Siempre fue un sádico. Experimentó con la salud de sus hijos al no permitir que les administraran antibióticos. Médicos augurando problemas cardíacos si no les extirpaban las amígdalas. Casi un centenar de faringitis y este fanático prohibiendo hasta la aspirina. Trayendo a pedófilos en los almuerzos, mientras la madre miraba para el lado. Sus amigos enfermos observaban con esos ojos vacíos y las nanas torturaban bajo supervisión parental. «Te voy a cagar», repite treinta años más tarde ahora al nieto. «No sales nunca y jamás has pololeado», un poco de violencia verbal. «Chico, nazi e hijo de puta… no vas a poder dormir». Le falsificó la firma a una esposa acostumbrada a las enfermedades venéreas y enajenó el patrimonio de la familia. Agarro los desahucios para la recesión de los ochenta y los depositó en financieras quebradas que cubrirían déficits fiscales de la dictadura. «Cada vez que te vea estudiar te voy a cagar… no te voy a dejar dormir». Le abre la cerradura con un destornillador. «Nietecito de mierda… apenas salgas del cuarto voy a romperte el computador». Lo amenaza con no pagarle la carrera y todos sabemos que se ganó una beca por ser el mejor del curso. «Eres un débil mental… no me la vas a ganar». Un viejo duro de roer con las peores intenciones. Un empleado público que llena de trámites a los demás. «Debieras agradecer que te eduqué», en realidad a punta de golpes, igual que a los hijos treinta años atrás. La palabra sadismo queda corta con este caballero que estudió construcción civil y regentó una casa de adobe llena de goteras. «Entraron a robar… pero esa gente humilde lo necesita». Invitaba a pordioseros con llagas en la piel y los bañaba en la tina del baño. Los curados de la plaza le hacían caso a sus hechizos de naturista de cuarta. Cataplasmas de barro con cebolla y los hijos con alucinaciones producto de fiebres sobre los cuarenta grados. Erudito que se leyó un libro de hierbas medicinales mezclado con frases filosóficas. «Me importa una raja tu carrera de informática», criticando la tecnología, pero no le toquen su wasap para reunir a sus compañeros con cáncer. A sus ochenta años asegura ser un hombre sano que no estudió ingeniería. Vivimos encerrados en nuestras habitaciones esperando que se muera pronto este viejo de mierda. Intenta enemistarnos y le enfurece que no respondamos sus impertinencias. Los vecinos lo escuchan deambular por los pasillos del edificio. Camina tan lento que no llega al baño y ha optado por usar pañales. Duerme con la luz prendida y el baño listo con la puerta abierta. Hoy amaneció especialmente agresivo y golpeó a mi sobrino con su bastón. Otra demanda por violencia intrafamiliar, los pacos tardan en llegar y ya se hizo tarde para ir por cervezas. Este tratamiento de shock podría dar resultados. Dormir de día para evitarlo y en la noche escribir los avances de la terapia.
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Por Aníbal Ricci Anduaga