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Aníbal Ricci Anduaga | Autores |



 

 





MIEDO A LA OSCURIDAD

Por Aníbal Ricci Anduaga


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I am a man who walks alone
and when I´m walking a dark road,
at night or strolling through the park,
when the light begins to change,
I sometimes feel a little strange,
a little anxious when it´s dark.

Las imágenes me torturaron durante semanas. Una y otra vez fueron acumulándose en mi cabeza y hacían prolongar mi estado de shock. Quise dejar atrás lo sucedido y olvidar de una vez por todas lo ocurrido. No me quedó otra alternativa que evadirme viendo televisión. Necesitaba con urgencia distraer mis pensamientos y los dibujos animados parecían la mejor opción para que la mente me dejara en paz. Corría desesperado entre los árboles y sin mirar atrás. Mis latidos ocultaban cualquier ruido lejano. La oscuridad no cedía. Quiero llegar hasta donde están los autos y pedir auxilio, pero las luces no aparecen. De pronto una calle desconocida. Desperté angustiado como siempre, abrí las cortinas para asegurarme y por suerte había luz matinal. Era curioso que tuviera ese sueño justo en medio de la calma, como si mi subconsciente quisiera recordarme que existe una realidad más profunda. El hombre siempre se mostró amable. Me invitó a buscar una libreta con la dirección. Parecía una buena persona. Una vez en el auto pareció sacar algo de la guantera. Me insistió que fuéramos en vehículo y volví a negarme. Reanudamos el trayecto caminando por la calle en que había estacionado. Tardé unos segundos en preguntarle por qué no regresábamos por dónde veníamos. Me dijo que daba lo mismo, que se podía llegar por otro camino. El colegio se convirtió en otra agonía. Los profesores continuaban dictando materias que ahora carecían por completo de sentido. No era capaz de concentrarme. Veía el movimiento de sus bocas que no sincronizaban con los sonidos. Hablaban otro idioma y yo sentía que estaba en otro lugar.

El abandono del lugar era evidente. Estaba lleno de desperdicios. Nos encontrábamos en lo que debía ser el patio principal y la maleza nos hacía sentir en medio de un campo de trigo. Abrimos camino hasta llegar a una construcción. Las puertas y ventanas estaban cerradas y los vidrios pintados de blanco impedían ver hacia dentro. Cada una de nuestras pisadas emitía ruidos que rebotaban por habitaciones vecinas. La mayoría parecían salas de clases, pero también había un corredor muy angosto que al cabo de unos metros quedaba a oscuras. Recorría el borde del canal San Carlos y caminaba por algunas cuadras de Providencia. Subía por Apoquindo hasta llegar a la municipalidad de Las Condes. Siempre visitaba la tienda de Kady International. Sus escaparates desplegaban toda clase de equipos de música, con componentes separados y modernos tocadiscos. La radio de mi casa apenas tenía una frecuencia y los discos sonaban pésimo. Mis padres ni siquiera habían comprado una de esas radios portátiles que vendían en todas las casas comerciales. Admiraba esas vitrinas con los ojos extraviados debajo de unas enormes letras de neón. Todos esos paseos los hacía en la más absoluta soledad, caminando entre gente desconocida. Desesperado y con el corazón a mil. Sin mirar atrás perseguía un murmullo a lo lejos. La oscuridad no se disipaba. Corrí más fuerte hasta dar por fin con una calle. Elegí un rumbo para seguir huyendo. De pronto la calle Providencia. Camino aterrado entre la multitud. No soporto las miradas y vuelvo a correr. Paso por el lado de Radio Minería y doblo por calle Encomenderos. Nunca grité. Permanecí en silencio esperando que mi padre terminara su clase y al fin desperté del maldito sueño. Preferí no contarles nada. Aun cuando no sospechaba las consecuencias, resultaba mucho más fácil afrontar los problemas sin recurrir a los demás. Si involucraba a mis padres se pondrían aprehensivos y en el futuro no me dejarían salir. Ese año cursé cuarto básico y mi padre volvió con la rutina del instituto de yoga. Prefería no entrar a las clases y quedarme solo durante ese par de horas. Deambulaba por la cocina y trepaba a la despensa para sacar, desde lo más alto, una botella que contenía un líquido rojizo. Echaba un poco en un vaso y al mezclarlo con agua resultaba un brebaje sumamente dulce. Me servía varias veces, subía las escaleras y me quedaba sentado tras el escritorio de recepción. Durante el yoga me convertía en dueño de casa y no había ningún adulto que me dijese algo. Con el paso de los meses aquella oficina se tornó aburrida y me fui aventurando por el vecindario. Tampoco conversaba con mis compañeros. La vergüenza no me permitía confiar y me veía obligado a tragarme la rabia. Durante varios días no salí a los recreos y me transformé en un ser solitario que deambulaba por los pasillos del colegio, recorriendo sus patios entre cientos de alumnos que parecían felices.

Corría desesperado hacia un ruido lejano sin mirar atrás. La luz de un poste reveló una calle desierta. Trato de gritar, pero no puedo. ¿Por qué tan asustado? Intento retroceder el sueño y elijo un rumbo hasta dar con la avenida Providencia. Estaba oscureciendo, cuando un hombre detuvo su auto frente al negocio. Me preguntó por la calle San Sebastián. Yo la conocía y le expliqué cómo llegar. Era una de esas que desembocaban cerca del instituto, aunque el sujeto no entendía mis explicaciones. Me pidió que lo acompañara y me negué a subir. No era más que un desconocido que se esfumó tras la esquina. Algo me pareció extraño y emprendí el regreso. A las pocas cuadras, me volví a topar con el misterioso sujeto. Un hombre unos pocos años mayor que mi padre repitió que necesitaba dar urgentemente con esa calle. Empecé a intranquilizarme ante su insistencia. Era cierto que se había bajado del auto, pero por otro lado no veía a nadie cerca de nosotros. Bien poco providencial resultó el nombre de la avenida que para mí tenía mucho de fatalidad. Apenas pude controlar mis pulsaciones, sin embargo, estaba seguro de no aventurarme por Apoquindo. No volvería a clases de yoga y por ningún motivo visitaría la importadora Kady International. De alguna manera me las arreglaría para que mis padres no me llevaran al instituto. Mi mente ya no era racional y estaba dominada por el rencor. Ese odio infinito que buscaba con desesperación un culpable.

Fear of the dark,
I have constant fear that something's always near.
Fear of the dark,
I have a phobia that someone's always there.

Camino aterrado entre gente desconocida, el miedo vence al cansancio y mis pies corren nuevamente. Paso al lado de Radio Minería y doblo por calle Encomenderos. Por suerte no había nadie. Cierro rápido la puerta del instituto de yoga, cruzo la recepción y subo al segundo piso. Nunca grito. Me quedo solo y en silencio. Siento un miedo incontenible, al tiempo que logro retroceder el sueño. El hombre agregó que sería más rápido, una especie de atajo. Me encontraba un poco extraviado y tuve que hacerle caso. Proseguimos hasta que doblamos por otra calle desconocida. Me preguntó por el colegio. Era simpático, de alguna manera me veía obligado a contestarle. Doblamos en otra esquina. Ya no sabía en qué dirección estaba Apoquindo. Caminábamos mientras me conversaba. Nos topamos con una avenida grande que no conocía y le dije que nos devolviéramos. Dábamos vueltas y no llegábamos a ningún lugar. Por su expresión, me pareció que el hombre también venía extraviado. Frunció el ceño, rodeamos una especie de plaza y volvió a hablarme sin parar. Me preguntaba por mis amigos y me enredó con una historia de infancia. Al retornar sobre nuestros pasos, me di cuenta que no era la misma calle y los edificios me parecieron más altos. Tenía la impresión de estar internándome en un laberinto. Sentía terror. ¿De qué huía? ¿Qué había tras el cerco verde de macrocarpas? Presentía que algo había ocurrido tras esos arbustos. Algo que marcaría mi vida para siempre. El hombre decía que me callara, que nadie podría escuchar desde este lugar. Tenía miedo de que me hiciera daño. Traté de apartarme, pero sólo tenía siete años. Lo que pase debe quedar entre los dos, me dijo. Sentía tanto miedo que era incapaz de adelantar el sueño. Estaba petrificado y cada uno de los movimientos del hombre me iba sorprendiendo. Era una marioneta y apenas entendía sus palabras. Si te portas bien, no te pasará nada, fue lo único que se alojó en mi memoria. Recorríamos lugares que jamás había visto. Me pareció que el cielo se iba oscureciendo, aunque lo más extraño era que el hombre seguía hablándome como si nada ocurriese. Reparé en que hacía largo rato no veía ninguna persona. Habían desaparecido junto con la luz, pero además de los transeúntes, habían disminuido los ruidos de la calle. No pasaban autos por más que trataba de escuchar. Empecé a sentir el eco de mis pisadas sobre los adoquines. El sonido rebotaba en las casas y edificios. Sólo veía fachadas. Ninguna persona. Sólo rejas y pórticos vacíos. Verdaderas calles fantasma con la voz del hombre como telón de fondo. Casi no ponía atención a sus palabras. Sólo pensaba en salir corriendo apenas tuviera la oportunidad. Desembocamos en El Bosque y me pareció el fin del laberinto. Miré detenidamente el letrero de la avenida y me tranquilizó de alguna forma. Continuamos el recorrido y el ruido se volvió estridente. En vez de silencio, estábamos aislados por bocinazos. Ya no podía oír al hombre. Me sentía a salvo al ver otras personas, aun cuando estuviesen dentro de automóviles. Doblamos por otra arteria importante. Vitacura tenía pistas anchas y por ellas circulaban muchos autos. El ambiente era ensordecedor. Esperamos a que disminuyera el flujo de vehículos antes de cruzar. Por ese lado de la calzada no había casas, sino un parque que tras los primeros pinos se hacía impenetrable. El hombre dejó de hablar y me agarró del brazo, jalándome hacia la espesura de árboles. El sujeto amable ahora me empujaba y me tapaba la boca con su mano. Los sonidos lejanos fueron reemplazados por una respiración agitada.

Have you ever been alone at night,
thought you heard footsteps behind
and turned around and no one's there?
And as you quicken up your pace,
you find it hard to look again,
because you're sure there's someone there.

Una tarde desempolvé la bicicleta y recorrí calles sin rumbo para enfrentar los miedos. Avancé por Irarrázaval y doblé en Pedro de Valdivia. Sus adoquines hacían tiritar mis manos sobre el manubrio. El remezón en mi cabeza me fue liberando y el pedaleo me alejó de cualquier recuerdo funesto. Avancé decenas de cuadras hasta llegar a Providencia y los temores volvieron a invadirme, mientras el aire penetraba en mis pulmones de forma violenta. Me interné contra el tránsito por Pedro de Valdivia Norte y me detuve frente al teatro Oriente. Mis padres nos llevaban a ver películas de Walt Disney. No estaba seguro de que me hubiesen gustado, aunque siempre me fascinó todo lo concerniente al cine. Mis recuerdos eran acompañados de almendras cubiertas en caramelo. Al finalizar la función, siempre nos llevaban a un salón de té y nos servían un pastel que a esa edad parecía enorme. Ahora pedaleaba con intensidad para cruzar el río Mapocho. Sentado sobre el sillín observaba como el torrente desaparecía bajo mis pies. Sentía un leve rocío y tras segundos me internaba por el barrio recién descubierto. El aire fresco hizo olvidar los problemas y me detuve a los pies del cerro San Cristóbal. Bajé de la bicicleta y rodé por el pasto. Boca arriba veía las copas de los árboles y los rayos del sol colándose entre sus hojas. Reviví imágenes de las últimas semanas y se intercalaron con las caras de mis compañeros de curso. Los escuché reír a carcajadas y mi angustia fue aumentando al punto que ambas sensaciones se fundieron en mi cabeza.

Ese verano mis padres nos llevó a Baños Morales. Recuerdo que antes de llegar, al Austin Mini se le rompió el cárter al impactar con un peñasco. Cada uno cargó su propio saco de dormir y mi padre tuvo que llevar la carpa. A mí no me importaba caminar, aunque tampoco podía anticipar el infierno que nos esperaba. Hubieron de transcurrir muchos años antes de enterarme del por qué los tábanos se habían ensañado conmigo. Me picaron tanto que me produjeron una alergia. Era de conocimiento general, salvo para nosotros, que los tonos azules atraían a estos insectos como abejas a la miel. Llevaba puesta una polera calipso, justo lo más luminoso de esa gama de colores. Sin embargo, lo que empezó mal se transformó en una de mis más recordadas vacaciones. El contacto con la naturaleza durante esos días cambió para siempre mi manera de pensar. Las distancias que recorríamos nos dejaban exhausto y el aire puro hacía sentir un extraño sentimiento de libertad.

Las travesías en bicicleta siempre fueron un escape. Los descensos desde lo alto de Larraín fueron sin duda la experiencia más cercana a la muerte. Cruzábamos velozmente el canal San Carlos e incluso hasta Las Perdices nuestro pedaleo no era forzado. A partir de ese puente cambiábamos al plato chico y piñón grande, para que nuestros pulmones fueran capaces de oxigenar los músculos. Llegábamos a duras penas al final de la pendiente. Con el corazón en la mano y las piernas reventadas. Muy pocas veces fui capaz de alcanzar la cima sin zigzaguear los últimos metros. En Álvaro Casanova, calle sin desniveles, aprovechábamos de descansar. No subíamos a pasear, sino para sentir la adrenalina durante el abrupto descenso a la ciudad. El ritual era siempre el mismo. Sin esfuerzo pedaleábamos hasta Casamilá, nuestra discoteque favorita en años venideros, para luego regresar a lo más alto de avenida Larraín. Siempre nos detuvimos a tomar agua antes del descenso. Para hacer cálculos de la pendiente a abordar. Sabíamos que en pocos segundos estaríamos de vuelta en la ciudad y nuestro deseo era prolongar al máximo esa sensación de Olimpo.

Descendía del infierno y la oscuridad no se disipaba. Corría sin saber dónde. Siguiendo un murmullo de autos a lo lejos, mientras las ramas me daban en la cara. Asustado de que aquel hombre me diera alcance y de que esta sensación de terror no terminara nunca. Pedaleaba con fuerzas hacia un destino incierto que podía precipitarse en el último impulso.

¿Qué velocidad alcanzaríamos? Un pequeño giro para ajustar al cambio más pesado y sin pensar en las consecuencias nos precipitamos cuesta abajo. Nos despegábamos de los sillines para hacer mayor palanca con nuestras piernas. Con las manos aferradas al manubrio, muy cerca de los frenos, los pies no podían seguir el ritmo de los pedales y no quedaba otra que reclinarse al máximo para ofrecer menor resistencia. La recompensa, aquella en que los ojos se llenaban de lágrimas, era el instante en que frenar carecía de sentido. No se podían distinguir las imperfecciones del pavimento. Uno se dejaba llevar por el viento, nunca permitiendo interrumpir el destino. Al cruzar Las Perdices te devolvían la vida y agradecías que ningún obstáculo hubiese detenido la marcha. La inercia se prolongaba por otro kilómetro, avanzando en silencio hasta llegar al aeródromo de Tobalaba.

Mis padres nunca presagiaron nuestros destinos y con mi hermana nos adelantábamos como si de verdad conociéramos la ruta. Eran varios kilómetros en distintas direcciones y al regresar siempre nos detuvimos en una rústica casucha que vendía un queso de cabra recién hecho. Atravesamos a la otra ribera del río, por encima de un puente colgante angosto y sin barandas. Lo cruzábamos corriendo para que cimbrara bajo nuestros pies.

Descendimos por el cajón cordillerano y poco a poco reaparecieron casas junto al camino. Los poblados lucían sus calles de tierra hasta que llegamos a San José, donde la gente se agolpaba en la plaza principal. El calor nos alcanzó en Las Vertientes, justo antes de ingresar a Santiago y su aire enrarecido. Nuestros rostros se veían diferentes, cansados por el viaje, pero sobre todo agobiados porque había llegado el último día de las vacaciones.

 

 

 

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