TARDE TENDIDA
Cuelgan enaguas y camisas y paños de cocina.
La tarde y su silbido errante
como niños de arrabal
agujerea los slips.
Y hay un olor a diente rabioso
en la boca de estos hombres,
a diente rabioso que desflora
el pan sobre la mesa sin mantel ni codo.
No esconde el vecino sus ropas,
nadie oculta sus sábanas con manchas amarillas
en estas casas pobladas de insectos,
mamíferos y aves
que traen un voto de pobreza
a estas señoras que tejen con orejas
que tejen ardides, que saben cuentos.
Cuelgan enaguas, pantalones y paños de cocina.
El viento va llevando lo poco que guardaban.
Cuelga, cuelga la mirada
Y hay una metáfora feroz en los alambres.
SECRETO
¡Qué buen amigo del hombre
el perro!
Lame todos los huesos
y los entierra.
Y el hombre perpetúa sus actos.
EDIPO
El hombre cansado
apoya su cabeza en la mano
y dice:
está todo dicho,
ahora voy a dormir.
Y ve de pronto a una mujer que duerme
y se pone a trabajar nuevamente.
Pero la mujer no despierta,
es otra la que llega
y lo hace olvidar a la que duerme.
NIEBLA
Negras humaredas emergen
desde el fondo de algún sueño inconfesable,
y una hojarasca de perros
se duerme
a la intemperie de los puertos.
Hierro y aceite tiene el mar en la frente.
Nocturno vibra el ulular de una sirena
y un hombre se arroja, lentamente, bajo el muelle.
Blancos perros se extienden, delgados, leves,
y se enrollan mutuamente, y se duermen.
Mar adentro surgen naves,
naves sordas como bueyes
rumiando el mismo mísero aceite
que agrava sus frentes
perpetuando
la soledad de los perros por el mundo.
...
Esta vieja costumbre es consecuencia
de amanecer cada día más cansado
y con la misma cara de siempre, el mismo aspecto
de carnero estupefacto -¡no hay derecho!
y la congénita liturgia de mirarme en el espejo
descubriéndome in fraganti con dentífrico
y peineta
(mansa bestia: esa conducta no le asienta),
y la constancia de estar vivo y respirando
y por qué objeto, tú que sabes, y otras cosas
que últimamente no tolero:
la fidelidad conyugal de mis zapatos
y la plena autonomía de mis gestos.
EL AZAR Y LA NECESIDAD
El hombre es cóncavo, fortuito, necesario.
Y no nace solo, en lo oscuro y lo redondo.
Nada que hacerle:
el hombre nace torpe, intransigente
en su láctea condición, subordinado
al insípido pezón que se le ofrece.
El hombre llora y hace gestos,
quien le mueve, es el tiempo.
El hombre es un niño despechado,
sorprendido de pie por sus zapatos.
Entonces toma nota de su sexo,
certifica su origen y crece
mansamente, y reservado,
y muy cordial, y precavido y suficiente.
El hombre mira, y se enamora.
El hombre sueña, y edifica.
Y rueda por los días como una rara paloma.
El hombre se arrodilla, se persigna,
se cruza de piernas, se convence
definitivamente
de un dolor ignoto que le mueve.
...
Como un animal oscuro y redondo,
pone muros, puertas, piedras,
y se empecina en su fiesta y suma
y acumula, y mira en frente, siempre,
sin hallar el punto que le duele.
Al final la verdad es una sola:
el hombre nace, crece y se evapora.
de CIUDADANO (1983)
DISTANCIA
Indiferencia del mundo
y de las cosas
hacia mí;
indiferencia mía
hacia el mundo y las cosas:
mutua correspondencia.
Transito
y caigo
de pie.
La misma puerta
entreabierta
en un desierto
marchito de sol.
La gaviota extraviada
en un espejismo de mar,
abre sus alas,
yerta,
sobre el vacío de las cosas.
EN EL BAR
Voltereta de dados sobre la mesa,
voltereta de labios y de vino,
revolotear de moscas ebrias
sobre las grises cabezas.
Viejas palomas se escurren
portando botellas y bandejas.
El azar se ha montado a la mesa
y en roncas carcajadas se despliega.
Dados, moscas y palomas:
todo revolotea y se da vuelta.
Pero el vino germina
secretamente en las venas.
FRAGMENTO DE UN DIARIO
El crepúsculo y toda su pompa ya no me conmueven;
el lenguaje de los pájaros me parece indescifrable
-además, sé que no cantan para el hombre—;
detesto al sol cuando se afiebra;
prosigo blanco,
y mis brazos se estiran como un lienzo
en la gimnasia cotidiana;
tengo un desorden monumental en la cabeza,
porque sé, de razón no vive el hombre,
sino de sed, de hambre y de locura.
Tantas palomas negras:
huelen a chimeneas:
perros lamen veredas:
yo, en medio, como un trompo,
olvidado del ansia primeriza
de abrazar al crepúsculo en su fuga.
Tanta frente de bruces,
y aunque a veces yo cante cualquier tarde
de improviso en las calles celebrando
el acontecimiento de mis pies que caminan
y caminan,
siempre vuelvo a esta burda indiferencia,
a este clavar los ojos en el suelo
respirando un cigarro
como un murciélago quizá.
Así alzo la mirada solamente
si la noche se cierne
silenciosa y abierta,
y tiemblan los espacios como gran arboleda
encendida de grillos,
y parece que algo va a nacer.
Entonces, solo entonces,
alegra el respirar.
CONFESIONES
Soy bestia umbilical, delgada y andariega,
con un aire de pájaro en la calle.
Atado a los semáforos
por ley irrevocable.
Suelo ser atacado por mis hábitos
y por los vendedores ambulantes
que me auscultan la cara
de bar destartalado y decadente.
Amo la ciudad más que a nadie:
las calles y edificios,
noches pobladas de mamíferos
domésticos y astutos, que transitan por bares,
y beben, y comen, y se ríen, y se ríen, y se mueren.
Soy bestia siempre en celo,
pájaro individual, enfermo.
Confiado ciegamente en mis zapatos,
no me pierdo un detalle
de lo que está pasando, que es muy grave.
Me entristecen los hombres, me deprimen
sus orejas, sus dientes, y las blandas
extremidades; las ojeras;
y los rostros desérticos, tortuosos;
bigotes, anteojos, pelos, anillos, monedas;
cigarros defendidos
contra viento y marea; el fraudulento
pudor de las camisas;
y el orgullo, ese orgullo inconcebible...
Sobre todos,
los hombres que van solos por el mundo,
unánimes espaldas, hombros, rabia.
¡Voltear los autobuses, y tocarles
la oreja a los absurdos transeúntes,
saber de abuelas suyas y de hermanas,
y de la fecha atroz en que nacieron!
Cordialmente aborrezco
a los hombres de gafas, que saludan
suficientes, constreñidos,
con una mano blanda, lisa, como de nieve,
y se vuelven, y mueren
de cara ante el periódico;
a todos los que pasan
las horas entre muslos y aguardientes
perpetuando la fiesta de este mundo.
Extraña la ciudad cuando parece
no haber nadie, ni voces de Zutano o Mengano,
cuando una sombra inmensa, resollando
se descuelga de muros, y se manda a cambiar,
de una vez por todas, hacia un patio sin hambre;
aunque haya transeúntes
con ojos de paloma y pecho duro,
y algunos que se tienden en las calles
con un olor a muertos
y a padre avejentado por sus sueños.
Ninguna novedad hoy en la tarde.
La ciudad y su curso inevitable.
Yo, bestia umbilical, pájaro enfermo,
he de seguir de noche
atado al parpadear de los semáforos,
a la misma ciudad donde parece
que ya no habita nadie.
BIOGRAFÍA ANÓNIMA
Soy un oscuro ciudadano
abandonado en medio de las calles
por el cuchillo sin pan de mediodía,
despojado y marchito
como el reloj de las iglesias,
sin otro oficio que vagar entre disfraces.
Soy el familiar venido a menos,
enraizado a las tabernas
y a la complicidad del bandolero.
Mi voz naufraga en los cristales de las tiendas,
y he perdido la vista en los periódicos,
pero tengo los pies bien puestos sobre la tierra
y una almohada que vuela por los hospitales
y por los dormitorios del oscuro hogar de nadie.
Tengo una celda amable en las comisarías,
y suelo bailar a hurtadillas bajo la noche
con mi camisa blanca
y mi corbata deshojada.
Soy un oscuro ciudadano
extraviado por el mundo:
voy cogiendo colillas de cigarros,
y canto en los tranvías,
y me peino hacia atrás, valientemente,
para mostrar mi noble frente anónima
en los baños públicos y en los circos de mi barrio.
Soy un oscuro habitante; no soy nadie;
en nada me distingo de algún otro ciudadano;
tengo abuelas y parientes que se han ido
y una espalda ancha que socava
la pared amiga de las cervecerías.
Soy una ola entre todas las olas,
una ola que se levanta
a las seis de la mañana
porque ya no puede
oler el polvo de su casa,
una ola que se alza, alborozaba
hacia las playas
para un retorno interminable al centro de las cosas
donde las olas todas
se empujan mutuamente
estériles y solas.
Porque no soy digno de mi semen,
Señor, yo no soy nadie;
estoy en medio de las calles
girando como un organillero
con mi camisa gastada, inamovible,
mirándome la punta del zapato
por si alguien quiere darme
una moneda que no quiero,
aunque nadie me ha visto pasar
esta tarde ni nunca,
porque nunca soy alguien,
ni siquiera un oscuro ciudadano
resucitado por el hombre.
Mi voz ha muerto en los cristales de las tiendas,
y tengo una espuma de mar aquí en la boca, ebrio,
porque soy una ola entre todas las olas,
que viene a morir en esta arena de miseria
decentemente con su traje de franela
y su ciega corbata
como buen hombre que era.
Fui un oscuro ciudadano,
Señor, no lo divulgues,
cesante, ¡sí!
Hasta aquí llegó la vida,
pero recuerda al fin:
yo nunca pedí nada
porque tuve camisa blanca.
CIUDADANO
No sé de donde viene mi costumbre
de agravarme a las siete de la tarde.
Quizá solo por ser un transeúnte
sin bigote o pañuelo, sin zapato ni amante.
No sé para qué vivo y por qué
muero,
si ha tiempo me dijeron las gitanas
que tendré vida cara con final de perros:
o sea que no pienso morir como dios manda.
Conozco bien las piedras de andar, la vista gacha;
recojo los cigarros que pueblan las cunetas
agradeciendo todo en mis andanzas
de oscuros pies de barro y de madera.
Si yo fuera un cantor como soñaba,
me iría por el mundo cantando mis desdichas
para vivir del canto mío y que me escucharan
los que sueñan con una risa limpia.
Pero no tengo voz, ni pañuelo, ni amante;
no sé por qué me vuelvo amigo de los perros
cuando soy un transeúnte de la tarde
sin saber por qué vivo y por qué muero.