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Sentimiento Temporal
(Plan, N°83, Santiago, 17 de octubre
de 1972, pág. 18).
Desde
cualquier punto de la esfera que recorren mis propios punteros, logro
alcanzar casi todas las circunferencias que ciñen la experiencia de mi
vida y trazar líneas secantes y las tangentes exteriores que dibujan
los acontecimientos y las personas que han compuesto el ámbito de
determinadas fechas y lapsos que atañen a una historia tanto colectiva
como personal. ¿Por qué no comenzar, por ejemplo, con 1932? Bien
podrían constituir estas páginas un bosquejo de lo que más tarde (soy,
con mis cosas, un eterno postergador de la vida; mala ilusión, con
que, tal vez, siempre he intentado postergar la muerte) serían
susceptibles de convertirse en Memorias. No se me oculta que cuando a
uno se le ocurre, o admite la sugerencia de hacerlo, escribir
"memorias", es porque uno ya está viejo o es célebre o tiene mucho que
decir. Como lo último no es evidente, me invade un sentimiento
temporal muy poco alentador, a saber: aquel que confirma la sentencia
de Novalis: "Viejo es un hombre que sólo tiene pasado. Joven es el que
tiene futuro". Me inclino a rechazar el incluirme terminantemente
entre los viejos y admitir, por el contrario, que las creaturas
humanas son capaces de ir creando su edad madura, de modo que los años
idos ya no sean idos, sino venidos… venidos y afluyendo a nuestra
memoria y a nuestro ser para henchirnos y hacernos personas cada vez
más reales. Es un trabajo no sólo nemotécnico, sino principalmente una
integración existencial, que uno debe efectuar, día tras día, más con
el comportamiento que con la escritura, y en tal forma que lo vivido y
padecido sea escarmenado y seleccionado a fin de borrar lo
insignificante, rectificar lo erróneo y realizar una especie de
composición voluntaria, tan actuante como para operar sobre el pasado
e incorporarlo al presente según un proyecto de existencia para
nuestro propio futuro. Así podría cumplirse lo que, con ingenua
literalidad afirman ciertas religiones orientales, pero que sólo es
verdadero en cuanto al sentido de una existencia, y no como repetición
de lo ya vivido. Una "existencia circular", tal es la metáfora que
signa a los "hombres con destino", y la entiendo como una conjugación
del libre albedrío con los sucesos que le ha tocado vivir, o
simplemente presenciar, y que aparentan haber sido impuestos por un
Destino con mayúscula, pero que, en verdad, no es ni debe ser sino una
elección ética; más ética mientras mayor sea la perseverancia en
consentir y activar lo que uno propugna y en repudiar y luchar contra
lo que no estima malo, feo e injusto: todo ello, pese a los embates y
pruebas que haya que soportar. Como no me juzgo un hombre que haya
llevado a cabo, ni en esquema, esa heroica tarea, abandono la idea
-¡por de pronto!- de escribir Memorias; me limitaré a consignar
recuerdos, con cierta esperanza de hallar uno o más hilos
conductores.
1932 fue para mi un
año de libertad. Me retiraba, contando escasos 17 años de edad, de la
carrera de Leyes, a la que yo había accedido, como muchos otros
escritores, creyendo hallar en el estudio del Derecho algo semejante a
mis aspiraciones humanistas. Pero sólo fue en 1933 y ya en Tercer Año,
después de conocer al poeta Vicente Huidobro, cuando desahucié mis
estudios. La opinión de aquél pesó en forma definitiva: "Anguita:
¿cómo se le ocurre estudiar Leyes siendo, que en pocos años más vendrá
la Revolución Social y todas las leyes de ahora no valdrán nada?". Esa
frase y el comienzo de mi práctica que, siguiendo la recomendación de
mi madre, "para que le tomara gusto a la carrera" alcancé a realizar
en el estudio de Gerardo Ortúzar Riesco, fueron el final. Gerardo era
un aristócrata de ideas avanzadas, abogado al que llegué por
recomendación de mi primo abogado Augusto Anguita Cousiño; el propio
Gerardo -a quien encontré poco después dirigiendo el "Instituto
Chileno-Soviético de Cultura" ( no era éste exactamente su nombre)-,
aunque me aconsejó pasar por el aprendizaje ingrato del trajín a los
juzgados, comprendió que, a pesar de la tradicional juridicidad que
corría por la sangre de todos mis parientes, yo no estaba hecho para
eso.
En 1932, quedándome libres
las tardes -ya que en la Universidad Católica las clases sólo se
dictaban en la mañana- entré a trabajar (?) a un asombroso organismo:
el Departamento de Extensión Cultural del Ministerio del Trabajo,
regido flexiblemente por el escritor Tomás Gatica Martínez y cuyas
Secciones eran dirigidas por Pablo Neruda (Biblioteca), Tomás Lago
(Sección Educación), Joaquín Edwards (Sección Docente), Antonio
Acevedo Hernández (Teatro del Pueblo), el poeta porteño Carlos
Casassus (Secretario General), Jacobo Nazaré, y, visitante permanente,
Alberto Rojas Jiménez. Yo escribía un poema por día, y no salía del
éxtasis de encontrarme entre escritores que, pocos meses atrás, yo
creía supraterrenos y cuyos rostros había conocido en antologías y
cuyas obras había devorado en la Biblioteca Nacional. De la oficina de
Neruda, de pronto oía yo, al pasar, un fragmento de la conversación.
"En Suiza las vacas amanecen maquilladas…". Y la voz de Joaquín
Edwards se perdía tras las misteriosas puertas de aquella oficina de
Neruda en la que se congregaban los escritores de aquel subterráneo
mágico.
Este libro reúne un
conjunto de crónicas, publicadas entre los años 1972 y 1973,
por el poeta Eduardo Anguita.
.... En ellas, el poeta rememora diversos
aspectos de su vida, describiendo su formación como escritor
y, en particular, su vinculación a la Generación del
38. Gracias a este ejercicio de la memoria, el lector puede
aproximarse a la vida cultural de dicha época, mediante una
evocación sencilla que no elude la profundidad del
recuerdo.
.... En estas páginas
se encuentran las figuras de Pablo Neruda, Vicente Huidobro,
el "Chico" Molina, José Edwards, entre otros, así como el
impacto de la Guerra Civil Española en los escritores chilenos
o las relaciones establecidas por el surrealismo y el
marxismo.
En Páginas de la memoria
Ril
Editores. Chile
Año 2002, 134 págs.
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