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Asunto: Álvaro Mutis
Por Alejandro Zambra
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Asunto: Álvaro Mutis
El viernes 1 de febrero del año 2002, a las 7:48 Am, hora española, envié este largo mail a mis amigos, con motivo de un homenaje a Álvaro Mutis al que yo había asistido en Casa de América. Está mal escrito, pero creo que tiene sentido desempolvarlo ahora, el día de la muerte de Mutis, en memoria de lo importante que fue, para muchos de nosotros, acaso en el momento más oportuno, encontrarnos con su poesía, sus relatos y sus novelas. Va tal cual como salió de mi antiguo Hotmail, yo no lo tenía, pero acabo de recuperarlo gracias a un amigo que, según parece, lleva once años sin limpiar su bandeja de entrada. AZ.
Algunos de ustedes saben que pasé largas noches leyendo la poesía de Álvaro Mutis, y un mes y medio escribiendo (bajo el gentil auspicio de Gesa Assistance S. A., hoy Axa Assistance S.A., una empresa que me pagaba por pernoctar junto al teléfono, por dormir junto al teléfono, e incluso por dormir junto al teléfono mientras la oficina se inundaba) sesenta páginas (finalmente fueron cuarenta y cuatro) sobre “La nieve del almirante”, un relato que consta apenas de tres. Algunos de ustedes saben también que escribí un libro que para mí es, a la vez, una carta de ajuste y un ajuste de cuentas con ciertos fantasmas de cuya presencia aún no me atrevo a dudar.
Pues bien, la ocasión de un vagamente académico homenaje a Mutis celebrado los días martes, miércoles y jueves de esta semana, me trajo el recuerdo de algunas de esas noches, que muchas veces sitúo en un pasado imposible por remoto (ustedes saben o intuyen o yo me he encargado de recordarles que tengo 26 años) y otras veces (hoy, sin ir más lejos) me parece que todavía experimento.
El día martes ingresé con mayor timidez que la normal al lujoso anfiteatro de la Casa de América. No por la inminencia del encuentro, sino porque en esa misma sala acabo de coronar un diciembre atroz con 18 ballantine’s (la cantidad y la marca son felices abstracciones), acontecimiento sobre el cual he querido correr un tupido velo, a pesar de que consta en algunas fotografías un rostro que coincide en todo con mi descripción. Logré ubicarme entre una muy joven beldad (que nunca dejó de acariciar la barba de un mucho más joven anciano) y una afrancesada francesa que hablaba a diestra y siniestra de lo muy amiga que era de Álvaro, de cuánto le había gustado a Álvaro el libro que publicó en Francia sobre Álvaro que es, desde 1995 y hasta la fecha, el único libro que se ha publicado en Francia sobre Álvaro.
Álvaro hizo su ingreso triunfal por la puerta de los cantantes. En medio de las presentaciones, los gestos y alguna acotación suelta del homenajeado confirmaban por largo el célebre elogio de García Márquez: “Álvaro Mutis es el hombre más simpático del mundo”. Más allá de la cortesía y de un cariñoso manejo de la ambigüedad (dijo sentirse feliz, “como un paciente con muchos analistas”), Mutis se dio maña para evitar la complacencia sin dejar de complacer. La señora que lo presentó dijo tantas veces la palabra “maestro” que uno llegaba a dudar no de que Mutis mereciera tal calificativo sino de que existiera un ser humano capaz de enseñar algo a la señora esa. Al menos su deshilvanado y esnobista discurso la hacían la alumna aventajada de la escuela de los listos, una escuela que detesto. Mutis le sonreía, como sonrió con las bromas relacionadas con su apellido (que por muy sofisticadas no dejan de ser variantes de las que probablemente ha escuchado desde niño) o con la mención de su ilustre antepasado Sinforoso Mutis, rostro del hoy extinto billete de dos mil pesetas.
Con todo, las exposiciones dieron o intentaron dar una vuelta de tuerca a una obra potente, valiosa y compleja. Ninguno de los ponentes se arredró por la presencia del “maestro” y la cosa funcionó con cierto ritmo. Estaban allí Blas Matamoro, Jorge Ruiz Dueñas y Javier Ruiz Portella, todos inteligentes e informados. Se habló, entre otros asuntos, de la relación entre Maqroll el Gaviero y el Quijote, del Barnabooth de Larbaud, y de la tensión entre acción y reacción que anima la obra de Mutis. “El reaccionario rebelde”, se llamaba la ponencia (desgraciadamente no me enteré si el señor autor, de estudiada barba en desorden, era Ruiz Dueñas o Ruiz Portella, aunque con seguridad era Ruiz, ya que Matamoro era el que habló del Quijote) que ahondaba en ciertas declaraciones que muchos consideran extravagancias de escritor célebre y como tales las pasan de largo o por alto: el desprecio de Mutis por la democracia (“cuando muchos están de acuerdo en algo es para una bellaquería o una idiotez”) y su nostálgica alabanza del orden que supone una monarquía absoluta. Si los lectores de Mutis estuvieran de acuerdo no habría problema, pero hasta el momento, salvo un soso artículo de Carlos Iturra en El Mercurio, no recuerdo a otro comentarista que dejara entrever un nítido entusiasmo al propósito. Aunque Iturra, por supuesto, tal como intentó hacer con Borges, quería (el perla) “crear a sus precursores”. A riesgo de leer mal o de no leer.
Más tarde el propio Mutis abundó en su feroz crítica de la sociedad contemporánea, que no es la defensa de izquierdas ni derechas sino una especie radical de desconfianza en todo signo de progreso, acaso confirmando eso de que el último hecho histórico que realmente le interesa es la caída de Bizancio. Este tipo de cuñas no son tan anecdóticas, ya que están en íntima relación con el mundo de Maqroll el Gaviero, poeta de la desesperanza que bien hubiera aceptado nacer unos cuantos siglos antes.
El resto: un par de preguntas de los ponentes al autor (que nada pero algo tenían de solicitud aprobatoria: ¿cómo estuve, maestro?), demasiado simples como para ser contestadas en serio, y la carcajada que provocó Mutis al recordar el tono que usaba, hace muchos años, para doblar a uno de los personajes de Los intocables. Tras cartón la multitud se le acercó con libros sospechosamente nuevos, a pedirle una firma. Alejandro andaba por ahí con el último ejemplar de Bahía Inútil y sus cuarenta y cuatro páginas sobre “La nieve del almirante”. Entretanto Mutis, a pesar del pulso, firmaba cuanto podía, Alejandro dudaba si integrarse a la fila, hasta que finalmente decidió dejar los presentes con el señor Ruiz, aquel de la estudiada barba descuidada, y salió soplado al viento frío madrileño, dispuesto a entrar al primer Mcdonald’s que encontrara a su paso.
Fue un Burger King. Mientras despachaba una lánguida doble cheese (y recordaba, de paso, la extraordinaria paella que hace dos meses comí con dos de ustedes), comencé a sentirme arrepentido de no haber conversado siquiera una palabra con Mutis. Sentimiento que me hizo pergeñar complicadas y semilíricas teorías sobre la inhabilidad social. Más tarde, perdido como estaba en asuntos tan raros, me vino una alegre tristeza que luego descubrí que provenía del recuerdo de una canción de Caetano Veloso. Entonces reparé en que, sin darme cuenta, estaba volviendo a mi cuarto. Porque vengo recordando esa canción, ‘Irene’, desde hace semanas, justo antes de volver a mi cuarto. En un acto temerario decidí desviarme al edificio de Fnac para por fin comprar el disco y escuchar esa canción. Iba yo luciendo un excelente portugués mental, cuando de pronto me encuentro en el umbral de Fnac frente a frente con un aventajado hablante de dicha lengua: José Saramago. Subí las escaleras (es un decir: las escaleras me subían) hacia la sección de música pensando todavía en “Irene” pero también en Historia del cerco de Lisboa y Todos los nombres. Mi torpeza y una asociación de más (la “cercanía” con dos escritores que admiro en un mismo día) me regresaron a Mutis y a mis complicadas y semilíricas teorías sobre la inhabilidad social. Pero pensé que ya tendría la ocasión de saludarlo.
El miércoles no fui.
El jueves (ayer), en cambio, llegué decidido a que Mutis me firmara un libro, o más bien convencido de que era la única manera de acercarme y cambiar algún párrafo sobre el clima. Llevaba mi orgullosamente gastado ejemplar de la Summa de Maqroll el Gaviero, edición del Fondo de Cultura Económica, y si bien no vestía un sobretodo azul, la verdad es que era uno de esos días en que me siento integrado al mundo y me parece que los semáforos cambian de color con una nueva y secreta elegancia. Era uno de esos raros días. Además, tenía la expectativa de conocer a (quiero decir conocer el aspecto de) Juan Villoro, ya que acababa de echar un largo vistazo a su libro Efectos personales, y promete.
Villoro era uno de los invitados y al cabo fue el que más gracia me hizo.
Los otros dos fueron Eduardo García Aguilar y Adolfo García Ortega. ‘García’ me pareció bien y ‘García’ no estuvo nada mal. No sé si uno u otro leyó una ponencia sobre las influencias de Mutis, que fue la única ponencia que se leyó, pues en adelante los garcías y Villoro se limitaron a hacer preguntas y a preparar un poco el ambiente para la lectura de poemas (que dicho sea de paso, yo esperaba ansioso). Villoro parecía especialmente desinteresado en demostrar su inteligencia. Por lo mismo, tendió puentes esenciales, en una charla en que se recordó a los poetas Francisco Cervantes, Eugenio Montejo (a propósito del cual Mutis alguna vez dijo: “Sabe desordenar la realidad”), Baudelaire, Larbaud de nuevo, Neruda y Huidobro; se evocó un encuentro de poetas en que Mutis sólo leyó poemas de Aurelio Arturo, y otro al que fue invitado Günter Grass y llegó un ciudadano alemán que tenía la fortuna de también llamarse Günter Grass.
La exégesis se produjo naturalmente, como debe ser en estos espacios de discusión pública, lo que nos libró de esas maratones en las que cada cual está preocupado de alcanzar a decir sus líneas. A pesar de las enumeraciones, tras la mención de cada nombre había algo más que nostalgia bibliófila. Se habló de poesía. Luego Mutis leyó “Una calle de Córdoba” y dos de los poemas titulados “Sonata”. No tardaron los aplausos y los créditos. Para entonces ya no me sentía tan radiante (echaba en falta mi sobretodo azul), pero me sumé a la hilera y, llegado el momento, desenfundé mi ejemplar, saludé y dije o mascullé algo así como “Mucho gusto” o “Alejandro” o “Felicidades”, no lo sé. Mutis me miró como imagino se mira a un joven que colecciona autógrafos. Pero yo no quería un autógrafo, así es que, en un acceso de sentimentalismo, le dije que otro día nos daríamos un abrazo. Frase que de seguro no escuchó, pero qué importa. Ahora tengo una espantosa caligrafía (que podría ser la de un niño, la de un niño tembloroso), una mancha en la portadilla de un bello ejemplar editado por el Fondo de Cultura Económica.
Salí de Casa de América hacia Gran Vía y luego hasta Corredera Baja de San Pablo (las putas y los narcos esperaban clientes), entré a un café a comprar cigarros y miré el televisor. Ni los parroquianos ni los jugadores del Real Madrid me saludaron. Yo tampoco, porque estaba distraído pensando en la poesía de Mutis y en mis amigos. Sin nostalgia, que hubiera sido un sentimiento demasiado elaborado para el momento. Acaso apenas con el deseo de compartir con ellos (con ustedes) una botella de vino. Pero no de cualquier vino. Conversar, quizás, de la tierra caliente colombiana (que no conozco), de la Bahía Inútil (que tampoco conozco) o de las dificultades que conlleva prever la forma de un bonsái. Del tiempo que hace en los recuerdos, como dice uno de ustedes. ¿Quería hablar con Mutis? Creo que no. Aunque hubiera disfrutado decirle, grabadora en mano:
-Señor Mutis, en directo para mis amigos: ¿Es usted reaccionario o revolucionario?
De esas mínimas alturas me sacó el señor de la barra, quien me aclaró lo que yo ya sabía: para ver el partido hay que consumir. No me molesté en aclararle que no estaba viendo el partido. Obediente como soy, pedí una caña de cerveza, para ver el partido. Algunos de ustedes saben que no me gusta mucho la cerveza, o que me gusta pero de inmediato me comienza la hemicranea.
Pero no viene mal de vez en cuando.