El tren bala acelera para generar la energía suficiente para llegar a su fin. La droga disminuye las reservas de hierro y las taquicardias hacen estragos. El hombre respira con dificultad sentado en el piso de la ducha. El agua recorre el rostro y adhiere sus manos a los azulejos. Otra vez el cuarto de hotel, otra habitación para conquistar y sentirse a gusto. Cruza el umbral y en el velador vierte un montón de cocaína que lo harán retorcerse en la única silla. Observa la ventanilla por la que aparece un whisky en las rocas. Otras veces he compartido este espacio, pero ahora estoy solo y no me reconozco. Javiera se desnuda y enseña su tatuaje maorí. Es hipnótica la perspectiva y el placer me distancia de su cariño. De sus ansias de construir espacios que valgan la pena. Compartimos esos anillos de plata que para ella son un símbolo de amor y para él un poderoso sortilegio. Representa amor y sumisión, sensualidad contenida y ese solo objeto lo posee y descontrola, quiere amarla, es un hechizo que los puede unir para siempre. No es el mismo que al vernos embriagados en La Destilería. Las luces de la barra iluminando esos tragos anaranjados que dan calidez. Me gusta ese alcohol que me hace desearla y amarla en iguales proporciones. La escena de seducción perfecta, un último trago y cruzamos Plaza Ñuñoa hasta que en una esquina quisiera hacerle el amor y la abrazo con ímpetu desbordado. Pero ella retrocede y quizás esa noche se ha echado a perder en ese instante idéntico al Tierra del Fuego. Viña del Mar es otro escenario, pero las copas de champagne han cruzado los límites y meses después medita que los excesos son a falta de un lugar confortable. La habitación de hotel otra vez me cobija, un cuarto de motel en realidad. La invité a una noche especial, pero el subconsciente armó otros planes. Amor que se confunde con lujuria, le encanta estar a solas con Javiera, pero compartir una casa o un lugar rodeados de seres que nos amen, a eso no puedo acceder, ese regalo no viene con la dote familiar. Mis padres jamás mencionaron esa palabra y creo que tarde o temprano la defraudaré. Quizás es muy difícil que sea mi mujer, sino una amante que deseo. Un cuerpo que me desquicia, pero ya no soy ese hombre que entra en una habitación y se adueña del entorno. El alma no conquista los espacios porque apenas puede valerse por sí misma. Entonces ese whisky mezclado con cocaína se resume en un instante de placer bajo la ducha. Abro la cama y tengo los pies fríos. Estoy en medio de un sitio que se vuelve uno solo, el mismo de otras veces, ese universo conocido que genera una anhelada sensación de hogar.
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Por Aníbal Ricci Anduaga