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Aníbal Ricci | Autores |












INTELIGENCIA ARTIFICIAL

Por Aníbal Ricci



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Accedo una y otra vez a una nueva habitación. Reviso la billetera y encuentro dinero. No soy una inteligencia artificial. Abro la puerta y observo un pasillo con otras puertas mientras siento que soy dueño de esta habitación. Tiene un valor, pero podré pagarla según he aprendido con los años. Recuerdo haber estado drogado cuando una prostituta robó mis tarjetas. Esa tonta pesadilla de estar en un lugar sin sustento. Debe haber espiado la clave entre dos de mis latidos. Un simple número persigue comprar un instante de placer, luego la vergüenza de haber utilizado a otro ser humano. Tendré que cambiar la clave, esfuerzo inútil tras perder la oportunidad de disfrutar esa habitación. La ilusión de haber estado tan cerca. Es imposible concebir dos ideas al mismo tiempo. Ceros y unos conforman el paisaje demencial de procesar emociones en forma simultánea. Me concentro en un simple código, números que descienden en una espiral de tres directrices: una habitación, dinero suficiente y no convertirme en una inteligencia artificial.

El habitáculo está lleno de sensores. Controlan el instante en que alcanzaré la velocidad de la luz. Me persigue un avión militar. Tras cualquier decisión no lograré esquivar sus misiles. Dependo de la antigua instrucción, años de práctica y meditación. Llevo conmigo los planos secretos para conquistar otra alma. En ese momento veo transcurrir la eternidad, los sensores se activan y accedo al agujero de gusano. El horizonte ha cambiado y los indicadores vuelven a la normalidad. El habitáculo es seguro. La computadora imprimirá el instrumento de intercambio para subsistir en este nuevo planeta. Persigo el rastro radioactivo de la cápsula de Victoria que logró huir del asalto de las tropas. Aterrizar en un lugar seguro, luego encontrar los medios básicos de subsistencia, una conquista a la vez. Internarme en esa mega urbe que las sondas espaciales han rastreado desde otro universo. Reviso las tres directrices: no imaginar que hay detrás de la escotilla, no abusar de otro ser humano y finalmente no transformarme en una inteligencia artificial.

La fachada me pareció elegante. Un sensor de ADN en la puerta, un anfitrión da un código a otra persona que me dispone de una mesa. Presentía que me tomaría un café, quizás este sea un nuevo lugar favorito. El estar sentado en un sitio desconocido da cierto poder. Pasar desapercibido y hacer las primeras indagaciones. Planeta remoto, expendio de alimentos nada familiar y el café que me despierta cada mañana. El instante parece una reminiscencia, la caverna de Platón. Estas personas me darán alguna luz del paradero de Victoria. Es el primer día y todo será una aventura. Debo vaciar la vejiga para luego acceder a otras unidades de líquido. El conector digital traduce mis palabras y un nuevo anfitrión indica el letrero de lo que se traduce como baño.

Ingreso a esta nueva habitación. El objetivo es orinar tranquilo e idear una conversación para lograr una primera aproximación. Ubicar un punto de salud donde hayan registrado el ADN de Victoria, requiero primero saber qué enfermedad padeció en esta nueva atmósfera y encontrar una primera ubicación. El tópico ya surgió en mi mente, ahora a disfrutar de la pérdida de agua. Salgo revitalizado del cubículo. El dispositivo traduce una conversación cotidiana, sin perturbar al anfitrión, parece un ser humano y no puedo levantar sospechas para arruinarle la mañana. Quizás deba reportar esta conversación anómala y no tengo derecho a destruir su bienestar. Al servir a otro supongo que se activan sus endorfinas. En su mente habré disparado cierto curso de pensamiento que espero sea lo más armónico posible. No debo dar por sentado el esfuerzo de mi anfitrión. Querer sacar ventaja de su trabajo destruirá la perfección. Percibo la eternidad de mi café mientras esta persona amable pensará algo inspirador. Qué fabuloso ver a la gente activándose a diario con la interacción de otras personas. Una a la vez, disfrutar de la emoción, el universo fluye en ese instante.

Deambulo por corredores que supongo serán el símil de las calles del planeta Tierra. Detecto sensores a cada paso. Interfaces de ceros y unos, debo recordar que no soy una inteligencia artificial. Acerco el sensor y obtengo información. Consulto por ubicaciones. Restauradores de salud, en realidad centros restauradores de salud. Advierto la proximidad de reconstructores de ADN, ahora voy por la senda correcta. La interface indica que debo trasladarme en un habitáculo de transporte, pregunta si requiero uno en ese posicionamiento. Consulto directrices para transporte: módulo, instrumento de intercambio y portador de ADN. Cada idea tiene una duración, cada emoción ocupa su tiempo.

Arribo a una cápsula semicircular, el espacio es unipersonal, recorre esas extrañas calles y desemboca en un portal. La pantalla se oscurece y transcurren unos segundos. Otro portal y la pantalla muestra un escenario catastrófico. El lugar está atestado de centinelas con armas. En mi conector se activa un salvoconducto, dos horas límite, indica la dirección del punto de salud. Seguir directrices de rutina, descubrir simples secuencias de pasos que dan poder sobre mi existencia.

Semeja un cajero automático del siglo XX. Una puerta, código de acceso del salvoconducto y un lector biométrico retinal. No estoy registrado, me identifica con un número, pregunta si busco a otro portador de ADN. Respondo afirmativamente y despliega una superficie para ingresar ADN. En mi dispositivo tengo registrada la secuencia de Victoria. El receptor automático indica que ese ADN ha sido reconocido en otra ciudad lejana, a cientos de kilómetros de distancia. Descubro que el sitio donde aterricé es sólo una ciudad, una ciudad enorme en realidad, pero la señal captada desde otro universo correspondía a una mega urbe compuesta por miles de ciudades, nada indica que conozcan el concepto nación.

Los sitios para alimentarse lucen planchas de acero en sus fachadas. Lo importante no es el confort sino la seguridad. Se nota que los alrededores fueron arrasados por alguna detonación. Vidrios regados por el piso y la oscuridad sólo disimulada por neones. Debo ordenar algo parecido a mi ciudad de origen. A veces consultaba la carta para hacer volar la imaginación. El futuro ofrece platos diferentes, cuando sólo quiero una ensalada bien preparada. La economía de guerra que se respira me dice que no obtendré nada fresco o natural. En una fotografía mal iluminada observo algo apetecible. El dispositivo digital traduce mi orden. El lugar es un caos, pero las personas se reúnen a conversar en la penumbra. La comida es mejor de lo que parece y los hombres se aprestan a regresar a las barricadas. No distingo mujeres entre los comensales. Estos hombres disfrutan la oportunidad de olvidarse por un instante de las bombas. Una eternidad precaria que vence a la muerte que podrán encontrar a la vuelta de la esquina. Converso con los miembros de la resistencia al dictador de turno, un fascista que clausuró el acceso al cuarto poder, odian a ese zar que atesora cientos de billones de unidades de intercambio en sus bóvedas antimisiles.

Todo parece estar entrelazado en estas grandes ciudades donde las transacciones individuales afectan a las de otras latitudes. Consulto la palabra dinero e indica que es la expresión física de la energía individual de cada portador de ADN. El instrumento de intercambio que imprimió la computadora resulta ser único. Hay ciudades que poseen más unidades de dracmas. Existe una ley básica de conducta, parece ser un dogma: el individuo elevado es aquel que invierte sus instrumentos de manera fructífera y lo destina a las ciudades con menor cantidad de dracmas. Es esas ciudades hay pobreza, escasez de alimentos, pero no existen guerras. Lo sorpresivo es que estos profetas habitan en zonas de devastación donde impera la avaricia y el ansia de poder, son hombres ricos que lideran la resistencia y envían unidades de intercambio a las ciudades exteriores.

Accedo a un link de historia que indica que las ciudades más atrasadas son las que permanecen en guerra, estado primitivo donde hay grandes concentraciones de dinero. Regidas por emperadores, zares o capitalistas, varían sus títulos según el grado de atavismo de los dictadores. Estos emperadores obtienen su riqueza del esfuerzo ajeno. Conquistan territorios por las armas y despojan a sus habitantes de los medios que les permitirían huir a las ciudades de los confines. Los dejan sumidos al intercambio de bienes cada vez más escasos. Las directrices de guerra no son muy diferentes de las de subsistencia: no aniquilar a otro ser humano, no apropiarte del fruto de terceros y definitivamente no actuar como una despiadada inteligencia artificial.

Los hombres de la resistencia se esfuerzan para reconquistar sus fábricas y centrales de energía. Hay un espíritu de pertenencia en esas facciones, un amor por su ciudad que les hace perder el miedo a la muerte. Luchan por sus hijos, no les importa carecer de medios de subsistencia. Prefieren elegir, administrar lo poco que pueden adquirir con los escasos dracmas. El emperador lanzó misiles contra los edificios y se apropió de sus lugares de trabajo. No están dispuestos a seguir la propaganda que se expande a través de megáfonos y grandes pantallas.

Subo al transporte y el portal me devuelve a la ciudad del primer aterrizaje. Tuve que abandonar la ciudad del caos, el salvoconducto expiraba en pocos minutos. Ingreso al expendio de alimentos de la mañana, en esta ciudad puedo estar tranquilo. Supuestamente es una ciudad con menos unidades de intercambio, pero al parecer están mejor repartidas y no concentradas en los oligarcas cercanos al emperador. En esta ciudad hay instituciones que balancean el poder y el gobernante no es un dictador. Este lugar de expendio de alimentos se va a convertir en un lugar recurrente. La amabilidad de los anfitriones hace disfrutar de la estadía. Solicito otro café que permite vigorizar la mente y enfocarme en el paradero de Victoria, asentamiento muy lejano ubicado en el borde opuesto de la mega urbe.

El lugar atendido por anfitriones es el primer lugar favorito de este planeta, debo establecer una red de ellos para meditar acerca de los pasos futuros. En la Tierra accedía a una decena de lugares predilectos, no deben ser demasiados, para que se transformen en una medida del transcurrir del tiempo. Ambicionar más de una decena implica permanecer en un estado de continuo estrés, dominado por la ansiedad, cuando lo esencial es estar en paz para ir tomando buenas decisiones, una a la vez, sin distracciones emocionales. Desde el dispositivo digital despliego una página transparente, completamente vacía de símbolos. Es un pasatiempo, lo descubrí hace una década durante los primeros años en la Tierra. Luego de la universidad pasé momentos oscuros. Terminaba aislado en una habitación, completamente desnudo y sin el dinero que me permitiera acudir a una nueva habitación. La teoría de las habitaciones fue uno de los primeros postulados que plasmé en los ordenadores de entonces. Estuve al menos tres años accediendo a lugares que no me pertenecían y esperando estar siempre en una habitación más confortable. El hogar de esos años no poseía tantos cuartos, el baño y la cocina eran lugares frecuentes. El living tenía unos sofás sumamente incómodos y no me sentía en mi centro. El lugar donde dormía tampoco era confortable, unos cuadros de paisajes que mis padres habían colocado y sin calefacción. Solía permanecer fuera de esa casa la mayor parte del tiempo, buscando el lugar adecuado donde encontrar el anhelado núcleo. Por años fue una búsqueda infructuosa hasta que un equipo de música y unos afiches de mi banda favorita hicieron satisfactorio permanecer en la habitación. Descubrir que podía existir un eje central donde el tiempo fluía de manera armónica fue todo un hallazgo. Por esos años creía que la paz dependía de un lugar. Después de visitar la ciudad del caos, durante esta mañana, esa vieja teoría tenía algo de sentido, pero ahora sentado en el restorán tomándome un café había aprendido que la paz era el núcleo situado en mi interior. Al entrar en cualquier lugar, yo era el centro de gravedad, me sentaba frente a la mesa, ordenaba y todo lo que me rodeaba era el único universo. La habitación de ese momento era eternidad y goce. Comienzo a escribir en el lienzo transparente que expando frente a mis ojos. Escribo que la idea de una moneda común simplifica las cosas, estabiliza los precios entre las distintas ciudades. Tengo que averiguar el origen de estos profetas. La trascendencia en la medida que repartes tus riquezas en las ciudades periféricas era un concepto evolucionado. El dracma funcionaba como atenuador de pobreza, pero en exceso provocaba avaricia y el surgimiento de dictadores que conducían a la guerra con tal de acaparar el fruto de otras personas.

Otra vez consulto los links de historia de este planeta. Hay emperadores capitalistas, que también concentran cantidades de instrumentos de intercambio y manipulan los medios de forma disimulada. Pese a mi corta estadía, comienzo a entender que las oligarquías detrás de los imperios son las que empobrecen a sus poblaciones. Los despiadados oligarcas de la Tierra vulneraban todas las leyes, las fronteras nacionales no eran impedimento alguno para extender sus tentáculos de poder. Leo la historia de este planeta que hace centurias eliminó las organizaciones que operaban libremente entre ciudades y se enfocaron en economías ciudadanas que intercambian su riqueza a través de la moneda única.

Vengo escapando de las guerras de la Tierra. Pienso en el caos de la ciudad de centinelas, puedo sacar lecciones y escribirlas en mi bitácora. He escrito miles de palabras a través de los años, se ha convertido en una actividad rutinaria. La rutina se disfruta, estar consciente cada vez que ingreso a una nueva habitación. Transcribir palabras, una precedida de otra se ha transformado en un pasatiempo. Las secuencias simples de conducta constituyen rutina, en cambio el pasatiempo lo he diseñado para disipar energía. Una forma de complicarse la vida es encontrar ese pasatiempo para trascender. Me permite disminuir el poder conscientemente mediante el esfuerzo. Escribo un primer párrafo acerca de la moneda única. Quizá de esa manera desaparecerían los obstáculos para transar bienes. Una manera de dejar atrás el antiguo concepto de nación, pienso que los límites geográficos son lo que produce cualquier guerra en la Tierra. Pero en este planeta también hay guerra a pesar de la moneda común, pero al meditarlo se trata de guerras al interior de las ciudades. Algo más evolucionados parecen ser en este planeta, pero el mecanismo atávico de la guerra sigue ligado al hombre, un mecanismo tortuoso para alcanzar el poder de la forma más complicada posible. Recuerdo las directrices: no aniquilar a otro ser humano, pero sobre todo no apropiarse del esfuerzo de los demás. La guerra es una equivocación para nada placentera. Destruir anfitriones es destruir el instante aprovechándose del otro. Sigo divagando dentro de mis pensamientos. La tenacidad empleada en escribir párrafos dentro de la bitácora es mi búsqueda personal por recuperar la energía que yo mismo accedo a perder voluntariamente. De esa forma le encuentro la vuelta a mi pasatiempo y cuando cristalizo una idea alcanzo la eternidad. Debo alcanzarla tantas veces como sea posible en el ciclo finito de mi existencia. De esa forma doblego a la muerte y cada día será un jardín de oportunidades para lograr el éxtasis. Medito nuevamente sobre la guerra, ese camino tortuoso donde no dependes de ti mismo, sino de usurpar el trabajo ajeno desplegado por otros seres humanos para levantar ciudades. Un ladrillo a la vez puede construir hermosas catedrales, cada ladrillo es un instante sublime donde accedo al milagro creador, a miles de momentos de eternidad que la guerra sólo alcanza luego de una larga campaña en donde nada se crea, sino la avaricia por poseer más dracmas al interior de una bóveda para solventar ejércitos. Es un gasto inútil que también trae pobreza a pesar del cúmulo de dinero, debido a que se requieren billones de unidades de intercambio para destruir el esfuerzo colectivo de las ciudades. Escribo también de la secuencia de pasos que debo seguir para alcanzar la lejana ciudad donde se encuentra Victoria. El dispositivo automático había indicado la acumulación de dracmas que necesitaría para penetrar es un nuevo lugar de caos. Una gigantesca ciudad situada en el sector opuesto de la mega urbe. Escribir me da paz, simplifica el plan de acción. Pensar que el emperador de esa fortaleza se ha demorado gran parte de su ciclo vital para alcanzar su investidura. Me parece una pérdida de tiempo: destruir vidas ajenas, aprovecharse de la energía de otros y entronizarse como una vil inteligencia artificial. Registro en mi bitácora y disfruto del café, de la eternidad de ese lugar y tiempo donde vuelvo a reescribir la historia.

Ingreso a un rascacielos repleto de pequeños cubículos donde accedo a los ceros y unos de esta ciudad infinita. Conecto el dispositivo a la consola y proyecto una película de mi pasado terrenal. Será la enésima vez que disfruto «París, Texas» del visionario Wim Wenders. Otro pasatiempo que otorga poder al prolongar dos horas previo a cerrar los ojos. La iluminación se cierne sobre las imágenes, entre las palabras de los diálogos, en un gesto del actor descubro la eternidad contenida en otras películas donde otro gesto similar hace viajar en el tiempo. Basta una escena para volcar una idea, escribirla en mi bitácora, que va conformando una biografía perfecta. Encuentro la eternidad entre dos palabras que resumen esa escena. No es la actuación ni el suceso lo importante, sino un pensamiento o emoción que se dispara en mi cerebro, que te hace mejor actor mientras declamas mejores líneas, una idea a la vez para no convertirme en una inteligencia artificial. Mi humanidad permite disfrutar de la unión de esas dos palabras, dos ideas que son eternas y que nada tienen que ver con el tiempo. La unión de esas permanencias requiere de un esfuerzo enriquecedor que me hace sentir completo. Conformo un universo de eternidades mediante un gasto de energía cada vez más satisfactorio. Escribir es una rutina, años de práctica a la que accedo mediante una meditación. Un párrafo, un capítulo, un libro, cada uno es un nuevo peldaño de una escalera que irá conformando una inmortalidad compleja que elaboras mediante pensamientos propios, una constelación de eternidades que puedes compartir con otros seres humanos y estos a su vez alcanzar permanencias individuales que erijan nuevas ciudades. Cada ser humano rozará su alma y te sientes feliz, lo pudiste compartir, pero más intenso es el momento en que las vibraciones de tu voz van conmoviendo al ser humano que tienes en frente, me enamoré en el instante en que conocí a Victoria, su sonrisa, la forma de recoger su cabello. Puso atención a mis palabras y me tomó de la mano mientras disfrutábamos de un simple café. Logró convertirme en un libro abierto. Sentí vibrar mi alma y en algún punto discutimos de la guerra de Ucrania. Algo tan destructivo, algo que rompería los cimientos de la economía mundial y haría más pobres a todas las naciones. Imaginamos la energía empleada para aniquilar a otros seres humanos que sólo buscan rozar el alma de otros compatriotas. Lo inútil de matarse entre seres provenientes de una misma etnia, si acaso eso tiene alguna importancia. Guerra estúpida, la forma más destructiva de alcanzar un legado, un situarse sobre otros para conquistar un efímero presente, un legado para proteger fronteras difusas, ese presente que cualquier otro ser extraviado no dudará en arrebatarte, en vez de buscar la eternidad que encierra la vida de cada ser humano. Disfruto otra vez «París, Texas», las imágenes de Travis llevando al hijo a la habitación de su madre. Una habitación comprensiva que el personaje apenas recuerda. Ese hijo precioso fruto de un orgasmo, la definición misma de eternidad.

Victoria era una bailarina de la Ópera de Kiev. Pernoctaba con su familia en un sótano hasta que los descubrieron y unos soldados rusos apuntaron con sus armas y las desalojaron del refugio. Era parte del elenco de El lago de los cisnes. La guerra arruinó la función y en vez de la belleza de sus pasos un soldado la encerró en una habitación y la violó durante varios días hasta que logró escapar por un ducto de ventilación. Tenía veintiún años cuando conoció a Daniel en su estadía en Varsovia. Pese a su calidad de refugiada ese joven oficial de fronteras la invitó a compartir un café en esa ciudad que había alcanzado los tres millones de habitantes.

Daniel en realidad era un astronauta que en algún instante viajó al pasado y se mezcló entre los habitantes de la antigua civilización humana. En su afán por investigar la guerra se inmiscuyó en la zona de conflicto. Se radicó en Polonia para facilitar la vida de los refugiados. Daniel se enamoró al vislumbrar el universo de esos ojos, todas las eternidades pasadas tuvieron al fin sentido.

Rescató a Victoria del albergue y la ingresó en una cápsula con destino a la nave espacial. Algo salió mal, se perdió al salir de la atmósfera. Daniel hizo mal los cálculos y la velocidad luz puso un universo de distancia. Deberá seguir el rastro radioactivo e internarse en una nueva dimensión. El tiempo y el espacio no serán obstáculo en este viaje profundo al interior de sus almas.

Ninguna inteligencia artificial o emperador fascista logrará apartarlo de la eternidad.



 

 



 

 

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