El sonido proviene de la caldera. Meses atrás reuní dinero y arrendé una cabaña en Ventanas. Dicen que hay un aire enrarecido, pero entre enfermarme de los pulmones y seguir escuchando insultos de mi padre, no hay dónde perderse. El sexo con Verónica se había vuelto peligroso y desde este pueblo de chimeneas puedo viajar a Quinteros en busca de droga. Ver porno, dormir y comer empanadas de queso en la vecina Horcón, una extraña receta para alejar las voces. Entre las internas y las palabras mal paridas requiero un descanso. Estos atracones de cocaína revientan el cerebro y lo dejan plano, sin ruidos de fondo. La consigo con los taxistas e incluso hay uno que la ofrece mediante delivery. Un mes después escucho el reventar de las olas, pero al parecer los vecinos de Ventanas me han empezado a acosar. No es más que una terapia de shock para huir de mis pensamientos. Retorno al departamento de Viña del Mar ahora con intención de dejar las drogas. Duermo doce horas al día y un ligero sonido desde el subterráneo empieza a perturbarme. Al mes prefiero dormir de día y ver películas durante las noches. Las ganas de escribir se han ido en medio de tantos estímulos. Conecto los audífonos al computador y dejo atrás ese retumbar. Hasta que surge un ruido desde las profundidades. Escucho el girar del disco duro y apenas me concentro en leer los subtítulos. «Ándate concha-tu-madre», la primera voz se articuló a los dos meses. La caldera no cesaba con su palpitar y amplificaba las frases. Cada minuto escucho insultos. Cada diez segundos. Le quito el volumen al computador, pero el disco duro no cesa de insultarme. Los días con Verónica fueron una locura. La travesti de corte moderno, de rostro hermoso, que fue violentada por sus congéneres. Se robaba a todos los clientes y le tijeretearon el pelo mientras dormía. Vive en Sausalito y para acceder a su morada subo unos escalones peligrosos. Drogado uno se puede sacar la cresta, pero ella me invitó desde el primer día. Tenemos sexo de todas las maneras posibles y orinamos en el balde para no salir a medianoche. El regente me invita un whisky y dice que tiene un Mercedes Benz, otra travesti altísima con pinta de secretaria. Me cae bien Verónica y con ella puedo conversar por horas. Fuma pasta base a través de una lata de cerveza. A veces la recogía en Avenida Libertad e iba al departamento y cerraba con pestillo hasta el amanecer. Fueron varios meses y supongo que confiaba en ella. No me iba a contagiar en medio de esas noches viñamarinas. Ahora estoy sentado en un rincón junto al ventanal. Las voces arrecian y llevo varios días sin dormir. Una mañana me levanto y salgo rumbo al rodoviario. Un pasaje a Santiago y alojarse en la casa de un amigo escritor. Tengo que burlar a mis celadores y encontrar un cuarto desde donde hacer vigilias. Tranquilizarme lo suficiente para poder meditar e ir aplacando el miedo. Voy aferrado de una botella de vidrio, internándome por calles aledañas a estación Trinidad. El tren subterráneo ha sido un suplicio y la habitación donde alojo tiene una ventana rota. Todas las noches salgo en pijama a espantar presencias que me acosan. Llevo seis meses limpio y me someto a voces infernales, distintas en cada una de las líneas del metro. Bajo en estación Egaña y camino hasta un café cerca de Plaza Ñuñoa. Al principio soportaba diez minutos y luego de meses permanezco hasta una hora en el lugar.
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Por Aníbal Ricci Anduaga