Nuestro segundo y último encuentro, a la fecha, ocurrió en 1982, a pasos de la Fuente de las Ninfas de la Plaza de Armas de Curicó de Chile, ciudad somnolienta y campechana, ubicada a 196,2 kilómetros al sur de Santiago; el episodio de 1969, al norte de Boston, en Cambridge, lo di por superado.
Éste era el mediodía de un sábado de abril, tenue y discreto (si así pudiese definírsele) de un año extremadamente en curso.
La noche anterior había ofrecido, en la UC-Maule, una charla denominada “Literatura y fatalidad (Los signos de la superstición)” para un grupo de estudiantes y profesores y los así llamados “amigos de la cultura”, a la que acudió una veintena de personas; los organizadores habían calculado a lo menos un centenar de asistentes, pero estos pronósticos han de ser siempre inciertos, más aún en una comarca un tanto pastoril y, como ya apuntara, somnolienta y campechana.
Mi tren partía a las cuatro de la tarde rumbo a Santiago y me dispuse, antes de almorzar, a dar un paseo, solo, por esa plaza que de inmediato llamó mi atención por la diversidad de su floresta en la que resaltaban cedros, araucarias y sobre todo palmeras... hasta que divisé, esta vez sin mayor alarma ni horror (como si tal evento lo hubiese por lo pronto esperado, y aun deseado) tu estampa de pibe ermitaño y sentencioso.
Desde el escaño en el que descansabas te distraías siguiendo con la mirada una lagartija camuflada en el tronco de un abeto español y suponías (me dijiste luego con pueril convicción) que sorprender a una lagartija en sus intermitentes ajetreos constituía un signo metafísico pero inequívoco de buena suerte y de bonanza (admito, no sin pudor, que aun al día de hoy sigo creyéndolo) y contemplabas, con repentino desdén, el trajín provinciano como un futuro hallucinated (eso sólo podía saberlo yo) tarareando un tango que traducías a un inglés rudimentario (al presente, puedo hacerlo con más pericia) y con no disimulado alborozo me confidenciaste que pretendías escribir un cuento sobre desalmados y asesinos en el que se trasluciera la idea de que el sentido de la vida se le debía al perverso más que al virtuoso, más al malevo que al probo. “Necesitamos el error” diría Nietzsche, por cuanto el mundo debiera ser salvado de la perversión y la inquina; en el fondo, sin la perversión no habría nada contra lo cual luchar, por ende se debía aplaudir y aun fomentar su existencia: lo ruin, lo bajo y lo feroz cumplían un rol fundamental en el curso de los acontecimientos mundanos y no mundanos: i.e. ¡el Iscariote con más atribuciones que el Nazareno, más incidencia, más significado! El diagnóstico te descolocaba pero tal tesis la fui corroborando con los años y es que vi la aviesa obcecación en la primera Eva y en el rey Schahriar y en el Raskólnikov insomne y la maldad no sólo en el malo y la insidia en Bagdad y en Adrogué y en Buenos Aires y en Ginebra y en las ciudades destruidas y vueltas a construir una y otra vez y en la energía macabra de Pol Pot y los niños masacrados, la sordidez y la lujuria en el pordiosero y en el honorable, en el fusilador y en el fusilado, en el sultán y en el visir, en el gaucho corrupto y en el incorruptible, en el compadrito compadrón, la tirria que no se compra ni se vende, la abulia y el estupor en Babilonia y en la morada de los Incas, en una fosa de Chipre, en el ladrido de Argos contra los monstruos otoñales y, por increíble que parezca, en la estatua del Niño Taimado de una pileta de esa plaza vaporosa en la que en ese momento (lejano ya mientras lo vivíamos) tú y yo conversábamos sin incongruencias ni aversiones como nieto y abuelo conscientes de que éramos una sola cosa, un summum; te vi por completo a ti, no de veintidós sino de mil, de tres mil años, te susurré al oído pequeño Borges, dime la verdad, no sólo ahora que eres un joven curioso y asustado al que miro con embeleso y asimismo con orgullo (y no sin angustia porque sé lo que te espera), dime la verdad también cuando sea demasiado tarde, dime la verdad que me hará ver mucho más allá de mis narices, dime la verdad que me hará inmortal aunque sólo sea por un segundo.
PD: Y vi la injusticia del tiempo, la metodología tétrica de su transcurrir, tiránica con los hombres y la naturaleza. En 1969 yo tenía setenta años y, en menos de tres quinquenios, el hálito cíclico se ensañaría conmigo arrojándome sobre los ochenta y tú crecerías apenas un par de años… ¡en el mismo lapso! Nos deslizamos por edades antojadizas en sí mismas y debemos aprender a llevarlas pero ¿cómo asimilar tamaña iniquidad, tan mezquina permanencia? Tal vez la respuesta sea: L’hydre—univers tordant son corps écaillé d’astres.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com CARTA DE JORGE LUIS BORGES, DE OCHENTA Y TRES AÑOS,
A JORGE LUIS BORGES, DE VEINTIDÓS
Por Américo Reyes Vera