PARA SALTAR AL SOL
Si no creyeron en mí
qué va a importar, es difícil
soportar una época que no alcanza
para besar, para subir
y bajar una escalera rota;
si no fui sufrible, amistoso;
si me pasé la vida escribiendo poemas
que al fin y al cabo
nunca sirvieron para levantar una casa
—un ladrillo pudo más que eso—;
si no bendije el agua que di
si no importó a su tiempo
ya no, qué va a importar;
si estuve siempre encerrado en mi felicidad callada;
si le prendí velas a la inocencia y me quejé después
de los muertos que no me han dejado vivir
tranquilo, qué
va a importar
si no importó
en su momento.
Aunque no importa, es verdad:
estoy aquí
para empezar de nuevo.
MI ROMANCE DE FLORACIÓN
Cuando mi madre se transformó
en la dueña de la pensión
y mi padre en el vecino de pieza
yo no maldije mi suerte.
Y cuando colgué de los pelambres en ícono vencido
y a mis espaldas el barrio se saturaba con frases como:
“se le quema el arroz”, “se le chorrea el helado”,
“se le apaga el calefón”, “éste abraza para atrás”
—y otras de majadera índole—
yo mi suerte la ensalcé, de todos modos.
Aunque mi camisa nueva se manchó
con el vino de la siesta,
y mi placer más intenso haya pasado desapercibido,
no por eso dejé de gritar para mis adentros:
“¡Viva mi suerte!”
Y cuando me tiré en el pajar a descansar de la impureza
de tal o cual jornada, y la única aguja que allí había
se me clavó en el corazón para siempre
—y si bien sobreviví a mi primera derrota
para seguir cayendo
invariablemente en otras nuevas—
continué repitiendo sin parar:
“¡Oh gran suerte la mía!”
VADEMÉCUM II
Antes y después del cataclismo, habrá quien viva gracias a mi semen, sin
ser mi hijo.
Habrá quien me cobije en su vientre, para expulsarme luego, sin ser mi
madre.
Habrá quien me fustigue desde su insensato orgullo, sin ser mi padre.
Habrá quien a su antojo cambie una y mil veces mi destino, sin ser mi dios.
Habrá quien me rechace, acurrucándome, sin ser mi lazarillo.
Habrá quien haga de mi irreverencia su Pentecostés, sin ser el que por mí se
desangre.
Habrá quien por el resto de sus días me lleve en su conciencia, sin ser mi
asesino.
Y habrá también aquél que sea libre del todo, sin ser nadie, antes y después
del cataclismo.
CON MI SILBIDO…
. . . . . Con mi silbido de caracolero errante
se asustó el gorrión del guindal.
Y voló y voló
hasta perderse en el cielo...
—si es que un pájaro
puede perderse en el cielo—.
HE LLENADO DOS COPAS…
. . . . . . He llenado dos copas
con un vino entrañable.
Y mientras brindo con mi compañero
comprendo que el vino que le he dado
es el apropiado para mi sed: mi sed
está hecha para ese vino que atraviesa
su garganta y lo conocerá como nadie.
Y en la deserción será dulce
y perspicaz. En verdad, no hay vino
más digno de mi sed
que aquél que ha de beber mi compañero.
Pero ya es tarde
porque él ha dicho “gracias”.
Y yo he sonreído.
AVATAR
Aunque mi pena es muy vieja
mis lágrimas son siempre nuevas
y ésa es mi venganza contra el tiempo
y contra toda esperanza.
UN JARDINERO (ESBOZO)
Al barrio llegó una vez un jardinero
fuerte y necesario; rebosante de imaginación y entusiasmo
pero demasiado dado a la jactancia y al descontrol.
Iba por la vida escribiéndole poemas
de amor al viento: soltaba las palabras
como si le sobraran dentro de sí.
Yo lo necesité una mañana de luz erecta.
Viendo en mí a su salvador
puso sobre mis muslos un clavel
y tiritó de tal manera
que me llenó de convicciones.
Y es que no lo vi a él: sólo vi su gran impaciencia.
Al cabo, había una sola realidad
y éramos dos para habitarla.
Nunca fuimos tan insolentes como entonces
si bien la insolencia verdadera estaba por venir.
ILUMINACIONES
En el Río Elemental
los muertos no se ven
—y hasta pudiera pensarse que no existen—
pero basta con que estiremos un poco la mano
para constatar que permanecen ahí,
esperando siempre la caricia que los contenta.
Así conocemos a los muertos, así
sabemos cómo son y para qué sirven.
A destajo, chapotean de buena gana para olvidar
que alguna vez tuvieron que ceder su lugar.
Y nos deslumbramos de corazón
cuando oímos que un muerto viejo
le dice a un muerto joven: "¿Ves como morirse
no era nada del otro mundo?"
Ahora son ellos los que no dejan ver el agua, no dejan
ver la soledad que ha crecido y que ya cubre los yuyos
y las rocas más altas.
BOLERO CERO
. . . . ¿Que yo le dé las gracias al amor?
. . . . ¡Ja! ¡El amor debiera dármelas a mí!
. . . . Por las veces que lo defendí cuando lo denigraron.
. . . . Por las noches que lo esperé con insolencia y desgarro,
pero en balde.
. . . . Por los poemas que en su honor escribí,
y luego declamé ante un auditorio impasible.
. . . . Por la piel ajena que protegí del rencor y la rabia.
. . . . Por los aventureros que ensalcé como si fueran dioses
—salvo dos o tres, que resultaron ser menos infranqueables que yo—.
. . . . Por el agua que no bebí
a fin de que fluyera serena hacia otra sed, más justa y franca.
. . . . Por la solemnidad inconfesable
y que ponía mi carácter en un mejor nivel.
. . . . Yo también creí que la rebelión constituía un acto de entrega, de amor.
. . . . Yo también fui un ochentero contumaz
y no sólo yo sino millones apostamos a creer, es decir, al amor.
. . . . A un paisaje que no tiene que ver con ningún país,
a una guerra sin perdedores, al más bello sobresalto,
he rendido mis tributos.
. . . . Mis tributos: así es como hoy lucen, así huelen: nefandos.
. . . . El amor me debe a mí —como a millones—
su dignidad a contracorriente,
su desfachatez
…y su errática existencia.