Esta ópera prima de la directora es muy satisfactoria. De esas películas que se cuecen a fuego lento, pero las escenas siempre van lanzando un anzuelo que hace que el espectador quiera ir por más.
Al principio los planos son armónicos, perfectos encuadres y música optimista que nos muestra a una mujer de 48 años que se apresta a disfrutar de sus vacaciones en una isla griega. Ha alquilado una casa de tonalidades blancas y en su primer día baja a la playa donde una familia bulliciosa interrumpe su paz.
Una escena clave es cuando ante la proposición de la matriarca de esa familia, Leda se niega a correrse del lugar y el espectador intuye cierta carga en su carácter, aunque en realidad se trata de una mujer segura de sí misma y que sabe decir que no.
Olivia Colman está fabulosa en este rol y conforme avanza el metraje conoceremos sus aristas más oscuras. Ya avanzada la cinta, comienzan a intercalarse flashbacks donde Leda, de treinta años, es encarnada por otra actriz que desnuda a la perfección los conflictos de una joven madre.
El juego de espejos es espléndido. La triada de hijas oscuras (adulta, joven, la nueva generación) van complementando la narración y completando la personalidad de la protagonista.
Estamos frente a un estudio de personalidad, pasan los minutos y esta mujer se nos vuelve más compleja. Profesora de literatura, con dos hijas de un matrimonio conformado a temprana edad.
Una cinta más que feminista, humanista. Muestra las aspiraciones de un ser humano que obviamente van más allá de su rol de madre. Desea dedicarle más tiempo a su carrera profesional, experimentar en lo sexual, en fin, una mujer con necesidades donde los hijos quizás le estén quitando su energía vital.
La Leda adulta observa de reojo a Nina, la madre primeriza de la familia de al lado, y siente remordimientos por el descuido de sus propios hijos. Leda encontrará en el bosque a la hija perdida de Nina y en un acto algo incomprensible le roba su muñeca.
La muñeca es un símbolo, el objeto que no se debe descuidar, así como los hijos y la joven Leda, en otro flashback, se enoja con su hija porque la ha descuidado. Potente la imagen de una muñeca hecha pedazos contra el pavimento. Puede ser que Leda le quiera evitar sufrimientos a Nina, pero más tarde le devolverá la muñeca y le dirá simplemente que ella es una madre antinatural. Hay cierta perversión, aunque la realidad es que su instinto maternal tenía un límite: Leda no estaba dispuesta a dejar de ser una persona, cuidaba cariñosamente a sus hijas, pero en un momento tuvo que dejarlas para no ser absorbida por la nada.
Leda deja el balneario habiendo sentido mareos constantes, una especie de pérdida de consciencia ante los recuerdos aciagos. Esos desmayos son otro símbolo, una especie de discontinuidad ante episodios en que la sociedad la habría tachado de mala madre.
Leda otra vez tras el volante, alejándose de esos recuerdos. Los encuadres ahora son dislocados y la música refleja una pérdida de control que va más allá de su consciencia.
El automóvil se estrella, en realidad es ella que carga con demasiada culpa, despierta en la orilla del mar y lo primero que hace es llamar a su hija.
Basta de remordimientos, Leda es una mujer hecha y derecha, conversa con su hija, el espectador está encantado con este ser humano honesto, sus decisiones la convirtieron en una mujer intensa que cuando estaba con sus hijas se dedicó cien por ciento a ellas.
La directora, en un fuera de escena magistral, apenas insinúa que la madre de Leda nunca estudió nada. Ella en cambio tomó las riendas de su vida. Lo que no muestra el guion son unos abusos psicológicos que el espectador intuye, pero mantener bajo un velo esos aspectos que la volvieron una mujer oscura le da más peso al actuar de la mujer e independizan sus decisiones de un pasado aciago. Simplemente Leda es un ser humano que tenía todo el derecho a desarrollarse como una mujer en todas sus dimensiones.
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Por Aníbal Ricci Anduaga