Una esfera de color acero, el globo ocular invadido de pus. Arde al pestañear y ese dolor activa una zona oscura del cerebro. Extraigo billetes del cajero automático, en realidad ellos lo hacen, les he dado la clave luego de que éstos me atacaran a rostro descubierto. Hay cámaras de seguridad, pero de nada sirven cuando ni siquiera poseen un nombre real. El límite del dispensador y las bolsas en los ojos empiezan a obstaculizar la visión. Me duele el cuerpo, horas después localizaré el dolor. Por el momento estoy tirado en el piso y suenan unas alarmas luminosas. Busco el bolso, el brazo no responde. No traía el ordenador, el botín fueron los habituales doscientos mil. Hay gente observando alrededor mientras el tiempo se ha detenido. Javiera subió al Uber antes de que descendiera a este infierno. Malditos indocumentados, la venta de libros fue más lenta de lo habitual. Hasta hoy el peligro de la calle era provocado por mi mente extraviada. Pero ahora hay un enemigo real diferente a la agorafobia. El metro estaba por cerrar, en cierta forma corría tras el último vagón. No hay guardias, alguien ha llamado a una ambulancia. Hace meses que no tengo celular y alguien pregunta por un cercano. No sé el número de Javiera, lo tenía apuntado en la billetera, pero me la han robado junto a las tarjetas. Todas bloqueadas por alcanzar el cupo máximo. Qué mala suerte, hoy depositaron el sueldo. Accedí a representar a Letras de Chile en la FILSA, sería una buena experiencia como hace dos años, aunque nada resulta desde hace tiempo. Los doscientos más treinta mil de las ventas en efectivo. Un desastre, llegan unos paramédicos y me suben a una camilla. Estaba recostado junto a las máquinas de dinero, sin moverme y ahora observo las luces del subterráneo. Suben la escalera y diviso el mercado central antes de que cierren las puertas. Pierdo el conocimiento y despierto en un lugar lleno de camas. «Estás en la posta central», dice un sujeto y muestra su celular. ¿Es tu hermana? Por qué aparece su rostro si yo no he abierto la boca. Me inyectan y de nuevo pierdo la consciencia. Soy el maldito que divisaste en la calle. Junto a esa puerta sospechosa donde una prostituta hacía una transa. Desde la cortina de metal observaste, pero nosotros te seguíamos hace rato. El auto se llevó a la chica y tú bajaste las escaleras. Trabajo en el boliche al frente de La Piojera, ahí surto de droga a los tipos que van por las putas. Este barrio es peligroso por si no lo sabías. Cobramos peaje a las tipas de la calle. Sagradamente nos pagan cada fin de semana. Les otorgamos permiso de circulación para que hagan sus citas, no tenemos nada que ver con la municipalidad. Este permiso es distinto al de los autos. Los clientes se largarían a correr, pero estas coterráneas están obligadas a frecuentar estas esquinas. Las mantenemos limpias de otros como nosotros, no utilizamos escobas, entre tres le sacamos la cresta a cualquiera. Despierto otra vez, llevo al parecer horas y me hacen erguir en la camilla. Sigo conectado al suero mientras un paco y una paca hacen preguntas. Quiero que me den de alta. Supongo que en algún momento firmé alguna hoja o un médico lo hizo. Estoy deambulando por Vicuña Mackenna y detengo a un taxi. Viene con cara de feliz, supongo que se tiró a alguna compañera. Saca su celular y se dirige hacia la Estación Mapocho. Otro que perderá la consciencia en unos minutos. Vivimos todos en el mismo departamento. El alquiler es un robo, pero es nuestro centro de operaciones. Hay días en que las cosas se dan bien y cerramos el local. Conseguimos buena droga y bebemos hasta la madrugada. El departamento es para dormir en las mañanas. En los alrededores está lleno de carros de comida y de piezas que arriendan por hora. Las putas callejeras son feas, pero nadie se queja. Parece que son amables, da lo mismo mientras paguen el peaje. El dinero es para la renta y para acudir a la botillería. Este barrio es una isla a la que no pertenecemos, todos los vicios a cien metros de distancia. No tengo madre ni hijos, nadie para hacerme sentir culpable. Lo empujo y le quito el celular. Me encara y muestro el acero. Un ojo navegando en pus, veo por el otro. Amenazante y dispuesto a todo. No tengo identidad. Soy el cíclope.
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Por Aníbal Ricci