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"Voy hacia mi cuerpo" de Augusto Rodríguez (Ed. Letra en llamas, Lima, Perú, 2010)
Colección "Universos de bolsillo".

Las dos imposibilidades

Por Marialuz Albuja Bayas


¿y de ahí?
¿acaso alguno le encontró la pena enfermedad?
ninguno le encontró la enfermedad
ninguno le encontró la pena enfermedad
(Juan Gelman)

Este nuevo libro de Augusto Rodríguez me transportó de inmediato a un recuerdo de la niñez: la tarde en que mi tía Eugenia, lectora insaciable y  –en aquel tiempo– encargada de transmitirme todos los cuentos infantiles que los abuelos tenían en una repisa de la biblioteca, me reveló el sentido total, crudo y absolutamente cierto de la muerte. Con ello, por supuesto, la comprensión de la corruptibilidad del cuerpo y la imposibilidad absoluta de evitar tal condición. Tenía yo tres años y el cuento no era otro que Blanca Nieves. Nada fuera de lo común, exceptuando el hecho de que ver a la princesa en una urna de cristal (manzana atragantada de por medio) detuvo mi atención no en el feliz desenlace, sino en los angustiosos momentos catalépticos de espera. Cuando le pregunté a mi tía cómo se las arreglan los muertos para respirar, me contestó –como si hablara de la cosa más trivial– que, en tal estado, ya no es necesario el aire, ni la comida, ni el agua… No alcancé a escuchar el resto: había comprendido el alcance absoluto de la fragilidad del cuerpo y, con ello, las enfermedades tomaron una terrible dimensión en mi mente infantil, convirtiéndose  en las enemigas que amenazaban la permanencia del universo. Tal amenaza irrumpió de lleno en el paraíso de mi niñez, donde no deberían haber existido el temor ni el tiempo.

Así pues, tocando las fibras más profundas de aquellas impresiones atávicas, descubrí los poemas de Voy hacia mi cuerpo, como quien camina por un terreno fascinante y oscuro: el lugar de las obsesiones. Pero sería inútil hacer referencia a la prehistoria de esta lectura, si no fuera para sacar a relucir las claves que los textos de Augusto Rodríguez nos ofrecen. Es allí donde entran en escena “las dos imposibilidades” que han dado nombre a la presente reflexión: evitar la muerte y escribir; visibles, ambas, en las tres secciones que integran el libro. Y, como hilo conductor, la infancia del sujeto poético en función contempladora del desastre:

Cuelgo en el árbol
que me vio crecer
El dolor todavía carcome
mis párpados

Para esta voz resulta “poco el tiempo en las ramas de la infancia”, paraíso al que no se puede volver. Tal impresión se fortalece al contrastar con el vertiginoso mal, que prospera “a la velocidad de la luz”. Como si la época del idilio, donde no existe una medida lineal del tiempo, hubiera sido destruida por la irrupción del dolor, agente que despierta temores primigenios y que conecta al hombre con su condición corruptible. Cada vez que el sufrimiento se manifiesta,  trae consigo la memoria de la primera vivencia que se ha tenido de él. En los versos finales de “Voy hacia mi cuerpo”, la enfermedad es nombrada de forma explícita; ya no se la sugiere, sino que se la pronuncia con una claridad escalofriante: “exámenes y radiografías confirman lo inexplicable”. La presencia invasora ha sido reconocida, pero su verdadera fuerza aparece en “Córneas vacías”, donde el poeta introduce imágenes gráficas para describir su recorrido: “mi corazón es un cáncer terminal”, “lates por mi cuerpo como pequeñas células enfermas”, “la enfermedad me persigue como un animal en celo”. Y, en “Cabezas quemadas” (última parte del poemario), el cáncer se convierte en personaje principal, haciendo explotar neuronas, pudriendo, a su paso, la cabeza; desintegrando y destruyendo. Así, se completa el ciclo de una expulsión total del paraíso, sin poder hacer nada al respecto.

Me referí, ya, a la imposibilidad frente a la muerte, pero no me he detenido aún en la imposibilidad de escribir. La he dejado para después porque está rodeada de misterio. El hecho mismo de escribir pone en evidencia las limitaciones del lenguaje a la hora de recrear el mundo en su absoluta perfección o en la totalidad de su dolor: “Sílaba que no puede nombrar el perfume del mundo”. Entre la mente y el cuerpo, el que decide lo fundamental es este último. Y no hay palabra que valga. Sin embargo, la voz poética dice. No se rinde ante lo efímero. Esto, quizá, porque las dos imposibilidades mencionadas convergen en un punto que convierte su aparente debilidad en triunfo: la eternidad del instante.

Si bien la vida es efímera y “un cuerpo hermoso siempre se destruye”, al eternizar un momento –ya sea a través de la poesía o mediante el tránsito por la vivencia misma– el ser humano se adentra en la cara opuesta de la moneda. El poeta, por tanto, juega con ambos polos y lleva al lector de un extremo al otro: “el corazón no late / pero se niega a dejar de sentir”. Solo así puede ocurrir poesía como la que aquí se nos ofrece:

El dolor ya no es dolor
es una fruta exótica
un animal fosforescente

Nos encontramos frente a un libro fundamental en la producción de Augusto Rodríguez, donde el impulso poético ya no se centra en lo urbano y donde el escepticismo cobra un distinto matiz, pues enfrenta la destrucción de la mente misma.

Pero no quiero tomar como absolutos los adjetivos con que acabo de describir el trabajo previo del autor, pues, en sus poemas al padre, ya aparece la enfermedad como vehículo de muerte. Y de culpa. Por otra parte, quien trabaja la palabra en su debida magnitud –como Rodríguez ha demostrado hacerlo– no se estanca en un modo de expresión, sino que evoluciona a medida que sus lecturas y, por encima de todo, sus vivencias, amplían el horizonte creativo.

El poeta verdadero se nutre tanto del goce como del dolor, ambos vividos con hondura y honestidad. Así, el creador irreverente, pero jamás descuidado del alcance de su oficio,  explora otras dimensiones de la existencia y se atreve a escribir sobre la destrucción más absoluta: la del propio cuerpo que, negándose a sí mismo, constituye el fin del mundo, tanto para el sujeto que ya no podrá poetizar, como para la conciencia individual, que ha de perderse en el océano del género humano.

Esta humildad enriquece la voz de un autor que sigue –y que, sin duda, seguirá– sorprendiendo a sus lectores.

Quito, septiembre de 2010

 

 

 

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