Salgo del hotel y me dirijo al banco a cambiar unos dólares. Acapulco es un balneario concurrido, el ruido ensordecedor de unos pájaros altera mi percepción. Estoy siendo perseguido, da lo mismo cuantos aviones aborde, en cada rincón del planeta husmean mis pasos. Voy al acantilado de los clavadistas buscando un lugar menos concurrido. Observo como calculan el momento exacto para arrojarse. Una mujer hermosa se asoma en la terraza y veinte años después otra mujer sale de un supermercado. El sol proyecta la sombra de su silueta. Ingreso al hall de un edificio de diez pisos y no distingo otros seres humanos en los balcones. Recuerdo el agobio mexicano y ahora esa sensación ha desaparecido. Un par de cervezas ralentizan mis pensamientos y la ciudad de Santiago se me antoja acogedora. Es sólo una impresión en este país que se ha vuelto peligroso. La chica se sube a la motocicleta con objeto de repartir el pedido. Su piel denota a una inmigrante dispuesta a ganarse unos pesos. Termino la última cerveza y deambulo rumbo a un destino incierto. Hoy no siento esa desesperación por llegar a casa. En la bolsa llevo un pan de molde y un cuarto de salame. Retorno por el mismo camino y el conserje me abre el portón. Ingreso al departamento y me preparo un café. Agradezco estos momentos de paz asomado en el balcón mientras otro ser humano me observa desde una esquina. Soy consciente de ser una incógnita dentro de este edificio. Un sujeto que logró escapar de los celadores de ese balneario. México era un país tan peligroso como se ha vuelto nuestra capital. Es sólo un desface de tiempo lo que diferencia la violencia. La mujer de esa terraza remota observa al hombre que se arroja del quinto piso. Un clavadista urbano se estrella en el pavimento y el mar no amortigua su caída. Un muerto que en otro tiempo aflora a la superficie. Nada a la orilla con el fin de escalar esos pisos y volver a arrojarse sobre las olas.
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Aníbal Ricci Anduaga