Sobre Los recodos del silencio, de Antonio Ostornol
(Editorial MAGO, 2011)
Por Juan Jabbaz
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Año 81, plena dictadura. Censura violenta y autocensura igual. Dificilísimo publicar y aparece Ostornol con Los recodos del silencio, su primera novela. Aparece de pronto, para moverse cauta, de mano en mano. Aparece, entonces: Alejo, Paula, el Negro, Emilio, Manuel… algunos personajes que inmediatamente dejan de ser ficticios y se vuelven reales, lamentablemente demasiado reales, demasiado chilenos, demasiado demasiado humanos. Personajes que ojalá nunca hubiesen existido. Pero que existieron y aún existen, y por eso están en este y en muchos libros, y por eso, definitivamente, está la literatura.
Acto de resistencia. Y Emilio, el amigo del protagonista, que dice, mientras el otro duda, mientras se cuestiona todo: «Con mayor razón, Alejo. Tienes que seguir. El arte eleva la condición del hombre». Y es como si se lo dijera Ostornol a sí mismo. A los veintisiete años, cuando publicó por primera vez. Probablemente se lo dijo infinitas veces. Antes y después. Y quizá cuántos miles se lo dijeron, o se lo dijeron a otros, o se lo dicen. Cuántos desistieron. Cuántos fueron capaces de seguir. Muchos murieron. Muchos aún lo están haciendo.
Porque esta novela habla de la muerte, pero de este tipo de muerte. No tanto de la muerte a la que uno está acostumbrado cuando se habla de, y desde la dictadura. A esa también se alude, pero de manera delicada, tácita. Es importante volver a recordar el momento en que fue publicada la obra. Entonces Ostornol habla de una muerte menos visible, a veces desapercibida. Y no menos cruel, no menos violenta. Propone la muerte de la identidad. Habla de la muerte de una generación. Y Bolaño en Putas asesinas, también alude a la imposibilidad de escapatoria a esta violencia descarnada: «Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia, aún a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década de los cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende». Y definitivamente no se puede. Son tantas las muertes esparcidas por las dictaduras, que una tiene que llegar. Y acá, Ostornol, hace ahínco en la muerte lenta, lentísima, la muerte de una generación, digamos, perdida (en el sentido de orientación). Una evidente tortura mental efectuada por los más bellos y atroces recuerdos.
«No sé —responde Alejandro—. A lo mejor todos nos hemos corrompido un poco y parece como que lo aceptamos. Y, en el fondo, nos estamos destruyendo». La relación entre afectos y afectados. Espacios, lugares que estuvieron llenos. En este caso, en el libro, a través del Grupo, y el arte, y las actividades, y los diarios murales, y las fiestas, y etcétera, que en un momento, o en el transcurso de cinco años, desaparecen. Y uno, un personaje ficticio, real, se da cuenta, de golpe, que son espacios que ya no le pertenecen, que nunca le van a pertenecer más que en los recuerdos. Y eso fue lo que le pasó a Alejandro, a Alejo, cuando leyó en el diario sobre Manuel, un profesor que los había ayudado a construir ese pasado que llevaba años empolvándose. Y dice Tellier, el poeta, en «Después de todo»: «Un gesto rehace todo/ cuando la casa se incendia/ su vida sigue entera/ en la hoja chamuscada de un cuaderno,/el alfil sobreviviente del ajedrez». Claro, y esta vez no fue diferente y: «El pasado me pertenece», dice como resistiéndose, en la página 160 (cuando nos vamos acercando inevitablemente al final), Alejandro, a lo que Paula, su amor de entonces, su amor de ahora, en esta reedición, le responde: «Eso no interesa, Alejo, importa que a uno le pertenezcan el presente y el futuro». Y así se nos aparece, de pronto, otra obra magistral, así no más, de golpe nuevamente, 1984 de George Orwell, con su: «El que controla el pasado, controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado». La importancia de controlar los tiempos para ser capaz de gobernarse. Claro, Alejo dice que el pasado le pertenece, porque recuerda hasta los más mínimos detalles, pero no es así, no le puede pertenecer algo tan ajeno a su realidad, algo que se obligó a olvidar, algo de lo que huyó quizá cobardemente. Algo que sólo le pertenece al mismo pasado, y a sus compañeros del liceo.
Lo mismo pasa con la palabra. Durante la dictadura la palabra pertenecía a unos pocos. No así el silencio, propiedad de cada uno y de todos. Y desde ahí está escrito este libro, lo dice el título de una obra que ya terminando nos muestra una de las infinitas cartas de Manuel, el profesor, dirigida al director de una caja de previsión al que le escribió por más de dos años, pero nuevamente es como si lo dijera Ostornol, o cualquiera, con este libro, a Pinochet:
«A lo mejor usted piensa que esto es una amenaza, se equivoca, es mucho más que una amenaza: es una verdad […] Mi verdad, señor, para que se sepa, existe todos los días, existe en hechos que pasaron y que no se olvidan, en palabras que se dijeron y no se olvidan. Y no se olvidan porque yo las recuerdo, porque la ausencia es mucho más válida que algunas presencias como la suya, y por qué no decirlo, como la mía también».
Y así nos vamos paseando durante estas doscientas páginas, a través de un estilo vertiginoso, por una generación marcada por los desencuentros. Nos paseamos escuchando a Serrat, los Beatles, Adamo, los Stones. Nos paseamos por callejones oscuros, por la Plaza de Armas. Por los cerros del puerto de Valparaíso. Por prostíbulos, por fuentes de sodas. Nos paseamos por modismos propios de la época. Nos paseamos fumando cigarros Hilton. Recordamos también otras obras. Pasamos, por ejemplo, por Conversación en la Catedral, donde Zavala, Zavalita, el protagonista, se cuestiona: «¿En qué momento se había jodido el Perú». Nos paseamos, recorremos personajes que se preguntan a cada rato: «¿Qué éramos?», «¿qué somos?». Mientras, la carta de Ostornol, o de Manuel Jorquera, el Maestro, continúa su novela. Acusando:
«A mí me duele cada centímetro de humillación, en cambio usted, usted es la humillación en sí, la humillación por antonomasia, la peor, la rastrera, la miedosa, pero a fin de cuentas, imperceptible. Y eso lo salva un poco, sólo un poco. Porque después que lea esta carta no tendrá excusas hacia el pasado y se sentirá condenado”
Y este descargo de Manuel se tenía que hacer a través de una carta. Por escrito. Y esta radiografía de Ostornol se tenía que hacer a través de la literatura. Con este libro. La carta escrita por Manuel nunca fue leída por el destinatario, porque nunca fue enviada, nos dice su hijo en el libro. Y Los recodos… probablemente nunca será leído por los culpables de esta tortura lenta, mortífera, a una generación y a las que la siguieron. Pero se envió, y ahora treinta años después, a través de Editorial MAGO, la volvemos a enviar, para que quede registro.