del señor cura, que creía
que todos los pobres eran borrachos de nacimiento.
A partir de esa vez, la Italiana tuvo la tienda llena de muchachas
parpadeando, atropellándose por entrar, y de mujeres maduras,
avergonzadas de querer hablar con ella también.
La Italiana resistió los embates de las lenguas retorcidas.
No recibía pago alguno por este trabajo de curtiembre y de
domesticación. Su gallinero aumentaba con visos de industria
y ya tenía que ordeñar cuatro vacas fieles y líquidas
en las madrugadas. Las miradas de las muchachas recién casadas
se subían al campanario y sus redondos hombros llenos de felicidad
repletaron el pueblo de un verano continuo que cubrió de hojas
púrpura las avenidas. El tiempo se detuvo en las copas de los
árboles y la muerte no se aparecía por el pueblo. Ni
siquiera en el Hogar de Ancianos Misia Ubelinda González se
había muerto nadie y estaba repleto a perpetuidad. Los bancos
de la plaza estaban llenos de gente contenta y esto le dio a la hermana
del señor cura el miedo más cerval de que después
las desgracias se fueran a desatar todas juntas.
La Italiana había derramado su fuerza y su simpatía
por todo el pueblo. Era venerada como un día feriado y había
una cola de jóvenes que circulaban continuamente a su lado
llevándole los paquetes de las compras o barriéndole
la entrada, aunque ella insistía en levantarse a las cinco
de la mañana para dar de comer a canarios y perros huérfanos
y a don Mañungo, ex chofer que había sido despedido
del servicio del fundo porque se negaba a pasar por los puentes y
metía el auto por el lecho de los ríos a pesar de las
furiosas protestas de sus ocupantes, que terminaban empapados en cada
excursión a la capital. La Italiana estaba en todo.
Pero los hombres se juntaban apretando sus vasos con la
mano y pensando que era necesario que alguien con la cabeza bien puesta
solucionara el problema de la mina ésta que hacía girar
como trompo a los muchachos y los dejaba convertidos en huevones a
la vela, mirando a sus esposas como tontos.
—¿No les dará algo en el licor? En ese caso se podría
denunciarla —dijo el farmacéutico, que todo lo arreglaba con
pastillas más, pastillas menos. Pero no. La Italiana no se
iba por el lado del licor.
—Hay que elevar el informe correspondiente a la municipalidad.
Al fin y al cabo, éste ya se transformó en un asunto
comunal —dijo el coronel de Carabineros, con el bigote latiéndole.
Que lo dejaran, vociferó, encontrarse con esa famosa Italiana
en un recinto cerrado, a ver si no la dejaba meando dos tonos más
bajo y le quitaba para siempre esa manía de mirar de frente
y de ponerse chucara.
Pero en silencio, todos entibiaban sus vasos pensando
en que les habría gustado irse con ella en esas
expediciones que hacía a veces con los muchachos, y el vino
se les volvía un cognac de nostalgia.
*
Un día en la mañana, como si lo hubieran
llamado, llegó el camión verde.
Atronaba un parlante.
Que no se movieran de sus casas.
El destacamento que bajó estaba formado por hombres
que el pueblo no había visto jamás. Se lanzaron por
los tejados de las casas disparando hacia los vidrios y postes y ruedas
de los autos y los camiones. Y gritando como descosidos. Irían
todos a no sé dónde, gritaban. Venían con la
cara pintada de negro. Pisaron todos los tallos tiernos de esa primavera,
petrificaron el polvo de las veredas y los perros vagos.
La Italiana también se acercó a mirarlos.
Pero ellos no venían a perder el tiempo. Entraban en las casas
de a golpes, haciendo estallar ventanas, estatuitas, diarios de vida.
El horror se abrió como una sandía. Uno de ellos entró
en la paquetería "El Vesubio" y salió con
la Italiana empuñada como un choclo, por el pelo. Ella miraba
con fiereza llena de silencio. Las moscas se detuvieron, espantadas.
La empujaron camión adentro y entraron todos. Los ruidos de
ese camión invadieron como una marea insoportable los oídos
de adentro. Todos se agarraron la cabeza a dos manos para no oír,
para no saber, para no seguir sabiendo y quedar, por lo menos, en
la duda de las cosas que no se quiere creer.
Pero de pronto, ante los ojos de los que no creíamos que era
para tanto, se abrió la puerta del camión y de entre
un ruido de roturas salió lo que quedaba de la Italiana.
Fue caminando por el pueblo desgarrándose cada vez más,
deshaciéndose, quedando jirones de ella entre las barandas
de la tarde y las manillas de cada uno de nosotros.
Y entró, apenas, en lo que había sido la paquetería
''El Vesubio". Cuando el carnicero y el farmacéutico y
el coronel y el dueño de la quesería y el telegrafista
y todos los otros llegaron, sólo quedaba en el suelo una de
esas manchas leves de sudor y tristeza penetrante que no se borraría
jamás.
Fueron llegando de a poco todos los hombres que ella había
enseñado a amar, los que había dejado suaves como cuero
de ante. Las mujeres esa vez se tragaron el llanto como baúles
y fueron los hombres los que lloraron.
Y nos sentamos a su vereda, como cuando uno no se quiere ir del teatro
en que una película le ha gustado mucho, mucho. Tosimos a duras
penas el recuerdo y empezamos, como antes, a subsistir no más.
Una deliciosa mezcla de ternura,
poesía y humor caracteriza las páginas de este libro;
feliz combinación también equívoca, en la medida
en que irónica, trasciende -si lo quiere el lector- el plano
de lo ficticio. Bajo éste se vislumbra una radiografía
de nuestra historia reciente y, más allá, aproximaciones
a aspectos esenciales del ser chileno, del ser humano. El estilo brillante
y seguro de la autora le imprime a sus fantasías una sutil
pero casi tangible reverberación, un ultrasonido constante
de estremecedora verdad.
En este lenguaje que vibra de realismo no obstante el despliegue de
la imaginación, destacan con naturalidad las palabras más
coloquiales del idioma, la vida intensa con que son pintados diversos
estratos sociales, la frescura con que se anima a los personajes y
la irresistible amenidad con que son
abordadas las temáticas más disímiles: un pueblo
del que han desaparecido los hombres; un grupo de muchachos en gira
de estudios por la capital, sorprendidos por acontecimientos demasiado
inquietantes; una madre que protege entre los pliegues de la blusa
a su diminuto hijo fenómeno; una muchacha expulsada del colegio
por responderle sin tacto al cura de religión; una pobladora,
un retén de carabineros, una italiana que modifica para siempre
los hábitos de un pueblo...
Relatos chispeantes, profundos, divertidos, irreverentes, constituyen
un excepcional aporte a la tradición del cuento latinoamericano.
En
el lapso de pocos años Ana María del Río
se convirtió en uno de los principales escritores chilenos:
pocas veces la crítica y los lectores coinciden al valorar
un librocomo en su caso; junto con encabezar las listas de los más
vendidos, sus títulos reciben la atención y los elogios
de prensa especializada y cátedras universitarias, así
como el aplauso de jurados en premios y concurso.
Entreparéntesis, Oxido de Carmen, De golpe Amalia
en el umbral, Los siete días de la señora K, Tiempo
que ladra y, ahora, Gato por Liebre, conforman una ininterrumpida
secuencia de aportes esenciales a la actual narrativa chilena.
Profesora de castellano y Master of Arts por la Rice University
de Houston, Texas, Ana María del Río ha ejercido la
docencia en colegios y universidades de Chile y del extranjero; ha
recibido importantes premios y sus cuentos figuran en numerosas antologías.