Ascensor. Conserje mujer que sabe demasiado. Calle húmeda y fría. En la esquina están cerrando el café y dos cuadras más allá una botillería. Concéntrate. Debes ir al metro y sacar treinta mil pesos. Nadie fumando en la banca de siempre. Ni siquiera giro la cabeza. Un par de cervezas por luca y media. Dejo atrás el letrero de abierto. Cruzo la avenida y hay una mujer sospechosa sentada en otro banco. Tres negros conversan animados. Desde el estallido social que solamente funcionan los cajeros del tren subterráneo. En esa esquina subo a los Uber en dirección a la población Santa Julia. Anaís me condujo a su departamento cerca de Portugal. Cocinó unos tallarines que compró en un boliche del barrio. Sigo caminando antes de llegar al caracol de Pedro de Valdivia. En la tarjeta tengo lo suficiente para intentar suicidarme. Los colectivos dejan en la rotonda de Rodrigo de Araya. Pernocté en la pocilga del proveedor de cocaína y su hija me condujo a un cuarto. Ingreso a la estación Ñuñoa y al parecer voy dejando atrás los deseos. Cajero automático del Banco Santander con treinta lucas que no son mías. Los doce gramos de la otra noche. Cruzo desnudo el patio de las piezas de alquiler y regreso al cuarto de la ventana indiscreta. Subo la escalera mecánica y huelo los berlines de la panadería San Camilo. Una fuente de soda me encuentra en el camino. Llevo el cuaderno para anotar la tarea. Hoy estaba enfermo y no fui a clases. Mi padre nunca contrató una línea telefónica. Perdí el celular y me liberó de preocupaciones. No dejo de escuchar a mi compañero de curso tras el auricular. Me observa un borracho que canta una melodía contagiosa. Solamente una cuadra me separa del hall de entrada. En la tarde estaba más lúcido y adquirí un pendrive para respaldar lo del último mes. Ascensor y cinco pisos más arriba toco el timbre. Las llaves las perdí estando drogado. Un pendejo me golpeó y exigió la clave de seguridad. Voy balanceándome entre postes y veo las luces de seguridad ciudadana. ¿Para qué robarme las llaves? Abren la puerta y entrego las treinta lucas. El capítulo de la serie me enfocó todo el trayecto. Prendo el computador y bebo el café. María Luisa Bombal murió a los setenta años. Faltan quince para escribir de esa manera. Atormentada, qué tan difícil puede ser otro día sin cerveza.
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Por Anibal Ricci